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la estabilidad política. Frente a criterios utilitaristas, sostiene que ninguna cuestión exclusivamente política puede revocar la reivindicación individual en favor de un trato justo. «No debemos» escribe «confundir estrategia con justicia, ni los hechos de la vida pública con los principios de la moralidad política»[45]. O, al menos, no es legítimo hacerlo cuando lo hace Devlin, a quien Dworkin critica, que defendía incorporar la moral sexual tradicional en la ley, o cuando destila desprecio por la «popular indignación, por la intolerancia y el disgusto» (y nos alerta a no confundir este fenómeno con una «convicción moral»). La estrategia que se emplea para defender lo de abajo puede pasar por encima de cualquiera de los derechos defendidos por los conservadores, porque si los conservadores se implican en su defensa podemos estar seguros de que no son derechos, ni convicciones morales, ya que estos son exclusivos de los liberales, sino sentimientos de «indignación, intolerancia y disgusto».

      Resulta evidente que bajo todos estos asuntos hay difíciles y profundas cuestiones filosófico-políticas. Puede que Dworkin tuviera razón al suponer que los beneficios que defienden los conservadores no son propiamente derechos. Pero ¿cuáles son los auténticos derechos y cuál su fundamento? La vaga apelación a la Constitución americana y a su supuesta “teoría moral” no es una respuesta adecuada, sobre todo si tenemos en cuenta que los casos citados se ventilaron en tribunales ingleses. Dworkin tiene la convicción de que razona en base a principios, y no de leyes susceptibles de derogación, pero cuando la discusión es de naturaleza filosófica es necesario saber cómo justificar y fundamentar los principios que se aducen. Y este es un extremo que Dworkin pasó por alto.

      En un libro posterior, La ley del Imperio, emplea una nueva estrategia para fundamentar su postura: analizar hermenéuticamente la ley, como si esta estuviera totalmente “abierta” a la interpretación y, por tanto, abierta a una interpretación liberal[46]. A juicio de Dworkin, la interpretación es el intento de hallar la mejor lectura de un artefacto humano, la lectura más adecuada a su objetivo final. Según esta concepción, la crítica de una obra de arte es el intento de leerla de la mejor manera posible y otorgarle el valor estético más elevado. Lo que sea “mejor” en cada caso está definido por la actividad de que se trate en concreto. Es evidente que la ley no tiene valores estéticos. ¿De qué trata entonces? Una posible respuesta diría que de la justicia. Pero esta no es, claramente no es, la respuesta de Dworkin; y de nuevo, ante el desafío de aclarar el tema, se refugia otra vez en las sombras. A veces subraya que la función de la ley es «guiar y constreñir el poder del gobierno»; en otras palabras, en la salvaguarda de los derechos individuales. En otros casos, explica que su función es resolver conflictos, como en gran parte hace el derecho civil. En los pasajes más teóricos, contempla a la ley como limitada por un ideal de integridad y, al final, parece ser esta su teoría preferida, aunque sea algo confusa.

      La búsqueda de la «mejor lectura de la ley» se lleva a cabo en diversos ámbitos: en los tribunales de justicia (pues para resolver los casos difíciles los jueces han de interpretar la ley, pero también cuando pretenden acomodar sus decisiones a los precedentes relevantes); en los dictámenes de los juristas (cuando tratan de racionalizan o criticar las decisiones judiciales), en las discusiones especializadas de los filósofos del derecho (cuando pretenden descubrir los primeros principios).

      Para Dworkin, por tanto, la ley no es ni un mandato, ni una convención, ni una predicción, ni un mero instrumento al servicio de la política. Es (según su estado de ánimo) una expresión de los derechos civiles, morales o constitucionales: la encarnación de una “moralidad política”, la materialización de las “obligaciones asociativas” de la comunidad en la que rige. Si Dworkin cambia tan rápidamente y sin ninguna duda entre esas diversas interpretaciones es, en parte, porque tiene una teoría (que ocupa lugar central, pero no del todo claro debido a su confuso estilo) en la que todas esas funciones de la ley coinciden.

