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esposo de doña Emma Valcárcel, heredera única y universal de D. Diego, que en paz descanse, no cabe duda que es usted la persona que debe oír... lo que, en el secreto de la confesión... se me ha encargado decirle.... Sí, señor, a ella o a su marido, se me ha dicho... y yo... la verdad... prefiero siempre entenderme con... mis semejantes... masculinos, digámoslo así. A falta de usted no hubiera vacilado, créame, señor mío, en abocarme, si a mano viene, con la misma doña Emma Valcárcel, heredera universal y única de....

      —Pero vamos, señor cura, sepamos de qué se trata—dijo con alguna impaciencia Bonifacio, que lleno de remordimientos aquella mañana, sentía exacerbada su costumbre supersticiosa de temer siempre malas noticias en las inesperadas y que se anunciaban con misterio.

      —Yo exijo... es decir... deseo... no por mí, sino por el secreto de la confesión... lo delicado del mensaje....

      El cura no sabía cómo concluir; pero miraba a la puerta, que había quedado de par en par.

      Como su mujer dormía a tales horas, Bonifacio no tuvo inconveniente en levantarse y cerrar la puerta de la estancia, pues no siendo Emma, nadie se atrevería a pedirle cuenta de aquellos tapujos.

      —Lo que usted quería era esto, ¿verdad?—dijo con aire de triunfo, y como hombre que manda en su casa y que puede a su antojo tener las puertas de su gabinete abiertas o cerradas.

      —Perfectamente, sí, señor, eso; secreto, mucho secreto. De usted para mí nada más.... Después usted dará cuenta de lo sucedido a su señora esposa... o no se la dará; eso allá usted... porque yo no me meto en interioridades.... Al fin usted será, naturalmente, el administrador de los bienes de su señora... y aunque yo no sé si estos son parafernales o no... porque no entiendo... y... sobre todo no me importa, y, al fin, el marido suele administrarlo todo... eso es; tal entiendo que es la costumbre... y como la ley no se opone....

      —Pero, señor cura, repare usted que yo no comprendo una palabra de lo que usted me dice.... Comience usted por el principio....

      Sonrió el clérigo y dijo:

      —Paciencia, señor mío, paciencia. El principio viene después. Todo esto lo digo para tranquilidad de mi conciencia. He consultado al chico de Bernueces, que es boticario y abogado... sin precisar el caso, por supuesto... y, la verdad, me decido a entregarle a usted los cuartos sin escrúpulos de conciencia.... Sí, usted, el marido, es la persona legal y moralmente determinada, eso es, para recibir esta cantidad....

      —¡Una cantidad!

      —Sí, señor, siete mil reales.

      Y el cura metió una mano en el bolsillo interior de su larga y mugrienta levita de alpaca, y sacó de aquella cueva que olía a tabaco, entre migas de pan y colillas de cigarros, un cucurucho que debía de contener onzas de oro.

      Bonifacio se puso en pie, y sin darse cuenta de lo que hacía, alargó la mano hacia el cucurucho.

      El cura se sonrió y entregó el paquete sin extrañar aquel movimiento involuntario del marido de la doña Emma, que recibía onzas de oro sin saber por qué se le daban.

      Mas Bonifacio volvió en sí y exclamó:

      —Pero ¿a santo de qué me trae usted... esto?...

      —Son siete mil reales....

      —¿Pero de qué? Yo no soy... quien....

      Iba a decir que el que allí corría con las cuentas de todo era D. Juan Nepomuceno; pero se contuvo, porque solía darle vergüenza que los extraños conocieran esta abdicación de sus derechos.

      —¿Esto será alguna deuda antigua?—dijo por fin.

      —No señor... y sí señor. Me explicaré...

      —Sí, hombre, acabemos.

