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      —¿Tímido? —Tropecé con mis propios pies y me derramé la bebida en los pantalones—. ¿Yo? ¿Por qué lo dices?

      Ella era una ruda chica del norte.

      —Porque me he dado cuenta de que te gusto y ni has intentado insinuarte.

      ¿Insinuarme? ¿Estaba loca o qué? ¿Insinuarme yo a Pat Haines? Me tambaleé un poquito más, ebrio no solo por la ingesta de cerveza barata, sino por su proximidad y el aroma de su perfume. Decidí jugármela. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Me armé de toda la confianza que pude reunir —extraída de las películas de Bogart— y la miré directamente a los ojos.

      —Estoy enamorado de ti —le dije.

      Transcurrió un minuto de silencio absoluto. La sangre me golpeaba las sienes con tanta fuerza que tuve que inclinarme hacia ella para poder oír su respuesta.

      —Ya lo sé —dijo sonriendo—. Y yo también estoy enamorada de ti.

      Ahora sí que sabía lo que tocaba hacer. Me acerqué a ella y la besé.

      Unas semanas después, Pat y yo nos casábamos en Lowestoft. Los padres de Pat, Claire y Reg, vinieron desde Sheffield y, a pesar de que Pat hizo todo lo que pudo, estaba claro que pensaban que el matrimonio no duraría.

      Y, claro, tenían razón. Nos mudamos de Lowestoft a ­Londres y los primeros meses fueron muy duros. Alquilamos un pequeño piso en Brixton a mi tía Ellen, que fue la primera persona de la familia en tener una casa en propiedad. Como sabía que ni Pat ni yo ganábamos mucho, nos dejaba el alquiler bastante barato. Tras un período de sequía en el que solo conseguí algunos papeles como extra en televisión, dejé de buscar trabajo en la interpretación y tuve que aceptar algunas ocupaciones sin mucho futuro para mantener a Pat mientras ella trataba de dar un empujón a su carrera. Me desmoralicé mucho, pero las cosas se iban poner aún más difíciles: Pat se quedó embarazada. Nuestra preciosa hija Dominique nació con un padre que no estaba preparado para serlo y era incapaz de mantenerla. Toda aquella presión provocó la ruptura de nuestro matrimonio y yo abandoné el hogar. Pat se llevó a Dominique con su familia de Sheffield, y Claire y Reg asumieron la labor de criarla. Yo estaba desesperado: no tenía dinero, no tenía trabajo y había abandonado a mi mujer y a mi hija. A mis veintitrés años sentía que había defraudado a mi familia y a mí mismo. Las preocupaciones me tenían casi al borde del suicidio.

      Volví a la casa prefabricada. En el hogar, las cosas tampoco iban bien. Papá tenía artritis reumatoide y ya no podía trabajar, así que conseguí un empleo en una siderúrgica para meter algo de dinero en casa. El trabajo físico era durísimo, despiadado, el más duro que haya tenido que hacer en mi vida. Además, era amargamente frío. Mientras tanto, el dolor de espalda de papá iba empeorando y el doctor me comunicó (pero no a él) que tenía cáncer de hígado y que solo le quedaban unas pocas semanas de vida. Contemplé cómo aquel hombre fuerte y vital se consumía ante mis ojos hasta el día en que lo saqué de casa y lo metí en la ambulancia que lo llevaría a morir al hospital St. Thomas.

      Nunca olvidaré los dos últimos días de vida de papá. Agonizaba. Le pedí al médico que le administrara una sobredosis de analgésicos. Al principio se negó, pero cuando le hice ver que la muerte no podía ser peor que el infierno que estaba padeciendo papá, me miró en silencio y luego dijo: «¿Por qué no se va a dar una vuelta? Vuelva esta noche, sobre las once». Cuando volví, papá estaba mucho más calmado y me senté junto a él, sosteniendo su mano. Se la apretaba suavemente de vez en cuando y él respondía con otro apretón. Pasamos así unas dos horas y, justo en el momento en el que el Big Ben —que se veía a través de la ventana— daba las campanadas de la una en punto, papá abrió los ojos. Dijo con claridad: «Buena suerte, hijo». Y murió.

      Cuando, en el hospital, vaciaron los bolsillos de papá, solo encontraron tres chelines y una moneda de ocho peniques. Tres chelines y ocho peniques era todo lo que tenía después de cincuenta y seis años de duro trabajo físico. Salí del hospital decidido a labrarme un futuro… y a sacar a mi familia de la pobreza.

