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observaciones, la reflexión serena le había ayudado no poco. Observaba compadeciendo, y compadecía admirando, de modo que el análisis llegaba verdaderamente al alma de las cosas. Lo que él no veía era el lado malo de los artistas. Todo lo poetizaba en ellos. Los contrastes fuertes y picantes de sus ensueños de gloria y de su vida de bastidores con la mezquina prosa de una existencia difícil, llena de los roces ásperos con la necesidad y la miseria, le parecían a Reyes motivos de poética piedad y daban una aureola de martirio a sus ídolos.

      Aquel día procuró, como siempre, atraer hacia sí la atención de las partes (el tenor, la tiple, el barítono, el bajo y la contralto), y esto solía conseguirlo sonriendo discretamente cuando algún cantante le miraba por casualidad después de atacar con valentía una nota, o de hacer cualquier primor de garganta, o también después de decir un chiste.

      Mochi, el tenor bajo y gordo, era como una ardilla y hablaba más que un sacamuelas, pero en italiano cerrado, y con suma elegancia en los modales. Hablaba con el maestro director que se reía siempre, y Reyes, que no entendía a Mochi, pero que creía adivinarle, sonreía también. Como no había nadie más que él en calidad de mero espectador del ensayo, el tenor no tardó en notar su presencia y sus sonrisas, y al poco rato ya le consagraba a él, a Reyes, todos sus concetti. Tanto se lo agradeció Bonifacio, que al tiempo de levantarse para salir del palco deliberó consigo mismo si debía saludar al tenor con una ligera inclinación de cabeza. Miró Mochi a Reyes... y Reyes, poniéndose muy colorado, sacudió su hermosa cabellera con movimientos de maniquí, y se fue a su casa... impregnado del ideal.

       Índice

      Por la noche Emma le echó del seno del hogar por algunas horas, y Bonifacio volvió al ensayo. Ahora no estaba sólo en calidad de público; en todas las faltriqueras había abonados, y en la de los tertulios de Cascos se destacaba la respetable personalidad del Gobernador militar, que honraba a aquellos señores aceptando un asiento en lo oscuro. Reyes se sentó en primera fila, y en cuanto Mochi miró hacia el palco, le saludó con el sombrero. No contestó el tenor por lo pronto, lo cual desconcertó al buen aficionado, principalmente por lo que pensarían sus amigos; mas ¡oh gloria inmortal, oh momento inolvidable!, al lado de Mochi, frente a la cáscara del apuntador, había una mujer, una señora, con capota de terciopelo, debajo de la cual asomaban olas de cabello castaño claro y fino; y aquella mujer, aquella señora que había notado el saludo de Reyes, tocó familiarmente con una mano enguantada en un hombro del tenor, y le debió de decir:

      —En aquel palco te han saludado.

      Ello fue que Mochi se volvió con rapidísimo gesto, vio a Reyes y se deshizo en cortesías....

      En el palco todos envidiaron aquello, hasta el brigadier Gobernador militar de la provincia; y más envidiaron la sonrisa con que la dama de la capota se atrevió a acompañar el saludo de Mochi, muy satisfecha, al parecer, de haberle advertido su distracción.

      Reyes encontró en sus ojos la mirada de la Gorgheggi—que no era otra la dama—y muchas veces, muchas, pensando después en aquel momento solemne de su vida, tuvo que confesarse que impresión más dulce ni tan fuerte no la había experimentado en toda su juventud, tan romántica por dentro.

      «Una mirada así—se dijo en aquel instante—, sólo puede tenerla una extranjera que sea además artista. ¡Qué modestia en el atrevimiento, qué castidad en la osadía! ¡Qué inocente descaro, qué cándida coquetería!...».

      De las sonrisas y los saludos poco se tardó en pasar a las buenas palabras: Bonifacio y otros señores de su palco reían discretamente los chistes con que Mochi se burlaba con disimulo de la orquesta, que era indígena y desafinaba como ella sola; un lechuguino, que tenía fama de hacer grandes y muy valiosas conquistas entre bastidores, se atrevió a servir de intérprete, a su modo, entre el tenor y un trompa a quien el artista dirigió una cortés reprimenda en italiano. No era que el lechuguino supiera mucho de la lengua del Dante, pero sí lo suficiente para comprender que al hablar de missure, Mochi se refería a los compases; mas los conocimientos lingüísticos del trompa no llegaban allí. Poco después Bonifacio se arriesgó, poniéndose muy colorado, a traducir otra observación humilde—esta de la Gorgheggi—al idioma del trompa pertinaz, un hombre de tan mal genio como oído; la tiple había hablado en español, había dicho «compás» como, de hablar, podría decirlo un canario; pero el hombre del bronce no había querido entender tampoco; la traducción de Bonifacio consistió en repetir a gritos las palabras de la cantante, inclinándose desde el palco sobre la cabeza calva del músico.