      En uno y en otro lado expresa su teoría en términos cuasi-religiosos. «La ley es una actitud “protestante”», afirma. Al decir esto no menciona que la Common Law ha estado también vigente durante la época del papismo y ha contado con la sanción explícita del Derecho Canónico de la Iglesia. Su interés es defender de nuevo las causas a las que se refirió en Los derechos en serio, de forma que para él la ley es un arma en manos del disidente. «Nosotros», señala «que pertenecemos a una singular tradición jurídica que es “nuestra”», suscribimos una moralidad extremadamente individualista, que se basa en los derechos de los individuos frente a la autoridad del poder soberano y que es, de principio a fin, “política” en su fuerza de aplicación. La “moralidad política” define la comunidad a la que todos supuestamente pertenecemos. Frente a un adversario que cree que nosotros no somos en absoluto lectores de New York Review of Books, como hemos visto, Dworkin es reacio a admitir que los derechos individuales puedan estar por encima de las políticas liberales implícitas en ellos. Pero quiere mantener como objetivo de la ley la defensa de los derechos y la responsabilidad reconciliadas dentro de una comunidad y, por tanto, asegurar la identidad de esa comunidad a lo largo del tiempo, de la misma manera que cada individuo asegura su identidad en el tiempo asumiendo su responsabilidad por sus acciones del pasado y del futuro.

      Dworkin compara, con un analogía rara y engañosa, la ley con una “novela en cadena”, es decir, escrita por varios autores, pero con el propósito de escribir una única y coherente obra de arte. Al seguir un precedente el juez, de un lado, interpreta lo anterior, pero también contribuye a cambiar el contexto de interpretación. Su obligación es esforzarse por encarnar y continuar la “integridad de la ley”: en otras palabras, por defender los derechos y las responsabilidades consagrados en la ley por la comunidad. La integridad de la ley es, al final, el mismo fenómeno que la personalidad de la comunidad a la que sirve.

      Tras resumir su teoría tal como yo la he entendido, la expondré ahora con mis palabras. Como sabemos, la ley no es un conjunto de normas sino una tradición, y su significado no depende de los resultados que depare, sino de su sentido, que alcanzamos mediante la interpretación. La ley expresa también una personalidad corporativa, que es la de la comunidad política. La ley consagra derechos, responsabilidades y -añadamos, aunque propiamente Dworkin no lo hace- deberes, y permite que se transmitan de generación en generación.

      El proceso judicial exige instituciones específicas, por ejemplo, independencia, y la recopilación autorizada de decisiones pasadas. Pero depende sobre todo de un cierto espíritu nacido de la lealtad compartida de la comunidad. Esta lealtad no surge de un contrato, ni es universal, sino que se basa en el reconocimiento de un destino común, que une a las personas bajo un mismo un Estado-nación.

      Si vuelvo a repetir que esta concepción de la ley ha sido ya defendida por el conservadurismo político, no es para restar originalidad a Dworkin, ya que él llega a ellas gracias a su peculiar y brillante intelecto. Es, sobre todo, para llamar la atención sobre la forma en que soslaya toda tradición de pensamiento distinta a la jurisprudencia americana y la filosofía analítica. Habría ahorrado muchos problemas a sus lectores si hubiera considerado hasta qué punto sus tesis fueron anticipadas ya por Burke, Hegel y De Maistre. Y aunque esto hubiera implicado renunciar a algunas de sus ideas más queridas —las propias del liberal ilustrado, al que todavía hay que convencer de que existe el conservadurismo intelectual—, le habría obligado a enfrentarse a la enorme contraposición que existe entre su reivindicación de “nuestra” tradición legal y su combativa defensa de causas que, como la discriminación positiva, hoy intentan destruirla.

      El “nosotros” al que apela Dworkin hace referencia a todos los liberales anglófilos, pero no incluye a los americanos que no viven en ciudades de la costa. Como ya he señalado, sus ejemplos proceden de ley inglesa y americana, y los analiza a la luz de los principios del Common Law, es decir, teniendo en cuenta el precedente y el stare decisis (aunque sin referirse a la importante diferencia que existe entre la Common Law y la equidad). Pero los sistemas legales de la mayor parte del mundo no se basan, al menos explícitamente, en estos principios. Muchos de los sistemas legales de los países europeos se basan en el Código de Napoleón, en el que expresamente se rechaza la doctrina del precedente tal y como se aplica por los tribunales ingleses. Pero también en ellos rige la ley, y hay un sistema de apelaciones establecido para proteger los derechos individuales (aunque quizá estos no sean los mismos derechos que reconoce el sistema

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