      A todo el mundo le sale una oportunidad al paso de vez en cuando, y en ocasiones no tiene nada que ver con lo que uno se esperaba. ¿Quién iba a pensar que mi experiencia como soldado en Corea me conduciría al primer contacto con la industria del cine?

      Mamá había cobrado una modesta suma —veinticinco libras— del seguro de vida de mi padre y, consciente de mi penosa situación, me dio el dinero y me animó a que me marchase y reorganizase mi vida. Un gesto de generosidad típico de mi madre, que en realidad no tenía casi nada. Yo me había enamorado de París como concepto tras leer Springtime in Paris, las memorias del escritor estadounidense Elliot Paul, y decidí ir a París. El billete de ida y vuelta desde la estación Victoria de Londres costaba siete libras, así que con el dinero restante podía permitirme —al menos para empezar— un hotel cochambroso en la rue de la Huchette, precisamente donde se había alojado Elliot Paul. Sin dinero, tenía que ir andando a todas partes, pero hacía poco que había dejado el Ejército, estaba en forma y, en cualquier caso, París es la mejor ciudad del mundo para ser un flâneur. La recorrí de arriba abajo durante un par de meses, me sentaba en los cafés, en las terrazas de las aceras. Veía pasar a la gente y me juraba que algún día regresaría y visitaría la ciudad a lo grande. El dinero voló rápidamente y sobreviví a base de pequeños golpes de suerte. Aprendí a freír patatas en la calle, en el boulevard Clichy, que por aquel entonces era la calle con peor fama de París. Me enseñó un tipo que vendía perritos calientes. Yo vendía mis «patatas a un franco» a su lado. Cuando ya no pude pagarme el hotel, empecé a dormir en el antiguo aeropuerto del centro de París. Me llevaba la maleta y un billete de avión usado que había encontrado, y así podía hacerme pasar por un pasajero que había perdido el vuelo. Desayunaba gratis gracias a una compasiva estudiante americana que cubría el turno de mañana en el café de la terminal y que, además, me guardaba la maleta durante todo el día para que pudiese pasear sin esa carga. Lo sé, se supone que hay que enamorarse en París —a fin de cuentas, es una de las ciudades más románticas del mundo—, pero entre las mujeres que me crucé no percibí un gran entusiasmo hacia un inglesito melancólico, en paro y sin blanca. No me enamoré de ninguna mujer, pero me enamoré de París, y fue un amor que me acompañaría toda la vida.

      Y, además, funcionó. Pasé allí varias semanas hasta que me sentí con fuerzas para volver a casa. Cuando regrese a Elephant, mamá me dio la bienvenida con un beso, un abrazo y la noticia de que había un trabajo para mí. Me esperaba un telegrama de mi agente con la oferta de un pequeño papel y un puesto como asesor técnico en una película titulada Infierno en Corea. Me eché a llorar. Los exteriores se rodarían en Portugal y el resto en los estudios cinematográficos de Shepperton, y cobraría cien libras a la semana durante ocho semanas. ¡Una fortuna incalculable! Pero había un problema: el rodaje no comenzaba hasta mes y medio después, Pat necesitaba dinero para su manutención y la de la niña y era imposible que yo encontrase un trabajo de solo seis semanas. De nuevo, mamá al rescate: sacó de la oficina de correos todos sus ahorros, que ascendían a 400 libras, y me dijo: «Ya me lo devolverás». No había nada que mamá no estuviera dispuesta a hacer por Stanley y por mí.

      Tras mi chusco debut, no había vuelto a tener problemas para recordar dos horas de diálogo sobre un escenario. En Infierno en Corea me las arreglé para olvidar solo ocho frases… y eso que las tenía que pronunciar al ritmo de una a la semana. Rodar una escena es radicalmente distinto a actuar en el teatro. Para empezar, se consume la mayor parte del tiempo coordinando al equipo de rodaje. Para cuando el director, Julian Aymes, gritó «acción», yo ya era un manojo de nervios, y tampoco me ayudó mucho escuchar a uno de los cámaras murmurando: «¡Solo es una puta frase, joder!».

      Mis primeros pasos en el cine no transcurrían tan bien como habría deseado, pero en el papel de asesor técnico me sentía en terreno seguro. Yo era la única persona en el rodaje que había puesto un pie en la maldita Corea… pero daba la sensación de que nadie quisiera saber nada. Nadie entendía qué fuimos a hacer allí y, en ocasiones, incluso parecía como si nadie supiera que habíamos estado en aquel país. Cuando se lo mencionaba a mis amigos americanos, se quedan estupefactos: «¿Los ingleses estuvisteis

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