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cuando más silenciosas y respetuosas con la ley sean tus actividades, menos puedes protestar contra las provocaciones de aquellos que desprecian tus valores. La voz del disidente es la voz del héroe: la Constitución se diseñó para protegerle y beneficiarle. Pero el razonamiento de Dworkin va un paso más allá y concluye que, «cuando un gobierno se enfrenta con aspereza a la desobediencia civil o hace campaña en contra de la protesta verbal, se puede, por ende, considerar que tales actitudes desmienten su sinceridad».

      Pero es obvio que no quiere en realidad afirmar esto. Imaginemos ahora que los Chicago Seven fueran militantes de derechas y se manifestaran en contra de una causa que no fuera del agrado de Dworkin: por ejemplo, fueran pro-vida o anti-inmigración. Seguramente no se les reconocerían los derechos en consonancia con su grado de indignación, ni su “dignidad” merecería otra respuesta que la cárcel.

      En su análisis de la desobediencia civil, Dworkin se muestra autoritario con los conservadores que la defienden. «Se podría haber argumentado que, si quienes auspician la resistencia al reclutamiento quedan libres de proceso, el número de los que se resisten a incorporarse al ejército irá en aumento; pero no mucho más allá, creo, que el número de los que de todas formas se resistirían»[39]. Cuando se refiere a la Guerra de Vietnam, afirma que se trata de un asunto de conciencia, y que es difícil creer que muchos de los que aconsejaban la resistencia lo hicieran por otro motivo. De ahí se deduce que esta conciencia comprometida, a pesar de hacerlo de un modo absoluto e irreflexivo, con una causa de izquierdas, merece la protección de la ley. Es más: puede desafiar la ley porque «si el problema es tal que afecta derechos políticos o personales fundamentales, y se puede sostener que el Tribunal Supremo ha cometido error, un hombre no excede sus derechos sociales si se niega a aceptar como definitiva esa decisión»[40].

      Dicho de otro modo, para justificar la conciencia liberal basta simplemente con pensar sobre lo que la ley podría o debería ser. La conciencia conservadora no merece ese indulgente tratamiento, sino que siempre se haya sometida a la inflexible carga de la prueba. De ese modo, en el caso de la segregación, la desobediencia civil queda automáticamente desprovista de la legitimidad de la que sí disfrutan las causas liberales: «Si no procesamos al hombre que bloquea la puerta del edificio escolar (…) estamos violando los derechos, reconocidos por la ley, de la niña [negra] a quien impide la entrada. La responsabilidad de la indulgencia no puede llegar hasta ese punto»[41]. A quien no está de acuerdo con Dworkin se le niega incluso el consuelo de pensar que la ley podría ser errónea. Basta con que se reconozca que los negros tienen derecho moral como individuos a no ser segregados. Es evidente que cada recluta tiene derecho, también como individuo, a contar con sus compañeros en el ejército. Pero se nos da entender que este derecho es “menos fundamental”. Además, nadie puede respetar en verdad la personalidad de quien promueve una interpretación segregacionista de sus derechos ya que, «excepto en casos rarísimos, un estudiante blanco prefiere la compañía de otros blancos porque tiene convicciones sociales y políticas racistas o porque desprecia a los negros en cuanto grupo»[42].

      Esta última observación, que en sí supone un rechazo desconsiderado de todo un conjunto de americanos porque supuestamente son racistas, es la premisa de su interpretación de la discriminación positiva. En aquellos días esta era la causa más destacada del liberalismo, y Dworkin se mostró especialmente inteligente en su defensa. Conceder a los individuos de algún colectivo históricamente desfavorecido ventajas sobre otros con mejores cualidades que, a pesar de ello, son excluidos, pone en cuestión la creencia de que existen derechos humanos universales y de que las personas en cuanto individuos son titulares de los mismos. Y Dworkin admite que «los criterios raciales no son necesariamente los estándares correctos para decidir qué aspirantes deben ser aceptados por las facultades de Derecho»[43]. Y resulta seguramente consolador para quienes se preocupan por el racismo saber que los criterios raciales, en un caso así, no son necesariamente correctos. Pero la sintaxis sugiere ya hacia dónde se dirige Dworkin con su razonamiento o, más bien, con su dictamen de abogado:

      «(…) no son criterios intelectuales, ni -a decir verdad- ningún otro conjunto de criterios. La equidad —y la constitucionalidad— de cualquier programa de admisión debe ser medida con el mismo criterio. El programa se justifica si sirve a una política adecuada, que respete el derecho de todos los miembros de la comunidad a ser tratados como iguales, pero no en el caso contrario»[44].

