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Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн.Название Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro
Год выпуска 0
isbn 9788446049739
Автор произведения Juan Luis González García
Жанр Документальная литература
Серия Estudios visuales
Издательство Bookwire
La querella en torno a la superioridad de la retórica sobre la poética aportó algunos de los principales argumentos a la disputa acerca del paragone entre poesía y pintura en el Renacimiento[248]. Argan diferenciaba entre los binomios «pintura-poesía» y «pintura-elocuencia», precisando que el segundo era una evolución del primero[249]. Durante la Edad Media, la única preocupación del artista era dar forma a la obra de arte, para lo cual tenía a su disposición una serie de conocimientos prácticos. A comienzos del Renacimiento, su interés se encaminó a producir una pintura científicamente correcta y poéticamente bella, acorde con la Naturaleza, pero después las intenciones del pintor se decantaron por el modo de crear una imagen convincente y persuasiva de cara al espectador[250]. Retórica y pintura, por su propia naturaleza, requerían la participación del público[251]. Ello implicaba un reconocimiento explícito de la presencia de éste y suponía afirmar que la pintura tenía de facto la capacidad de persuadirlo, que no era pasiva ni estática, sino que estaba dotada de un poder conmovedor, lo que Freedberg llamó «el poder de las imágenes»[252]. Estos dos planteamientos –la importancia del observador para la pintura y el poder de la pintura para conmoverlo– eran dos caras de la misma moneda: cada una presuponía la existencia de la otra y dependía de ella[253].
Tanto Alberti como Leonardo, al tratar del paragone, utilizaron los modos clásicos de la retórica epidíctica de laus y vituperatio para elevar la pintura y rebajar el resto de las artes[254]. El paragone declaraba así la superioridad (laus) de una de las artes a expensas (vituperatio) de las otras (poesía, escultura, música). Igual que el orador ejercía la persuasión al llevar a su auditorio a un estado de ánimo congruente con su propósito, así el artífice albertiano del Libro III del De pictura aspiraba a conmover el ánimo del observador. También Leonardo venía a parangonar la pintura con la retórica, pues en la Disputa entre el poeta y el pintor decía al primero que «si tú me dices que con palabras puedes sumir a un pueblo ya en el llanto, ya en la risa, te replicaré que no eres tú quien conmueve, sino el orador, por gracia de una ciencia que poesía no es»[255]. La palabra hablada, pronunciada, era superior a la palabra escrita. El único arte que Leonardo presentaba como igual a la pintura en su poder de conmoción del público era la oratoria, pues podía lograr sobre la audiencia una impresión que la poesía no tenía posibilidades de emular. Lo visible, así, se convertía en efecto del discurso y sólo era perceptible a través del poder evocador de la palabra.
La aproximación interartística se desplegó tanto en la teoría veneciana como en la romano-florentina. El pintor y teórico Paolo Pino (1548) insistía en la idea, propia del naturalismo ilusionista –un lugar común desde Plinio–, de que poesía y pintura imitaban la naturaleza y las emociones hasta el punto de que los hombres confundían las imágenes pintadas con la realidad viva[256]. Para Lodovico Dolce la poesía, la historia o cualquier composición elaborada por un hombre de letras podía entenderse como una pintura[257], e incluso los poetas podían aprender de los pintores: si la pintura de Rafael de Alejandro y Roxana se parecía a un pasaje de Luciano, Virgilio se inspiró para el Laocoonte de su Eneida en los tres escultores rodios autores del grupo[258]. El protagonista de su Diálogo, Aretino –quien comenzó su carrera como pintor en Perugia, no lo olvidemos[259]–, demandaba del artista que sus figuras movieran el ánimo de los espectadores, a veces turbándolo, otras alegrándolo, y en otras ocasiones incitando a la compasión o al desdén, dependiendo del carácter del asunto. Si ello no se cumplía, el pintor no habría logrado nada. Lo mismo sucedía con el orador: si lo pronunciado carecía de ese poder, también carecería de espíritu y de vida[260].
Respecto a los teóricos florentinos, Benedetto Varchi estimaba, en la tercera disputa de su Lección II, que dos de las obras maestras de Miguel Ángel, «no menos poeta que pintor» (esto es, diestro en ambas artes), el Juicio Final –dantesco en temática y forma, en personajes como Caronte o Minos– y las estatuas alegóricas de las tumbas de la capilla Medici, habían sido suscitadas por la lectura de Dante[261], igual que Zeuxis y Apeles se inspiraron en Homero[262]. Lomazzo recogió los nombres de los más célebres artistas italianos del Renacimiento que escribieron versos, tales como Bronzino, Luini o el propio Miguel Ángel, transcribiendo incluso algunos poemas completos de Donato Bramante y de Leonardo. Además de citar a Ariosto en relación con la pintura en más de cuarenta ocasiones a lo largo de su Tratado, en el segundo capítulo del Libro VI no olvidó recomendar a los pintores acudir a la poesía en busca de temas de inspiración y para otros asuntos técnicos, como aprender las características, las emociones y el movimiento de las personas y los animales[263].
Sobre los tratadistas de arte del siglo XVI influyó el dictum de la Poética aristotélica de que el objeto de imitación de la pintura (i. e., el asunto de la tragedia) eran las acciones de los hombres[264]. De aquí coligieron que la representación precisa de las posturas corporales expresivas de las pasiones del alma era el objetivo principal del pintor. Este punto de vista invitaba a interpretar la pintura en términos textuales, pues asimismo se había dicho que era misión de la literatura describir los movimientos del alma a través de las palabras. Al enfatizar esta tarea común a ambas artes, se desarrolló una estética