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del agua sobresalía la punta de una rústica embarcación hecha de troncos atados. Sayhueque había escondido la balsa debajo del agua y le había agregado piedras pesadas para que no flotara. Sin querer Moreno acababa de mover una de estas y la balsa salió a la superficie. Estaban salvados, ahora sólo faltaba que volviera Gavino para iniciar el viaje.

      Gavino no aparecía y los dos se empezaron a poner nerviosos. Esperaron. Melgarejo quería irse. Esperaron. Pensaban en que podría haberle pasado algo. Esperaron. Prestaron atención para escuchar si algún ruido les daba una pista de lo que pasaba. Esperaron. Estaban muy preocupados. Moreno decidió esperar un poco más, pero no mucho. Gavino no aparecía.

      —Nos vamos —dijo Moreno. Llevaron la balsa hasta donde el agua les llegaba a la cintura. Primero se subió Melgarejo, Moreno la acomodó y se subió él. Cuando el agua les empezó a dar velocidad miró para atrás una vez más y entonces lo vio. Gavino venía corriendo.

      —¡Lo persiguen! —dijo Melgarejo—. Sigamos que nos agarran.

      Pero Moreno no veía a nadie más que a Gavino que corría sin esperanza de alcanzarlos. “¿Cómo frenar una balsa?”, pensó Moreno. Entonces se tiró al agua helada, con los dos brazos sujetó fuertemente la balsa, y trató de hacer pie en el fondo del río. Gavino se metió en el agua y los alcanzó. —Subí —le dijo Moreno. Cuando los tres estuvieron arriba, la balsa apenas sobresalía del agua.

      —¿Por qué tardaste tanto? —preguntó Moreno.

      —Borré todo. No quedó ningún rastro.

      —Casi quedás vos de rastro.

      La corriente ya los llevaba a buena velocidad. Moreno se preguntaba cómo doblaría la balsa la curva que se acercaba. A la luz de la luna se veían varias piedras envueltas en espuma amenazadora. El río empezó a doblar y la balsa también, pero no acompañaba a la corriente, se iba hacia el exterior de la curva, donde estaban las piedras. Primero sintió un golpe por debajo, y de repente la balsa se detuvo en seco al chocar con una roca semihundida; sus ocupantes salieron despedidos hacia adelante. Moreno pudo hacer pie en el fondo, a pesar de que la correntada le hacía perder el equilibrio, y sacó la cabeza para respirar justo a tiempo de ver que la balsa, ahora alivianada y con mejor flotación, estaba siendo arrastrada por la corriente. Si el río se la llevaba estaban perdidos. Con un esfuerzo supremo se impulsó para adelante y estiro el brazo con lo que consiguió alcanzar un borde de la balsa. Ya la tenía. —¡Auxilio! ¡Me ahogo! —Era Melgarejo que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones.

      Gavino lo sujetó y pudo hacer pie.

      —Gracias, no se nadar.

      Moreno volvió hacia ellos arrastrando la balsa.

      —Melgarejo… —dijo bajito— La puta madre, qué gritos. Te deben de haber escuchado hasta los indios calchaquíes.

      Los tres se quedaron en silencio tratando de detectar algún ruido. Pero no. Parecía que nadie los había escuchado en la toldería.

      Gavino consiguió tres cañas y les dio una a cada uno. —Para doblar en las curvas —les dijo.

      Como el río no era profundo, las cañas llegaban hasta el fondo; ideales para dirigir su rumbo. Se subieron a la balsa y siguieron su camino.

      Todavía no habían recorrido mucho cuando empezó a clarear en el horizonte. Moreno eligió un recodo bien arbolado para detenerse.

      —¿Por qué paramos? —preguntó Melgarejo.

      —Hay tribus que viven cerca del río. Saben que somos prisioneros. Si nos ven nos matan. Por eso sólo podemos viajar de noche, y ni hablar de hacer fuego —respondió Moreno.

      —¿Pero entonces cuánto tiempo nos llevará llegar a Confluencia?

      Moreno hizo memoria para recordar los mapas que tantas veces había estudiado. Estaban bajando el río Collón Curá y debían aún recorrer un larguísimo tramo hasta llegar a donde éste desembocaba en el río Limay. Recién entonces estarían navegando en la dirección correcta. Debían seguir por este último hasta su confluencia con el río Neuquén. Allí estaba el fortín.