      —Estos siete mil reales... proceden... de una restitución... sí, señor; una restitución hecha en el secreto de la confesión... in articulo mortis... La persona que devuelve esos siete mil reales a los herederos, a la única y universal heredera de D. Diego Valcárcel, esa persona ¿me comprende usted?, no quiso irse al otro mundo con el cargo de conciencia de esa cantidad... que debía... y que no debía... es decir... yo... no puedo tampoco hablar más claro... porque... la confesión, ya ve usted, es una cosa muy delicada....

      —Sí que es—exclamó Bonifacio, que se había puesto muy pálido y estaba pensando en lo que el cura de la montaña ni remotamente podía sospechar.

      —Sin embargo, yo... no debo... así, en absoluto... omitir las circunstancias que explican, en cierto modo, la cosa. Esto, me dije yo a mí mismo, es indispensable para que los herederos, o la heredera, o quien haga sus veces, admitan sin reparo esta cantidad, con la conciencia tranquila de quien toma lo que es suyo. Pues, sí, señores, de ustedes es... ya lo creo.... Verá usted; es el caso que... aquí hay que omitir determinadas indicaciones que no favorecen la memoria de....

      —Del difunto.

      —¿De qué difunto?

      —Del que restituye....

      —No señor; del difunto... de otro difunto. No me tire usted de la lengua, eso no está bien.

      —No, si yo no tiro... ¡Dios me libre! Ello será que la casa Valcárcel prestó este dinero sin garantías... y ahora....

      El cura estaba diciendo que no con la cabeza desde que Bonifacio había dicho casa.

      —No, señor; no fue préstamo, fue donación inter vivos.

      —¿Y entonces?

      —Entonces... no me tire usted de la lengua. He dicho ya que la cosa no era favorable a la memoria del difunto.... X, llamémosle X, que en paz descanse. Bueno, pues no me he explicado bien: es favorable y no es favorable, porque en rigor... él es inocente, en este caso concreto a lo menos; y además, aunque no lo fuera... el que rompe paga... y él quería pagar... sólo que no había roto... ¿Me explico?

      —No, señor; pero no importa. No se moleste usted.

      Al cura empezaba a parecerle un majadero el marido de la doña Emma Valcárcel.

      —¿Usted conoció... trató al difunto.... Don Diego?

      —Sí, señor; como que era mi suegro... quiero decir, mi principal.

      —¿Si estará loco, o será tonto este señorito?—pensó el clérigo.

      De repente se le ocurrió una idea feliz.

      —Oiga usted—exclamó—. Ahora se me ocurre explicárselo a usted todo mediante un símil... y de este modo... ¿eh?, se lo digo... y no se lo digo, ¿me entiende usted?

      —Vamos a ver—dijo Bonifacio, que apenas oía, porque estaba manteniendo una lucha terrible con su conciencia.

      —Figurémonos que usted es cazador... y va y pasa por una heredad mía; supongamos que soy yo el otro; bueno, pues usted ve dentro de mi heredad un ciervo, un jabalí... lo que usted quiera, una liebre....

      —Una liebre—dijo Reyes maquinalmente.

      —Va, y ¡pum!...

      El fogonazo, remedado con mucha propiedad por el cura, hizo dar un salto a Bonis, que estaba muy nervioso.

      —Dispara usted su escopeta y me...; no, no conviene que sea liebre; es mejor caza mayor para mi caso; y cae lo que usted cree robezo o ciervo...; pero no hay tal ciervo ni robezo, sino que ha matado usted una vaca mía que pastaba tranquilamente en el prado. ¿Qué hace usted? En mi ejemplo, en mi caso, pagarme la vaca por medio de una donación inter vivos... importante siete mil reales. Yo me guardo los siete mil reales y el chico, digo, la vaca. Pero ahora viene lo mejor, y es que usted no ha sido el matador. El tiro no dio en el blanco, el tiro de usted se fue allá, por las nubes.... Sólo que antes que usted, mucho antes, otro cazador, escondido, había disparado también... y ese fue el que mató la res, y se quedó con ella y con

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