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Robert tenía toda la razón, y uso constantemente el aceite y el ajo en la cocina. Pero, a veces, cuando tengo la guardia baja, percibo aquel olorcillo y me siento transportado al arrozal. Cosas así nunca se olvidan del todo.

      Regresé a casa, devolví el préstamo a mamá, me instalé en una habitación de alquiler y aún me quedó dinero suficiente para viajar hasta Sheffield y visitar a Dominique, que para entonces era ya una encantadora criatura de un año. Pat había vuelto al mundo de la farándula y sus padres cuidaban de nuestra hija. Hacían un trabajo magnífico. Claire y Reg fueron muy hospitalarios conmigo y siempre les agradeceré todo lo que hicieron por Dominique. Me alivió comprobar la entrega con la que habían acudido a nuestro rescate, y prometí visitarlos siempre que pudiera. De vuelta a Londres, en el tren, incluso me permití relajarme y creer que mis problemas se habían terminado.

      Ni mucho menos. Mi agente, Jimmy Fraser, vio la versión definitiva de Infierno en Corea y me dio puerta al instante. Para ser sincero, desde el primer minuto fue reacio a incluirme en su cartera de representados.

      —Tienes algo, Michael —me dijo cuando lo visité en su gran despacho de Regent Street—. Que me aspen si sé lo que es y no tengo la menor idea de cómo voy a venderlo, pero voy a representarte durante un tiempo, a ver si se me aclaran la ideas.

      Bueno, pues ya se le habían aclarado las ideas. Me dijo que, si no me teñía las pestañas y las cejas, no llegaría a ninguna parte. El tiempo demostraría que no tenía razón, pero su impresión sobre mí en Infierno en Corea sí que era acertada. En las pocas escenas mías que sobrevivieron a la sala de montaje estaba fatal. Tampoco es que mucha gente tuviera ocasión de comprobarlo: con un apabullante sentido de la oportunidad, la película se estrenó la noche que invadimos Suez.

      Después de que Jimmy me diera la patada, encontré a otra agente, Josephine Burton, pero los trabajos no entraban ni con rapidez ni en suficiente cantidad y tuve que volver a vivir con mamá y Stanley. En el horizonte no había ninguna película, pero conseguí un papel en uno de los legendarios espectáculos que el Theatre Workshop, la compañía de Joan Littlewood, ofrecía en el West End. Todos los miembros de la compañía eran comunistas militantes. Yo había apoyado el capitalismo en Corea y ahora tenía la oportunidad de comprobar cómo funcionaba el otro lado. No me impresionó demasiado: los sueldos eran más bajos que en Horsham y los diálogos me dieron la impresión de ser muy artificiales. Pero por aquel entonces yo no tenía la menor idea de qué era el proletariado… y me sorprendió enormemente descubrir que yo formaba parte de él.

      Pronto resultó evidente que Joan no me consideraba apto para ser un actor del método, la técnica desarrollada por el ruso Konstantín Stanislawski a la que ella había entregado su vida. En realidad, después, he basado todas mis interpretaciones en ese método y en su principio básico de que los ensayos son el auténtico trabajo y la interpretación es relajación: perfecto para el cine. Sin embargo, en aquella época, Joan era inflexible con mis carencias.

      —¡Fuera! —me dijo en cuanto hice acto de presencia en el escenario para mi primer ensayo—. Y entra otra vez.

      Hice lo que me pedía.

      —¡No! —gritó cuando reaparecí—. No voy a permitirlo.

      Yo no tenía ni idea de a qué se refería, así que pregunté:

      —¿Qué es lo que no vas a permitir?

      —¡Tus aires de estrellita! ¡Esto es un grupo de teatro!

      Hice todo lo que pude por integrarme en el resto del elenco, pero Joan nunca lo vio muy claro. Cuando terminaron las representaciones, me largó de la compañía con lo que, desde la perspectiva de hoy, fue un halago inintencionado:

      —A la mierda Shaftesbury Avenue5. Solo sirves para estrella de cine.

