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me habría encantado estar en su lugar cuando tenía su edad. A fin de cuentas, ¿qué había aprendido yo en nueve años actuando que no pudiera haber aprendido en la academia? Sobreviví. En cierta ocasión, me preguntaron cuál era mi mayor talento como actor y yo respondí: «La supervivencia. Seguiré en el candelero a los setenta años». Y, en fin, escribo estas líneas con setenta y siete años…

      Aunque en Horsham aprendía rápidamente el arte de la actuación, seguía sufriendo de un acusado miedo escénico: siempre tenía un balde tras el telón para poder vomitar antes de salir al escenario. Ya me asignaban papeles más importantes, pero seguía poniéndome malo, y a las náuseas se sumaron violentos temblores que empeoraban cada semana. En una ocasión, estábamos representando Cumbres Borrascosas y, fruto de un espectacular error de reparto, yo interpretaba al alcohólico y trastornado Hindley Earnshaw, dando la réplica a Edgar —el delicado y diminuto amigo de Alwyn D. Fox—, que interpretaba a la bestia parda de Heathcliff. Sorprendentemente, la magia del teatro se mantuvo intacta hasta que llegó el momento en que Heathcliff tenía que moler a golpes a Hindley Earnshaw y la cuarta pared se rompió en mil pedazos. En realidad, tras una semana de representaciones, yo ya sufría unos temblores y escalofríos tan acusados que incluso habiendo intercambiado los papeles Edgar habría ganado de calle… Y, en la matinée de aquel sábado, me desmayé.

      Era malaria cerebral. No es algo que uno asocie a Sussex, y con razón. Al parecer, Corea todavía no había dicho su última palabra. Cuando al fin me dieron el alta en el hospital y volví a casa con mamá, había perdido casi veinte kilos, toda la ropa me quedaba grande y mi cara presentaba un horrible tono amarillento. Me dijeron que ese tipo de malaria era incurable y que tendría que medicarme durante el resto de mi vida, de la que probablemente no me quedaban más que unos veinte años. Obviamente, Hollywood dejó de parecerme posible. En cuanto pude, llamé a Alwyn.

      —¡¿Dónde te habías metido?! —resopló—. ¡Pensábamos que nos habías dejado tirados!

      Yo estaba tan angustiado que me eché a llorar.

      —Te lo tengo que advertir —dije tratando de contener las lágrimas—: ya no parezco el mismo.

      —¡Como si no lo supiera! Te visité en el hospital. No te preocupes, programaremos una temporada de obras de terror.

      A las dos semanas de mi regreso a Horsham, volvieron a citarme en el hospital. El Ejército había dado con un experto en enfermedades tropicales que había desarrollado un tratamiento para mi tipo de malaria y yo iba a ser su conejillo de Indias. No era el único. Llegué al pabellón indicado y encontré allí a todos los compañeros de mi escuadrón, todos del color de las flores de narciso. Nos amarraron a las camas. El fármaco que nos administraron aumentaba tanto la densidad de la sangre que el menor movimiento podía producirnos un desmayo. Nunca supe exactamente qué fue lo que el coronel Salomons nos dio para curarnos, pero aquí sigo, ya no estoy amarillo y abandono Inglaterra todos los inviernos porque no deseo volver a tiritar jamás.

      Me recuperé y llamé de nuevo a Alwyn para saber si conservaba mi puesto, pero la compañía había cerrado mientras yo estaba en el hospital. No volví a ver a Alwyn ni a Edgar. Años después, estando en Beverly Hills, recibí una carta remitida por un asistente social de Hammersmith, Londres. Me contaba que tenían ingresado, tumbado en una cama y desahuciado, a un anciano llamado Alwyn D. Fox. También decía que el señor Fox sostenía haber sido el descubridor de Michael Caine. Que probablemente era todo un delirio pero que, si había algún atisbo de verdad en sus reclamaciones, quizá yo podría escribir una carta al señor Fox y enviar algo de dinero para hacer más llevaderos sus últimos días. Inmediatamente, escribí confirmando la historia de Alwyn y adjunté un cheque de cinco mil dólares. Dos semanas después, recibí otra carta de aquel asistente social en la que me devolvía el cheque. A Alwyn le había encantado mi carta, decía, y el día que la recibió estuvo enseñándosela a todo el mundo en su pabellón. Murió esa misma noche.

