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aparentemente cogido por los pelos: tenía alquilado un equipo de radio por el que pagaba dos chelines y seis peniques a la semana, cuando podía haberse comprado su propio equipo por cinco libras. Al cabo de los años se dejaría al menos cien libras en ese alquiler, pero carecía de la confianza suficiente como para dar el salto e invertir en algo que le habría ahorrado un buen dinero.

      La graduación de mi hija Natasha, en la Universidad de Mánchester, fue una de las cosas que más orgullo me han causado jamás. Fue la primera de la familia en ir a la universidad. Para sus hijos —mis nietos— será lo normal. Mi padre pertenecía a una generación que no dejaba traslucir sus emociones lo más mínimo, pero sé que también se habría sentido muy orgulloso.

      Años después de la muerte de papá, y en un mundo totalmente distinto, fui a la fiesta de cumpleaños del hijo de mi amigo Wafic Saïd, el magnate de fama internacional que fundó la Saïd Business School en la Universidad de Oxford. La fiesta tuvo lugar en un moderno salón de celebraciones ubicado en lo que fue la antigua lonja de Billingsgate. Sentado allí, dando sorbitos a una copa de champán y comiendo caviar, me di cuenta de que frente a mí veía el lugar exacto donde se emplazaba el puesto de pescado de mi padre, allá donde yo solía ayudarlo los fines de semana. Junto a mí se encontraba la princesa Miguel de Kent, que charlaba animadamente.

      —¿Conoce al presidente Putin? —me preguntó, y era como si su voz me llegase desde un lugar muy lejano.

      —No, no lo conozco.

      Se inclinó hacia mí y tocó mi brazo.

      —Tiene usted los ojos llorosos.

      —Se me ha metido algo —mentí, echando mano de mi pañuelo.

      Para mi padre, lo único bueno de su trabajo en Billingsgate era que le permitía salir a mediodía y pasarse a ver a los corredores de apuestas. Era un jugador empedernido. Su sempiterna mala suerte en las carreras de caballos fue la causa principal de mis primeras actuaciones en la puerta de casa. Era mamá quien se ocupaba de que no nos faltase de nada. Dedicó su vida entera a mi hermano y a mí y se aseguró de cubrir todas nuestras necesidades, aunque vivíamos en un mundo de segunda mano. Ropa de segunda mano y zapatos de segunda mano, una idea pésima cuando aún te están creciendo los pies. A los cuatro años ya había superado el raquitismo, posiblemente gracias a subir y bajar a la carrera los cinco tramos de escaleras que había entre nuestro piso y el único aseo del edificio, que se encontraba en el jardín y que compartíamos con otras cuatro familias. Desarrollé unas piernas y una vejiga extraordinariamente resistentes, pero lamenté tener que prescindir de los zapatos ortopédicos. Al menos aquellos sí eran de mi talla.

      Cuando llegó el momento de empezar a ir al colegio, casi todos mis problemas físicos se habían solucionado. O, mejor dicho, habían revertido. De ser un adefesio había pasado a ser una auténtica monada. Tanto que mi maestro en el John Ruskin Infants’ School se fijó en mi ensortijado cabello rubio y mis grandes ojos azules y me bautizó como «el ricitos». Grave error. Tras dos o tres días encajando golpes y patadas de los otros niños, mi madre irrumpió en el patio del centro con paso marcial. Me espetó: «A ver, ¿quiénes son los que te pegan?». Los señalé. Después de aquella somanta de palos, se acabaron mis problemas. Pero no me hacía ninguna gracia que tuviera que ser mamá quien me sacase las castañas del fuego, así que pregunté a papá qué debía hacer. «Pelea», me dijo inmediatamente. «Perder no es humillante. Lo humillante es ser un cobarde». Se arrodilló ante mí, levantó los puños y me pidió que le pegara. Pillé la idea bastante rápido. Después de eso nadie volvió a molestarme.

      Pelearse en el colegio era una cosa y las escaramuzas del Llanero Solitario contra los malos cada sábado por la mañana, otra, pero la auténtica bronca estaba a la vuelta de la esquina. Mi hermano y yo tuvimos conocimiento de ella cuando nuestra madre se sentó con nosotros y nos dijo que tendríamos que irnos a vivir al campo porque un señor muy malo que se llamaba Adolf Hitler quería bombardear nuestra casa. Nosotros no entendíamos nada. No conocíamos a ningún Adolf. ¿Cómo podía saber él dónde vivíamos? Poco a poco, la realidad de la guerra fue calando en nuestro pequeño mundo. Primero fueron las máscaras antigás. Nos las entregaron en la escuela y cuando te las ponías parecías Mickey Mouse. Nos las probamos para ver si encajaban bien y yo, al igual que el resto de la clase, salí corriendo al patio con ella puesta. Casualmente, la válvula de aire de la mía estaba obstruida y caí redondo, desmayado, por la falta de oxígeno. Al parecer, no di la talla y, para mi vergüenza, me mandaron a casa. Aquello me pareció tremendamente injusto y despertó en mí una aversión al olor del caucho que aún hoy perdura.

