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por casualidad, había visto el telegrama en su despacho—, comprendo los motivos y estoy dispuesto a irme.

      Terminé apresuradamente. Se quedó un momento allí parado y comprendí que se estaba cabreando.

      —El productor de esta película soy yo, Michael —dijo—. ¿Te he despedido yo?

      —No, Stan.

      —¡Pues sigue haciendo tu trabajo y deja de leer mi puto correo o te despido de verdad!

      Me quedaba en la película. Esta vez conseguí llegar al aseo y no ponerme perdidos los zapatos.

      No solo era mi primera vez en una película importante, también era mi primera vez en África, un continente que amo y al que volvería más tarde con mi amigo Sidney Poitier para rodar La conspiración. El paisaje de las montañas Drakensberg era impresionante y la fauna increíble, pero fueron los africanos quienes hicieron memorable el rodaje de Zulú. La película cuenta la historia de la batalla de Rorke’s Drift entre un pequeño destacamento de un regimiento galés (de ahí el interés de Stanley Baker en el incidente) y el reino Zulú, en 1879.

      Tuvimos el privilegio de contar no solo con Buthelezi —jefe de los zulúes— interpretando al líder de los africanos, sino también con una princesa zulú como asesora histórica, lo cual nos aseguraba que trazábamos la línea de combate del ejército africano tal y como había sido en la realidad. Aquel nivel de autenticidad fue fundamental para el impacto de la película: sigo pensando que las escenas de batalla están entre las mejores que he visto nunca en el cine. Ciertamente, mi primer avistamiento de dos mil guerreros zulúes avanzando desde las colinas hacia el valle donde nos encontrábamos rodando fue inolvidable. Llevaban sus propios trajes de guerra, con grandes penachos y taparrabos hechos de piel de mono y rabo de león, y se aproximaban golpeando las lanzas contra los escudos y entonando un lento cántico de duelo por los caídos en combate. Aquella imagen y aquel sonido eran inenarrables. No quiero ni imaginar qué habría sentido aquel puñado de soldados británicos manteniendo su posición en Rorke’s Drift. Su valentía les valió once Cruces Victoria en un solo día, un caso único en la historia militar de mi país. Evidentemente, como habrá detectado cualquiera que conozca la historia militar británica, en el asalto final de los zulúes a Rorke’s Drift no participaron tan solo dos mil guerreros: fueron seis mil. Stanley y Cy se habían quedado cortos por cuatro mil. Cy Endfield, siempre práctico, tenía la solución. En la última escena, la cámara hace un barrido para mostrar a los zulúes en la distancia, alineados en la colina y observando a los británicos en el valle. Es una visión impresionante, y uno jamás sospecharía que cada uno de los dos mil guerreros sostenía un trozo de madera amarrado a dos escudos con sendos penachos en lo alto para triplicar el número de efectivos. Un genio. Y casi cuarenta años antes de los espectaculares efectos visuales generados por ordenador de Peter Jackson en El Señor de los Anillos.

      Los guerreros zulúes no fueron los únicos africanos presentes en el rodaje. En una de las escenas se celebraba una tradicional danza tribal femenina y reclutamos a varias bailarinas, algunas oriundas de las tribus de la zona y otras que las habían abandonado para trabajar en Johannesburgo. Pero, en Europa, aquello supondría un problema con la censura, ya que la vestimenta zulú se reducía a un pequeño delantal de cuentas. Cy Endfield, hombre de recursos, solicitó al departamento de vestuario que confeccionara doscientos pares de bragas negras que apaciguarían a los censores y al tiempo mantendrían cierta apariencia de autenticidad. Cuando ya había convencido a las bailarinas tribales de que utilizasen las bragas, le dijeron que las chicas de ciudad insistían en ponerse también sujetadores. Aquello fue el desafío definitivo para un director de cine: conseguir ponerle bragas a un grupo de bailarinas y quitarle los sujetadores a otro. Acabó de solucionarlo, la cámara comenzó a rodar, y de pronto el operador gritó:

      —¡Corten! ¡Tenemos ahí a una señora sin bragas!

      Sacaron del grupo a la culpable.

      —¿Y ahora cuál es el problema? —preguntó Cy al traductor, exasperado.

      El traductor se acercó a la bailarina y habló con ella.

