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muevas. Cuando preguntaron al legendario bailarín de ballet Robert Helpmann —al hilo del estreno en Londres del espectáculo de variedades Oh! Calcutta, interpretado por bailarines desnudos— si él se avendría a bailar desnudo, respondió: «Terminantemente, no». Y ante la cuestión de por qué no, repuso: «Porque no todo se detiene cuando lo hace la música». Un hombre sabio.

      Incluso contando con la cara adecuada, tienes que irradiar cierto sentido del humor. Creo que soy un buen actor dramático, pero transmito la impresión de que conmigo uno se puede echar unas risas. Se establece una conexión entre el actor y su público que va mucho más allá del papel que interpretas y que no tiene nada que ver con tus dotes interpretativas. Carisma. Lo tienes o no lo tienes. ¿Quién lo tiene, hoy en día? Yo señalaría a Jude Law, Clive Owen y Matt Damon. De entre ellos, me identifico con Jude Law. Al fin y al cabo, se me parece un poco… y ha hecho remakes de dos de mis películas. Y también me identifico con él en otro sentido. La prensa se pasa el día criticando su vida privada. Cuando trabajamos juntos en La huella, un crítico mencionó que se había beneficiado a la niñera, y yo pensé: «Espera un momento… ¡Pero si no se beneficia a ninguna niñera en la película!». Es un actor magnífico, un gran padre… y un poco mujeriego, como lo era yo, aunque quizá yo me lo montaba mejor para que no trascendiera. Pero antaño, cuando mis colegas y yo nos dábamos la gran vida y salíamos con un montón de chicas, no teníamos que vérnoslas con los paparazzi y las revistas de cotilleo, a diferencia de las estrellas actuales. Hoy en día no nos habríamos ido de rositas.

      3. Levando anclas

      Aún hoy la gente me pregunta si el personaje de Alfie está basado en mí. Cuando se estrenó la película, los periodistas me acribillaban con la misma pregunta: «Alfie eres tú, ¿verdad? Eres un joven ­cockney, te gustan las chicas como a él…». Yo respondía invariablemente: «Sí, soy cockney, pero ¿acaso somos iguales todos los cockney? ¿Todos los cockney a los que nos gustan las chicas somos el mismo género de persona?». Había algo que no acababan de comprender —y aún hoy presiento que algunos siguen sin entenderlo—, y es que Alfie trataba a las mujeres de forma diametralmente opuesta a como yo lo habría hecho.

      En realidad, para interpretar a Alfie me basé en un tal Jimmy Buckley que apareció un día por el Clubland, dejando fascinadas a todas las chavalas. Jimmy tenía carisma. En aquel momento no supe identificar en qué consistía (creo que no habría sabido ni deletrear la palabra), pero supe que funcionaba, y al poco Jimmy se convirtió en mi nuevo mejor amigo. Por desgracia, su éxito con las mujeres no era contagioso, aunque yo me sentía tan desesperado que me habría conformado con las sobras. Lo que sí percibí es que le daba lo mismo una chica que otra y, a su debido tiempo, Alfie manifestaría la misma actitud. Yo, en cambio, soy muy tiquismiquis con mis gustos.

      Al final, no fue Jimmy Buckley quien me guio hasta la tierra prometida, sino un amigo que me había invitado a la fiesta de su decimosexto cumpleaños. Yo no bebía en aquella época. Estaba sentado en la cocina, taciturno, alargando mi limonada y viendo triunfar a mis amigos, cuando se abrió la puerta trasera y la tía de mi amigo me hizo gestos para que saliera al jardín. Estaba bebida. No hasta el punto de perder sus facultades, pero, misteriosamente, había extraviado la falda. Hice un caballeroso —y poco entusiasta— intento de ayudarla a encontrarla, aunque al poco rato la búsqueda dejó de ser prioritaria. De vuelta a casa, todavía abrumado y con una recién adquirida confianza en mí mismo, casi no podía creerme mi buena estrella. ¡Conque de eso se trataba!

      La educación que recibía en algunos de los aspectos fundamentales de la vida iba viento en popa, pero los estudios seguían sin despertar mi interés y no sé quién se sintió más aliviado, si el director o yo, cuando a los dieciséis años abandoné Wilson’s con un puñado de aprobados en los exámenes finales. Al fin era libre para perseguir mi sueño de dedicarme al mundo del espectáculo.