      Nunca olvidaré el Día de la Evacuación. Mi padre se pidió el único día libre de su vida para venir a casa y despedirse. Stanley y yo vestíamos nuestras mejores galas, unas peludas camisas de lana. En la vida me había picado tanto una prenda (hasta que entré en el Ejército). Los cuellos nos ahogaban y nos prendieron en las chaquetas una etiqueta con nuestro nombre. Hasta el momento en que fuimos al patio del colegio, mamá hizo como que todo aquello era un juego. Pero entonces una de las madres empezó a llorar, y luego otra, y finalmente todas —incluso la nuestra—, y entonces nos dimos cuenta de que aquello no era ningún juego. Partimos en fila india, yo agarrando con fuerza la mano de mi hermano. Me di la vuelta para ver a mi madre por última vez, agitando su pañuelo y llorando… y metí el pie hasta el fondo en una mierda de perro gigantesca. Fui objeto de inmisericordes abucheos y silbidos y me mandaron, solo, al final de la fila. Caminaba con las lágrimas resbalando por mis mejillas, y aquello debió de despertar la compasión de una de las profesoras, que se me acercó, me dio un abrazo y me dijo:

      —Trae suerte. —Mi mirada denotaba tanta incredulidad que insistió—: En serio. Ya verás.

      Aquello creó cierto precedente, porque, años más tarde, cuando rodaba la escena inicial de Alfie, caminando por el paseo junto al puente de Westminster, repetí la operación. El director, Lewis Gilbert, gritó «corten» y se volvió hacia mí, que saltaba a la pata coja para cambiarme el zapato afectado.

      —Trae buena suerte —me dijo.

      —Lo sé —repliqué—. Ya me lo dijo mi maestra.

      Y procedimos a rodar la segunda toma de la película que me convertiría en una estrella. ¿Lo ven? Hay que confiar siempre en las maestras.

      Aquella primera evacuación no se prolongó demasiado. Stanley y yo fuimos los últimos niños que quedaron en el punto de reunión de Wargrave, Berkshire, y hubo de rescatarnos una encantadora mujer que nos condujo en un Rolls Royce hasta una casa inmensa. Una vez allí, nos colmaron de atenciones, pastel y limonada. Aquello parecía demasiado bueno para ser verdad. Efectivamente. Al día siguiente apareció por allí un funcionario metomentodo graznando que estábamos demasiado lejos de la escuela y que nos separarían y llevarían a otro sitio.

      A Stanley lo acomodaron con una enfermera del barrio y a mí me acogió una pareja de sádicos. Mamá no podía venir a visitarme porque los alemanes bombardeaban las vías del tren. Cuando al fin pudo hacerlo, me encontró cubierto de llagas y famélico. Las personas que acogían a los evacuados recibían una compensación económica para cubrir los costes de manutención, y mis anfitriones decidieron ahorrar lo máximo posible: mi dieta consistía en una lata de sardinas diaria. Y lo que es peor, solían pasar fuera los fines de semana y me dejaban encerrado en un armario, bajo las escaleras. Nunca lo olvidaré: sentado en la oscuridad, hecho un ovillo, llamando a mi mamá con lágrimas en los ojos. El tiempo dejaba de existir. La experiencia me traumatizó tanto que sigo teniendo fobia a los espacios pequeños y cerrados, y aborrezco cualquier forma de crueldad hacia los niños. Todas mis acciones benéficas tienen como destinatarios a los niños, y muy especialmente a la NSPCC1. En resumidas cuentas, todo aquello me convenció de que prefería las bombas que estar encerrado en el armario. Por suerte, mi madre estuvo de acuerdo y nos llevó a Stanley y a mí de vuelta a Londres, decidida a no volver a separarse de nosotros.

      El bombardeo de Londres estaba en su apogeo y me dio la impresión de que Adolf Hitler había descubierto nuestra dirección. Las explosiones se escuchaban cada vez más cerca. Cuando las bombas incendiarias convirtieron Londres en pasto de las llamas, mi madre decidió que ya era suficiente. Llamaron a mi padre para

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