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que piensen igual o tengan similares creencias, pero estén en estados emocionales muy discordantes, no podrán convivir o su relación será muy difícil. Es más importante para convivir en sociedad poner el acento en lo que sienten los individuos que en lo que piensan, ya que se puede convivir pensando distinto, si lo que se siente en ese momento es armónico. Una tertulia entre personas de ideologías muy dispares puede mantenerse sin dificultad, siempre que la emoción que sienten respecto a los otros sea adecuada para la convivencia. Sin embargo, tertulianos que tienen las mismas creencias pueden terminar rompiendo la relación si las emociones que sienten entre ellos chocan e impiden la convivencia.

      Es por esta diferencia de lógicas y maneras de procesar por lo que el ser humano ha llegado tan lejos en la evolución, ya que tiene un cerebro que puede analizar, incluso, su propio análisis. Es majestuoso tener un órgano que puede analizarse a sí mismo, que intenta comprenderse y, desde ahí, puede avanzar. Es algo único en la naturaleza. Nadie ni dada, incluidas las máquinas, puede hacer esto.

      Pero, precisamente por esta capacidad, es habitual que podamos tener enfermedades virtuales como la tuya, Montse. Sufres por lo que imaginas, piensas o fantaseas, sin que nada de lo que ocurre en tu mente esté pasando en la actualidad. El ser humano puede estar viviendo un mundo atroz, porque aquello que imagina, para una parte de su cerebro, es la realidad.

      Robert Sapolsky, en su tedioso pero fantástico libro “¿Por qué las cebras no tienen úlcera?” nos indica que al no tener las cebras cerebro humano su presente termina en el presente. Por ello, el mejor momento, el momento más seguro y tranquilo de una cebra es cuando las leonas están devorando a una compañera. Es el momento donde se ponen a comer plácidamente, ya que no tienen cerebro que imagine la atrocidad que acaba de suceder hace unos minutos cuando fueron atacadas por las leonas. Aprender a saber lo que es realidad y lo que es solo fantasía, aprender a saber que lo que te indica tu cerebro es que no hagas algo parecido a lo que tanto te hizo sufrir en el pasado es fantástico para sobrevivir; pero si caemos en la trampa del pensamiento, la fantasía o la imaginación y permitimos que lo que nunca más va a ocurrir siga vigente, es como si el bebé, el niño, el adolescente, el joven siguieran estando presentes, aunque ya no existen. Ya sabes: “para que el pasado pase, el futuro puede esperar”.

      Montse tenía la respiración propia de un sueño profundo, por lo que Natalia recogió su historia y salió despacio de la habitación para dirigirse al encuentro de Mª Luisa. Ahora le tocaba a ella y, por eso, después de todo lo que le había dicho a Montse, se dio cuenta de que cuando las cosas no están del todo resueltas por dentro, aunque de manera racional sepamos lo que tenemos que hacer, a nivel emocional seguimos sin saber hacerlo. Y es que, a medida que iba dirigiéndose a la entrada principal del hospital, sentía de nuevo como si un globo se inflara en su pecho, pero esta vez no era por estar al lado de Pedro. Cuando vio la cristalera, observó cómo Mª Luisa ya estaba al otro lado esperando.

      Mª Luisa era una mujer de 72 años, muy atractiva, aunque nunca se había cuidado para aparentarlo. Desde muy pequeña tuvo que cuidar de su abuela, ya que su abuelo murió joven y, posteriormente, se hizo especialista en cuidar personas mayores que se habían quedado solas. Pero un día tuvo la fortuna de poder trabajar cuidando a Natalia. Fue su mejor trabajo, ya que en realidad floreció en ella una nueva manera de ver el mundo. Hasta ese momento había observado la vida desde balcones de personas mayores que se habían quedado ancladas en el pasado y que percibían el futuro como un fantasma que acechaba. Poder cuidar a un bebé, a Natalia, la sacó de ese secuestro que surge en las personas que, como Mª Luisa, desde muy jóvenes, tienen que servir a otros. Con Natalia no tenía que servir a nadie; solo tenía que acompañar, compartir, descubrir, enseñar, admirar, es decir, querer y sentirse querida, como cualquier persona que convive con un bebé.

