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juicio de Hayek, esta regla forma parte de un entramado de reglas, y todas ellas implícitamente se tienen en cuenta al realizar transacciones libres. Acertadamente, los jueces se consideran los “descubridores” de la ley por la sencilla razón de que no habría caso que juzgar si en la conducta de las partes no hubiera estado ya implícita una ley determinada.

      Ciertamente, en el sistema legal inglés es verdad que el juez, más que inventar la ley, la descubre[33]. También es verdad que la ley se expresa normativamente: la norma en Rylands vs. Fletcher, por ejemplo, que nos indica que «la persona que por sus propios fines guarda en sus tierras cualquier cosa que puede hacer daño si se escapa, debe mantenerla a su propio riesgo, y si no lo hace es responsable de lo que se produzca si se escapa”»[34]. Pero también el juez puede fallar a favor de una de las partes sin formular explícitamente la norma en que funda su decisión: en efecto, puede que lo que esté en cuestión sea la ratio decidendi de un caso que, a juicio de los implicados, se ha solucionado correctamente. Este sorprendente hecho avala la tesis de que la ley existe antes de su determinación judicial y de que, por tanto, es para el juez tanto un criterio de orientación como un mecanismo para limitar sus ambiciones. No se puede emplear el procedimiento basado en la Common Law para transformar la naturaleza de la sociedad, o para redistribuir la propiedad legítimamente adquirida, ni tampoco para alterar las comprensiones cotidianas o trastocar las expectativas a largo plazo o las relaciones naturales de confianza. Porque la Common Law es la elaboración de las reglas implícitas en todas esas circunstancias. Es una red tejida por la mano invisible.

      Las verdaderas leyes —las normas abstractas, según la nomenclatura de Hayek—, no forman parte de un programa o plan de acción, sino que son resultado a lo largo del tiempo de la cooperación social. Hay parámetros que definen situaciones en las cuales la cooperación entre extraños en beneficio mutuo es posible. Como en el mercado, el beneficio que obtienen es, en parte, epistémico. Al seguir esas normas, nos dotamos de un conocimiento práctico especialmente útil para situaciones imprevisibles, es decir, un conocimiento que nos permite conducirnos en nuestras relaciones con los demás y asegurar su cooperación en el logro de nuestros objetivos.

      Del mismo modo que los precios en el mercado condensan información que de otra manera se encontraría dispersa en la sociedad del presente, también la ley sintetiza información dispersa, pero en el pasado[35]. Esta interpretación es un pequeño avance para la reconstrucción del famoso alegato que hizo Burke de la costumbre, la tradición y el prejuicio frente al racionalismo de los revolucionarios franceses. Por decir en el lenguaje de hoy lo que quiso expresar Burke: el saber que necesitamos ante lo imprevisible de la vida ni se deriva ni está contenido en la experiencia de una sola persona, ni puede tampoco deducirse a priori de unas supuestas leyes universales. Este conocimiento nos ha sido transmitido por las costumbres, las instituciones y los hábitos de pensamiento que se han conformado durante generaciones, a través de un ensayo de prueba y error de muchas personas que han perecido en el curso de su desarrollo. Así es el saber contenido en la Common Law, que es un legado social que no puede nunca ser adecuadamente reemplazado por una doctrina, un programa, un plan o una Constitución, con independencia de lo arraigada que esta última esté en una determinada concepción de los derechos individuales.

      Si mantenemos, con Smith y Hayek, que la ley está enraizada más firmemente en la psique que la legislación, y que su objetivo no es imponer un plan concreto o una “moralidad política” independiente de la justicia natural que dicta sus procedimientos, comprenderemos por qué las revoluciones socialistas comienza siempre aboliendo el Estado de Derecho, y por qué la independencia judicial es un rasgo casi ausente en aquellos estados que pretenden imponer en la sociedad civil un determinado programa político desde las altas instancias del poder. Pero Dworkin, que desea aprovechar las profundas verdades contenidas en la Common Law, también tiene su clara tendencia ideológica y se esfuerza constantemente por incorporar en el sistema jurídico lo que intrínsecamente es incompatible con él. La Common Law está relacionada con la justicia del caso concreto, y no persigue reformar de ninguna manera los modos, la moral o las costumbres que rigen en la sociedad como un todo. Constituye una presencia silenciosa y vigilante en la vida de la gente corriente. No quiere que se la invoque; por el contrario, se presenta con desgana cuando se apela a ella para reparar un error. Esta concepción se aleja tanto de la de Dworkin que lo que sorprende es que este no busque otras fuentes de inspiración para elaborar su teoría de la ley. Pero él razona como abogado, más que como filósofo: cualquier estrategia que sirva para confundir a su contendiente es útil, siempre y cuando Dworkin pueda emplearla para lograr su objetivo.