      Lo cierto es que Joan era la única que confiaba en que yo alcanzaría el estrellato. Los siguientes meses, los siguientes años, fueron muy complicados. Me acercaba a menudo a una agencia de contratación de actores en Trafalgar Square dirigida por un tal Ronnie Curtis con la esperanza de conseguir algún papel sin diálogo en teatro, televisión o cine, lo que fuera. En cierta ocasión me dieron un papel tan solo porque me iba bien el uniforme de policía que la compañía de cine ya tenía en el armario. Cuando no trabajaba (la mayor parte del tiempo) y ya no aguantaba sentado en la oficina de Ronnie, iba a los lugares que frecuentaban los demás actores jóvenes y desempleados: el café junto al Arts Theatre de Shackville Street, el pub ­Salisbury en St. Martin’s Place, la cafetería ­Legrain en el Soho o el Raj’s, un garito ilegal. Saber que las cosas estaban igual de complicadas para todos era un gran alivio, pero fue una época muy desalentadora. Y no solo por la falta de trabajos: cada vez que me rechazaban en una prueba, tenía que recomponerme y volver a empezar. Algunas personas han criticado las sumas de dinero que he ganado haciendo cine. Y yo siempre recuerdo aquellos diez años de durísimo trabajo, de miseria, de pobreza y de incertidumbre que tuve que atravesar para poder situarme en la casilla de salida. Como actor desempleado no podía alquilar una habitación, pedir un préstamo al banco ni hacerme un seguro. No me sorprende que muchos acaben tirando la toalla.

      Yo estuve a punto de ser uno de ellos. Una noche, cuando estaba al mismísimo límite, hice mi habitual llamada a ­Josephine. Cada tarde, a las seis en punto, todos los jóvenes aspirantes a actores nos abalanzábamos sobre las cabinas telefónicas de Leicester Square para llamar a nuestros agentes y comprobar si ese día había entrado algo para nosotros. Generalmente no había nada, pero en esta ocasión Josephine tenía buenas noticias: me había conseguido un pequeño papel en una representación para televisión de The Lark, de Jean Anouilh, cortesía de Julian Aymes, el director de Infierno en Corea, que había preguntado por mí. Solo había un problema: tenía que afiliarme a Equity, el sindicato de actores, y en sus registros ya había un actor con mi nombre artístico, Michael Scott. Josephine me dio un plazo de media hora para cambiarme el nombre y así poder devolver el contrato firmado. Colgué el teléfono y me senté en un banco de Leicester Square. Al igual que ahora, aquel era el lugar donde se estrenaban todas las películas. Recorrí con la vista los cines, los nombres iluminados de todas las estrellas, y traté de imaginarme entre ellos. ¿Michael qué? Y entonces lo vi. Humphrey Bogart, mi actor favorito, mi ídolo, protagonizaba El motín del Caine. Caine. Porque era corto, porque era fácil de pronunciar y porque me sentía un amotinado. Y porque, como el Caín del Antiguo Testamento, yo también había sido expulsado del paraíso. Así me llamaría: Michael Caine.

      4. Todos tenemos algún golpe de suerte…

      Ya tenía un nombre que encajaba en las carteleras, pero las carteleras escasearon a lo largo de los siguientes años. Conseguía algún papelito en el cine o la televisión, incluidos un par de episodios de la popular serie de policías Dixon of Dock Green (la Policía de barrio de la época), pero nada importante, de manera que me puse a buscar otra ocupación para llegar a fin de mes. Acepté un trabajo de portero de noche en un pequeño hotel, en Victoria. Dinero fácil, pensaba yo. La clientela era muy afable —el hotel tenía muchísimo éxito entre las parejas apellidadas Smith (por lo general, el señor Smith era un soldado americano)— y me permitía acudir a las pruebas de reparto en horario diurno, en el caso improbable de que me llamasen. Pero, como de costumbre, aquello no resultó tan sencillo como parecía. Una noche me disponía a retomar mi libro tras acompañar a sus habitaciones a un grupo de seis clientes borrachos como cubas y a seis señoritas cuando escuché un tremendo jaleo proveniente del piso de arriba. Allá cada cuál, pensé con intención de ignorarlo, pero al cabo de un rato me di cuenta de que aquello iba en serio. Estaban pegando a una chica. Y a ella no le gustaba. Subí las escaleras a toda velocidad con el estilazo de mi ídolo, Humphrey Bogart, forcé la puerta cargando con un hombro (no estaba cerrada), aparté al tipo de la chica y lo noqueé. Ya estaba dando los toques finales a mi papel de caballero en su brillante armadura ayudando a vestirse a la muchacha (que estaba muy asustada) y tranquilizándola, cuando me rompieron una botella en la cabeza y me dejaron inconsciente. Había olvidado a los cinco amigos de aquel tipo. Y ahora estaban lo bastante sobrios como para darme una buena paliza.

      El mundo es un pañuelo: el hijo del propietario de aquel hotel es Barry Krost, cuyo primer salto a la

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