      —Calculo que seis días —dijo Moreno más por pálpito que por cálculo.

      —¿Y qué vamos a comer mientras tanto?

      Moreno no tenía respuesta a esa pregunta. La única solución que él veía era seguir para adelante y tratar de llegar como fuera. En su bolso tenía la pistola con cuatro balas. Llegado el caso podía usarlas contra los indios. O para terminar con todo.

      —Dios proveerá —respondió Moreno, fingiendo gran confianza.

      —Pero a Dios hay que ayudarlo —acotó Gavino, dudando de esa fe ciega.

      Capítulo 4. Vive la France

      Buenos Aires, febrero de 1880. Francisco Facundo Moreno estaba en su casa de Parque Patricios, sumido en una profunda depresión. Hacía ya muchos días que le habían llegado noticias de los fortines del Sur de que su hijo Panchito estaba prisionero de los indios. Que lo querían cambiar por seis indios prisioneros acusados de pillaje. Sabía que el Ejército no lo iba a canjear. Había hablado con el mismísimo Avellaneda, quién le dijo que no se preocupara, que Roca en persona se estaba encargando del tema. Eso no lo tranquilizó, todo lo contrario. Era sabido que el joven general privilegiaba los fines por sobre los medios. Se podría decir que era un hombre sin escrúpulos.

      Moreno padre se sirvió una bebida, se sentó mirando hacia la ventana de su estudio que daba a los frondosos árboles de su jardín, y dejó que su mente viajara al pasado: su huida a Montevideo en tiempos del Tirano Rosas, su casamiento, la batalla de Caseros y su vuelta a Buenos Aires, y el nacimiento de sus hijos. Panchito fue el primero, como nació el día de San Pascasio le tocó llevar ese singular segundo nombre. Después llegaron sus otros hijos y de repente vino la tragedia, la muerte de su mujer Juana, víctima de la epidemia de cólera del sesenta y siete. La familia casi se viene abajo. Él trató de hacer de padre, madre y amigo de sus cinco hijos. Se unieron mucho y salieron adelante.

      De los cinco, Panchito fue siempre el más intrépido. Como padre él siempre lo apoyó en sus locuras, lo llevó a la laguna Vitel, donde encontró sus primeros fósiles. Luego, cuando se mudaron a esta quinta más grande, las piedras y los fósiles estaban por todos lados de la casa, y le ofreció a su hijo hacer una casita donde pudiera exhibirlos. Así nació el Museo Moreno que tanto impactó a Germán Burmeister. El alemán no podía creer que un muchacho solo pudiera haber juntado una colección tan importante. Después le pagó sus primeros viajes exploratorios que tanto orgullo le dieron. Pero ahora se arrepentía de eso; si no lo hubiera hecho, seguramente Panchito estaría en su casa; sería médico o abogado como la mayoría de los hijos de sus amigos.

      Interrumpió sus cavilaciones su empleado Pedro quién, con expresión de preocupación, le anunció que en la puerta un enviado del Ejército tenía un mensaje para él. El hombre bajó lentamente la escalera, recordaba cuántos padres habían recibido de la misma manera la noticia de la muerte de sus hijos en la Guerra del Paraguay. En la puerta un sargento le entregó un sobre y se marchó raudamente. Vio que era un telegrama del general Villegas y no se atrevió a abrirlo. Sintió que le bajaba la presión y se sentó en el sofá. Pedro le dijo algo pero él no le entendió. En su cabeza escuchaba la voz de su mujer que le recriminaba no haber cuidado a su Panchito.

      Eduardo, uno de sus hijos, bajó la escalera de a dos escalones.

      —Pedro, ¿quién era el que se fue?

      Pedro le señaló el sofá, y allí vio a su padre con los ojos vidriosos y un sobre en la mano.

      —¿Qué pasa Papá? ¿Se siente mal? —preguntó sin entender todavía lo que pasaba.

      —Es Panchito… Un telegrama del Ejército —pudo balbucear.

      —¿Qué le pasó a Francisco? A ver, deme ese sobre.

      Eduardo lo abrió

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