      ¿Cómo puede ser así? Dworkin ofrece dos razones. La primera se basa en la distinción general que hace entre “igual tratamiento” y “tratamiento como igual”, y su creencia de que el objetivo de la Constitución es garantizar el último, con independencia de la cláusula de “igual protección”. Yo trato a John y Mary igualmente cuando, como candidatos para un puesto, solo tengo en cuenta su preparación y su idoneidad para el trabajo. Pero esto no resultaría suficiente si mi obligación es tratarles como iguales. En ese caso debo tener en cuenta la discriminación de la mujer y que Mary seguramente ha tenido que hacer mayores esfuerzos para capacitarse para el puesto que John. Tratar a los dos como iguales exigiría compensar la injusta desventaja sufrida por Mary, dándole prioridad sobre John.

      Se trata de un razonamiento que, como se pone de manifiesto, transfiere automáticamente el derecho de las personas al grupo, de manera que en la ponderación de derechos ya no se tiene en cuenta a los individuos, sino el colectivo al que pertenecen, algunos de los cuales pueden tener severos lastres, en especial los varones blancos. Pero Dworkin aduce otra razón también. En el caso que está analizando, a su juicio no hay derechos relevantes. No existe algo parecido a un derecho a ser candidato a una plaza en una facultad de Derecho en función del mérito intelectual. Si los derechos son todavía criterios orientadores de nuestras acciones, debemos atender a la política global en lugar de a los casos individuales. La pregunta es: ¿sirve la política a la causa de los derechos o la obstruye?

      Con estas dos razones, aplicadas de diversa manera y convenientemente utilizadas para refutar a sus adversarios, Dworkin deja de lado el molesto inconveniente de los derechos individuales y recurre a la “teoría moral” contenida presuntamente en la Constitución. Esta teoría defiende un derecho principal, que es el derecho a ser tratado como igual, un derecho que se traduce en todo un sistema de desventajas y privilegios que se distribuyen según la pertenencia a determinados colectivos, y no por su condición de ciudadanos o por su pertenencia a la especie humana.

      No es del todo incorrecto afirmar que un individuo no tiene derecho a ser considerado únicamente por sus méritos al solicitar un beneficio educativo. Pero la razón es distinta a la que sostiene Dworkin. Un beneficio es un don, y es derecho del donante concederlo como desee. Si esta fuera la suposición de Dworkin, entonces estaría argumentando dentro de la gran tradición liberal americana y oponiéndose a la creencia de que hay derecho a coaccionar a los individuos si existe un interés político. Pero no tiene ninguna duda sobre la conveniencia de esto último. A su juicio, en ese caso concreto, se debe obligar a la facultad de Derecho a conceder plazas según los dictados políticos. Por ejemplo, no tendría derecho a conceder plazas solo a hombres blancos. Pero la política no es la clásica política meritocrática defendida por la Cláusula de Igual Protección de la Constitución. Esta política crea desigualdad social y, como advierte Dworkin, «tenemos que tener cuidado en no usar la cláusula de Igual Protección para engañarnos a nosotros mismos sobre la igualdad». No debemos permitir que nuestro celo por los derechos individuales obstruya políticas que causarían mayor igualdad, al menos a juicio de Dworkin, y a largo plazo, derechos más efectivos.

      El ejemplo es muy interesante. Muestra la facilidad con que el liberal puede privar a su oponente de su única defensa. El liberal razona así: “Yo no reconozco ningún argumento excepto el de los derechos individuales, y las políticas debe asegurarlos”. Pero cuando el conservador pretende defender sus derechos, el liberal tira de la alfombra debajo de él, afirmando que “eso no son derechos”. Según el conservador, si se concede un privilegio, o bien es un don, en cuyo caso el donante decide cómo distribuirlo, o bien es un derecho, y entonces la posición predeterminada, reconocida por la Constitución, es la de “igual tratamiento”. Otra cuestión, de naturaleza judicial, es saber qué significa en cada caso concreto “igual tratamiento”. Pero implica reconocer a cada persona los derechos que le garantiza la Constitución, ni más ni menos.

      En

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