      —No está acostumbrada —fue su respuesta cuando terminó de hablar con ella—. Se le han olvidado.

      Fue la primera y la última vez que escuché esa excusa en un rodaje.

      Sudáfrica seguía por aquel entonces bajo el régimen del apartheid. Cuando llegué allí no sabía nada del clima político del país, pero a medida que comprobaba lo mal que los encargados trataban a los trabajadores negros fui sintiéndome cada vez más incómodo. Primero, incómodo; después, francamente enfadado. Un día, uno de esos trabajadores cometió un pequeño error y, en lugar de hacérselo ver, un encargado más animal que humano levantó el puño y lo descargó en su cara. Yo no me lo podía creer. Corrí hacia ellos, gritando. Pero Stanley llegó antes que yo; en la vida he ido testigo de un estallido de furia semejante. Despidió al encargado al instante y reunió al resto de capataces blancos…

      —De ahora en adelante, en este rodaje nadie tratará así a los trabajadores.

      Todos compartimos su indignación, avivada por otro incidente. Uno de nuestros capataces ingleses se había ­«naturalizado», por así decirlo, y se había casado con tres mujeres zulúes. No teníamos una opinión al respecto —parecía que se lo pasaba bien— hasta que un día el sonido de un helicóptero sobre nuestras cabezas interrumpió la grabación. Era la policía. Venían a clausurar el rodaje. Nuestro encargado había cometido un delito en base a las leyes del mestizaje sudafricanas, que prohibían el contacto sexual entre negros y blancos. Y, lo que es más inverosímil, el castigo consistía en una larga sentencia de prisión o en doce latigazos. O ambas cosas. Comprendimos al instante que los capataces afrikáneres debían habernos informado. Con una habilidad diplomática que no habría desentonado en la ONU, Stanley logró alcanzar un acuerdo: el encargado abandonaría el país aquella misma noche y nosotros terminaríamos el rodaje. El incidente nos dejó muy mal sabor de boca a todos. Y a mí me llevó a la determinación de que no volvería a visitar Sudáfrica mientras durase el apartheid.

      Zulú fue mi mayor golpe de suerte en el mundo del espectáculo, pero es también una película que ha resistido el paso del tiempo. Casi ha alcanzado el estatus de película de culto, tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos, a pesar de que en un principio no se distribuyó comercialmente al otro lado del charco. Creo que uno de los motivos radica en que fue la primera película bélica británica en tratar a un enemigo nativo con dignidad. Es cierto, se celebra el heroísmo de las tropas británicas, pero también el del reino Zulú, que se presenta como disciplinado, capaz de lúcidas estrategias e integrado por auténticos soldados. La ausencia de patrioterismo hace que aún perdure entre el público de hoy en día, a diferencia de otras producciones bélicas británicas. En muchos sentidos, no ha envejecido, y yo sigo sintiéndome muy orgulloso de ella.

      5. Hola, Alfie

      En las montañas Drakensberg no hay manera de gastar dinero, así que regresé a Londres con mis cuatro mil libras prácticamente intactas. Por fin podría arreglar un par de asuntos. Me fui directo a Sheffield para visitar a Dominique. Ya tenía ocho años y, según me dijo su abuela Claire, estaba loca por los caballos (eso no lo había heredado de mí, desde luego). Por primera vez podía hacer algo por ella. Con lo que había ganado en Zulú le compré un poni. Fue el primer paso de lo que acabaría convirtiéndose en una satisfactoria carrera para Dominique, una carrera en la que me siento muy orgulloso de haberla visto triunfar.

      Luego, estaba mamá. Seguía viviendo con mi hermano Stanley en la casa prefabricada, pero él se pasaba el día fuera trabajando y ella se quedaba sola, sin mi padre. Se me ocurrió sugerirle que se mudase al piso de Brixton que habíamos ocupado Pat y yo cuando nos casamos. Era propiedad de familiares y estaría rodeada de gente de su edad; era un lugar seguro y tendría buena compañía.

      Cuatro mil libras me parecían una cantidad descomunal, y como me entusiasmaba comprobar que quienes me importaban y me habían apoyado —amigos y familia— se beneficiaban de mi buena suerte, me pulí el dinero rápidamente. Dennis Selinger me ayudo a encontrar un asesor fiscal

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