      Mi primer trabajo fue de chico de los recados en Frieze Films. Era, ciertamente, una empresa dedicada al cine, pero a un tipo de cine muy concreto: películas de ocho milímetros sobre Londres para turistas y, los fines de semana, bodas judías. Como consecuencia de ello, yo era el único chico del Clubland que se sabía la letra de Hava Nagila. Una noche de domingo grabábamos una boda judía en la que actuaba una banda llamada Eddie Calvert and his Golden Trumpet. Todo transcurría según lo previsto. Bajamos la intensidad de las luces, la novia aferró la mano del novio, una ola de emoción atravesó a los invitados y el mismísimo Eddie Calvert comenzó a ascender desde debajo del escenario interpretando —efectivamente— Hava Nagila con su trompeta dorada. Yo era el encargado de la iluminación y, ansioso por capturar el clímax de la noche en el celuloide, encendí de golpe las luces. Saltaron a la vez todos los fusibles del edificio, la estancia se sumió en la oscuridad y Eddie Calvert quedó encallado en su ascenso, con la barbilla al nivel del escenario y aún soplando su trompeta dorada. Me despidieron en el acto.

      El siguiente trabajo me duró mucho menos. Seguía siendo recadero, pero ya estaba un poco más cerca de Hollywood. La J. Arthur Rank Organisation era la mayor empresa cinematográfica de Inglaterra y, por lo tanto, pensaba yo, con tanto productor y director de reparto entrando y saliendo de sus oficinas en Mayfair, alguno se fijaría en mí. En realidad, aquel sitio era como una morgue y, lo que es peor, una morgue con reglas. Cuando entré a trabajar, mi jefe me llevó aparte y me explicó que el señor Rank era un metodista estricto y que, consecuentemente, había una larguísima lista de cosas que los empleados tenían prohibidas, entre ellas, fumar. Yo acababa de engancharme al vicio y no estaba dispuesto a que nadie me privase de ese placer, así que me acostumbré a bajar a los aseos y encenderme un pitillo cada vez que tenía un minuto libre. Un día, pocas semanas después de empezar, estaba yo sentado y ensimismado en mis cosas, echando un cigarrito rápido, cuando escuché un golpe fortísimo contra la puerta del váter. «¡¿Quién anda ahí?! ¡Sal ahora mismo! ¡Estás despedido!».

      Tras aquel episodio me tocaría a mí ser quien despidiera a otros durante algún tiempo. A resultas de la guerra, el ­Gobierno había decidido instaurar el servicio militar obligatorio y todos los muchachos de dieciocho años tenían que aprender a defender su país. Durante dos años. Cuando echo la vista atrás me doy cuenta de que las dos cosas que deberían haberme resultado desagradables fueron, en realidad, las que acabaron formándome como persona: una de ellas fue la evacuación; la otra, el servicio militar. Ambas experiencias tuvieron sus aspectos positivos y negativos, pero no puedo negar el poso que dejaron en mí. Creo que nadie debería ser sometido a dos años de servicio ni, por supuesto, ser enviado a combatir, como fue mi caso. Pero, en mi opinión, a la juventud de hoy en día le vendría bien un entrenamiento de seis meses en el Ejército para adquirir algo de disciplina y aprender a utilizar un arma en caso de que deban defender la patria. Estoy convencido de que la experiencia los transformaría de tal modo que, al terminar, se sentirían integrados en su país y ciudadanos de pleno derecho.

      Pero, en mis tiempos, aquello era bastante menos flexible. Cortesía del Queen’s Royal Regiment, fui sometido a ocho semanas de entrenamiento militar en Guilford, entrenamiento que consistía en muchas horas de instrucción absurda y, cuando no había que marchar, carreras en pareja alrededor de las barracas o limpieza de piezas inútiles del equipamiento. Alcanzamos el colmo del absurdo poco antes de la visita de la princesa Margarita: nos ordenaron encalar, pedazo a pedazo, una pila de carbón. Demencial, ya lo sé, pero no sorprenderá a nadie que haya hecho el servicio militar. Y aquello no fue lo peor: justo antes de que llegara la princesa, el sargento se percató de que, aunque habíamos barrido todo el recorrido del desfile, seguían cayendo hojas de los árboles. Estaba comenzando el otoño, era de esperar.

      —¡Súbete a esos árboles y agítalos! —me gritó el sargento—. ¡Que no quede ni una hoja! ¡Las haces caer todas y las barres antes del mediodía!

      Toda una vida después, me invitaron a comer en casa de la princesa Margarita, en la isla de Mustique. Al llegar, me la encontré recogiendo las hojas caídas en la piscina con una gran red. Le conté aquella historia, y ella esbozó una sonrisa burlona. A continuación, dijo:

      —Ya decía yo… No me explicaba cómo había podido llegar el otoño tan pronto a Surrey…

      Lo que nunca supe es qué pensó

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