      La ausencia de Alwyn Fox significaba la ausencia de trabajo para mí. Volví a Solosy’s y me hice con otro ejemplar de The Stage. Tras mi etapa en Horsham consideraba haber dejado atrás la categoría de ayudante de director de escena y ya podía presentarme (echando mano de una pequeña licencia artística) como «joven con experiencia». Por desgracia, llevé demasiado lejos la licencia artística y en mi currículo incluí el papel de George en George and Margaret, una obra muy popular que habría sido la próxima producción en Horsham. Fui convocado a una prueba de reparto en Lowestoft, una ciudad de la costa este. Al llegar comprobé que el director, de setenta años, mostraba cierta hostilidad.

      —Aquí pone que interpretaste a George en George and Margaret —dijo, dando a entender que algo no cuadraba.

      —Sí, así es —repliqué, decidido a mantener la farsa.

      —¡Eso es mentira! —rugió—. ¡Ni siquiera has visto la obra! ¡Los actores se pasan dos horas esperando que se presenten George y Margaret y no llegan a aparecer nunca!

      A pesar de todo —o quizá porque le gustó el modo en que me hice el indignado—, conseguí el trabajo. Aprendí mucho de aquel taimado anciano. En concreto, se me quedaron grabados tres de sus consejos. En una de las obras que hice en Lowestoft tenía que interpretar a un borracho y salí a escena dando bandazos. El director alzó los brazos para detener el ensayo.

      —¿Se puede saber qué estás haciendo? —preguntó.

      —Interpretar a un borracho —dije ofendido.

      —Exacto. Estás interpretando a un borracho. Y yo te pago para que seas un borracho. Un borracho intenta simular que está sobrio, y tú simulas estar borracho. Lo estás haciendo justo al revés.

      Dio en el clavo. En otra ocasión, yo estaba sobre el escenario y no tenía que pronunciar ninguna frase. El director alzó la mano y, de nuevo, dijo:

      —¿Se puede saber qué estás haciendo?

      —¡Nada! —repliqué.

      —Exacto. No tienes diálogo, pero estás sobre el escenario y estás escuchando lo que dicen los demás. Y, en realidad, tendrías mucho que decir, pero has decidido no hacerlo. Eres tan parte de la escena como los personajes que están hablando. El cincuenta por ciento de la interpretación consiste en escuchar, y el otro cincuenta por ciento en reaccionar a lo que se dice.

      Dio en el clavo. Recuerdo también una escena en la que debía llorar. A mí me parecía que estaba saliendo muy bien, pero el director volvió a interrumpirme con aquella frase que ya había escuchado más veces de las que me habría gustado.

      —¿Se puede saber qué estás haciendo? —gritó.

      —Llorar —dije muy ofendido por su impasibilidad ante mi actuación.

      —¡No, de eso, nada! Yo veo a un actor intentando llorar. Un hombre de verdad trata desesperadamente de no llorar.

      Una vez más, dio en el clavo.

      Estaba más que dispuesto a atenerme a las reglas del teatro en lo tocante a la interpretación, pero también estaba decidido a no permitir que mi estatus de protagonista joven interfiriese en mi vida sentimental. Me había enamorado de una mujer inalcanzable: la actriz principal de Lowestoft, Patricia Haines. Pat era una verdadera belleza, dos años mayor que yo, a años luz de mí en sofisticación, y una actriz brillantísima que no necesitaba añadir papeles extra a su currículo. Aunque siempre era muy educada, daba la sensación de que aún no había percibido mi presencia. En realidad, daba la sensación de que ni se había enterado de que había un nuevo protagonista joven en la compañía, por mucho que yo lanzara a menudo miraditas elocuentes en su dirección.

      Las cosas siguieron así durante un par de semanas, hasta que una noche, tras la representación, uno de los actores dio una fiesta. Como de costumbre, Pat era el centro de atención. Como de costumbre, me saludó con una breve sonrisa y luego me ignoró por completo. Comprendí que mi amor por ella estaba condenado a no ser correspondido y me concentré en ponerme de alcohol hasta arriba. Me pasé la noche sentado, solo, hundido en la miseria, hasta que los invitados empezaron a retirarse. En el preciso momento en que contemplaba la

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