      Después, cuando Natalia tuvo cerca de los tres años y fue a la guardería, Mª Luisa salió de ese círculo de vivir para cuidar. Fue capaz de decirles a sus padres que tenía toda una vida por delante y se marchó de Sanxenxo, que en aquellos entonces, años 80 del siglo pasado, estaba en plena transformación de pueblo marinero a lugar turístico. Y así comenzó realmente la vida de esta señora, a sus 36 años. Pronto conoció en Madrid a quien terminó siendo su marido, con el que tuvo dos hijos. Desde hace seis es viuda, porque el destino quiso que Juan no ganase la batalla a una de esas enfermedades que nos dejan sin una segunda oportunidad. Fue pionera en una empresa fantástica, el teléfono de la esperanza, y aunque no tenía estudios, a sus 54 años y cuando sus hijos ya tenían diez y doce, estudió por la UNED sociología. A los 62 consiguió su licenciatura, trabajando como socióloga dentro del patronato del teléfono de la esperanza y, aunque siempre hizo lo mismo, escuchar, comprender y ayudar a otros, la licenciatura le permitió hacerlo con una sensación de oficialidad.

      Mantuvo siempre una relación muy estrecha con la madre de Natalia, podría decirse que terminaron siendo amigas íntimas, de esas amigas en las que los secretos quedan en lo más profundo de la intimidad. Curiosamente, con el resto de la familia tuvo poca relación, así que Natalia, aunque sabía que había una Mª Luisa que la había cuidado de pequeña, no era consciente de lo que esto podía significar hasta que, por la mañana, se la encontró esperándola en la recepción del hospital.

      Había estado los tres primeros años de su vida con esta mujer más tiempo que con su madre, con la importancia que tiene para el aprendizaje y lo que condiciona nuestros guiones personales, es decir, nuestros esquemas emocionales o nuestra forma de emocionarnos ante el mundo. Natalia se sentía como si, a sus 33 años, se le diera un libro donde estaba escrito todo lo que vivió en sus tres primeros años de vida. Alucinante.

      – Conozco un restaurante donde dan comida muy rica y en el que podemos hablar sin tener que gritarnos, está aquí mismo –dijo Natalia.

      – Genial, lo importante es que por fin podamos hablar –indicó Mª Luisa, encogiendo sus hombros.

      – Bueno, cuéntame, Mª Luisa, ¿cómo era de bebé? –preguntó Natalia, mientras caminaban hacia el restaurante agarradas del brazo.

      – De recién nacida, como todos los bebés, muy despierta, deseando conocerlo todo... Se notaba que tenías bien activada esa emoción tan importante y de la que muy pocos hablan: la curiosidad.

      – ¿Desde qué edad estuviste conmigo? –insistió Natalia, con el afán de saber cosas de su pasado.

      – Desde tu segundo mes de vida. Estuve contigo en cuanto tu madre tuvo que volver al Instituto. Recuerdo el primer día que te vi, estuve con tu madre toda la tarde pasándote de sus brazos a los míos y de los míos a los de tu madre, como si estuviéramos haciendo un ritual para que te acostumbraras a que sus brazos y los míos para ti iban a ser lo mismo. Lo más difícil para las dos era saber que tú te sentirías conmigo como con tu madre pero, a la vez, que yo no sería la madre. Tienes una madre muy valiente que, en todo momento, tuvo un dilema al tener que dejar de cuidar a sus tres hijos tan pequeños para seguir con su trabajo.

      – ¿Y cómo me portaba contigo? ¿No lloraba cuando se iba mi madre? –dijo Natalia.

      – Para nada. Si llorabas era porque tenías que llorar, como todos los niños, pero no porque sintieras que tu madre se alejaba de ti. Yo te daba el biberón y tu madre la teta. Hasta que yo llegué a tu casa tu madre te estuvo dando el pecho y a partir de los tres meses, en el tiempo que yo estaba contigo, te daba solo tres o cuatro biberones; uno hacia las diez de la mañana, otro al mediodía y otro a las tres o cuatro de la tarde. A las cinco ya estaba tu madre contigo y te volvía a dar la teta. Que conste que los biberones que yo te daba eran de la leche de tu madre, estuviste tomando leche de tu madre hasta que cumpliste nueve meses. Después, eras tan glotona que comenzamos a darte ayudas con cereales y demás, y desde ahí ya solo querías alimentarte con ello. Date cuenta de que desde las ocho de la mañana, que te dejaba tu madre conmigo, hasta las cinco de la tarde era mucho tiempo para tener la leche en su pecho sin sacarla; además, ella era una verdadera defensora de la lactancia materna y de las tomas a demanda, así que se extraía la leche de forma manual, siendo una verdadera especialista, empleando la técnica de Marmet; después, yo te daba esa leche que ella extraía de su pecho en tus tomas de biberón. Ella te daba la teta y yo, de alguna manera, te daba el “bibe”, que suena igual que “vive”.

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