      —¡Mil gracias... oh... mil gracias!, había dicho la artista, despidiendo, entre miradas y sonrisas, chispas de gloria para el corazón de Reyes, que estuvo viendo candelillas un cuarto de hora. Le zumbaban los oídos, y pensaba que si en aquel momento aquella mujer le proponía escaparse juntos al fin del mundo, echaba a correr sin equipaje ni nada, sin llevar siquiera las zapatillas; y eso que no concebía cómo hombre nacido podía echarse por la mañana de la cama y calzarse las botas de buenas a primeras. Siempre que leía aventuras de viajes lejanos, grandes penalidades de náufragos, misioneros, conquistadores, etc., etc., lo que más compadecía era la ausencia probable de las babuchas.

      Sin faltar a un solo ensayo, y yendo también al teatro todas las noches de función en que podía robar algunas horas a sus quehaceres domésticos, llegó Bonifacio a intimar con las partes, como él decía, de tal manera, que los amigos de la tertulia de Cascos llegaron a suponerle en relaciones amorosas con la Gorgheggi.

      —Yo les digo a ustedes que la obsequia—aseguraba el relator.

      —Yo sostengo que no la obsequia—decía el lechuguino, envidioso.

      La verdad era que la simpatía, y a los pocos días la más cordial amistad, habían llegado a tal punto entre Mochi y Bonifacio, que el tenor, después de tomar juntos café una tarde, no había vacilado en pedir al suo nuovo magià carissimo amico, duecento lire, o sean cuarenta duros en el lenguaje que entendía Reyes. Pidió el italiano con tal sencillez y desenfado aquellos ochocientos reales, acto continuo de haber contado una aventura napolitana que le había costado cerca de dos mil duros, que Bonifacio tuvo que decirse: «Para este hombre cuarenta duros son como para mí un cigarrillo de papel; me ha pedido esos cuartos como quien pide lumbre para el cigarro; lo que le sobra a él, de fijo, es dinero; pero no lo tiene aquí, en este momento; lo malo es que tampoco lo tengo yo. Pero hay que buscarlo corriendo, no hay más remedio. Si se lo doy, no me lo agradecerá, aunque bien sabe Dios que no sé de dónde sacarlo; pero a él ¿qué? ¿Qué son ochocientos reales para este hombre? En cambio, si no se los busco inmediatamente me despreciará, me tendrá por un miserable... ¡Antes la muerte!».

      Colorado como un pimiento declaró el español que, por una casualidad que lamentaba, no traía consigo aquella insignificante cantidad; pero que en un periquete corría a su casa... que estaba muy cerca, y volvía con los cuartos.

      Y echó a correr sin oír las palabras de Mochi que, por no molestarle, renunciaba al préstamo.

      En efecto, la casa de Emma no estaba lejos; pero llegar a ella, entrar, era más fácil que volver al teatro, al cuarto del tenor, con los cuarenta duros. ¿De dónde iba a sacarlos el infeliz esclavo de su mujer? ¡Ay! ¡Con qué amargura contempló entonces, por la primera vez, su triste dependencia, su pobreza absoluta! No era dueño ni de los pantalones que tenía puestos, y eso que parecía que habían nacido ajustados a sus piernas; ¡tan bien le sentaban! No tenía dos reales que pudiera decir que eran suyos. ¿Qué hacer? ¿Renunciar para siempre al ideal? Mochi le aguardaba con aquellos ojos punzantes, risueños y maliciosos: sin el dinero no se podía volver: detrás de Mochi estaba la Gorgheggi, su discípula, su pupila. Bien; puesto que no tenía aquellos cuarenta duros ni de donde sacarlos, como no robase los candelabros de plata que tenía delante de los ojos, sobre la mesa del despacho (el despacho de D. Diego, que seguía siendo despacho sin adjudicación singular: el de don Juan Nepomuceno, el de Emma, el de todos); como no tenía cuarenta duros ni de donde

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