      Y su objetivo está claro: defender las causas liberales del momento. Cuando publicó su obra más famosa, Los derechos en serio, la causa era el movimiento por los derechos civiles y la oposición a la guerra de Vietnam. Incluían, pues, la desobediencia civil y la defensa de la discriminación positiva. También era importante por aquella época la liberación sexual, y a medida que se desarrollaba la causa liberal, Dworkin fue incorporando a su programa el feminismo, la defensa del “derecho al aborto” e incluso (para sorpresa de muchas feministas) la pornografía. Por resumirlo de algún modo, si los conservadores se manifestaban en contra de algo, él se empeñaba en defenderlo. Proporcionó fuegos artificiales intelectuales, desdén aristocrático y mofa cosmopolita en copiosas y largas florituras. Y creyó siempre que no era en él sino en su adversario en quien recaía toda la carga de la prueba. Para Dworkin, como para los colaboradores de New York Review of Books en general, la postura de la izquierda liberal era tan obviamente correcta que era cometido del conservador refutarla. Era este quien debía demostrar la existencia de un consenso de valores morales contrario a la pornografía; o que su negativa a reconocer los derechos homosexuales (cualquiera que fuera la forma que adoptaran) no respondía a un “prejuicio”; o, finalmente, que la segregación era constitucional, y no lo era, en cambio, negarse a saludar a la bandera o a servir en el ejército[36].

      Este linchamiento de la conciencia conservadora se lleva hasta extremos insospechados. Dworkin escribe: «Como lo que está en juego son derechos, el problema es (…) si la tolerancia llegaría a destruir la comunidad o a amenazarla con graves daños, y suponer que las pruebas con que contamos avalan tal respuesta como probable o siquiera como concebible me parece, simplemente, descabellado»[37]. Para un conservador, es de sentido común que la constante liberalización, o la permanente reconstrucción del derecho en función de los estilos de vida de la élite de Nueva York, amenaza también a la comunidad. Pero en el esquema de Dworkin se descarta de antemano esta posibilidad. Es desca­bellado suponer que los hechos muestran esta posibilidad; pero también lo es simplemente concebirla. Esta es una opinión sorprendente. La antropología ha demostrado en incontables ocasiones que la imposición de formas de vida urbanas en las sociedades subsaharianas, ha destruido su cohesión. Pero supuestamente parece que es insensato incluso sospechar que la reproducción del estilo de vida neoyorkino en la Georgia rural pudiera tener consecuencias similares.

      En Los derechos en serio, donde Dworkin da a conocer el núcleo de su pensamiento, se analiza el caso de los Chicago Seven; en él, se acusó a siete miembros de grupos de izquierdas de conspirar e incitar disturbios durante una manifestación en contra de la guerra de Vietnam. Para Dworkin era evidente que los Chicago Seven estaban amparados por su derecho constitucional a la libertad de expresión. A continuación, cito lo que afirma de quienes no están de acuerdo con él:

      «Se puede decir que la ley anti-disturbios les deja libertad de expresar sus principios de manera no provocativa, pero así se pasa por alto la conexión señalada entre expresión y dignidad. Un hombre no puede expresarse libremente cuando no puede equiparar su retórica con su agravio, o cuando debe moderar su vuelo para proteger valores que para él no cuentan, en comparación con aquellos que intenta vindicar. Es verdad que algunos opositores políticos hablan de maneras que escandalizan a la mayoría, pero es una arrogancia que la mayoría suponga que los métodos de expresión ortodoxos son las maneras adecuadas de hablar, porque tal suposición constituye una negativa de la igualdad de consideración y respeto. Si el sentido del derecho es proteger la dignidad de los opositores, entonces los juicios referentes a cuál es el discurso apropiado se han de formular teniendo presente la personalidad de los opositores, no la personalidad de la mayoría ‘silenciosa’ para la cual la ley anti-disturbios no representa restricción alguna»[38].

      De

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