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      En aquel momento D. Juan Nepomuceno se presentó en el despacho con un saquito de dinero entre las manos; saludó a Reyes con solemnidad, y se puso a contar pesos fuertes sobre la mesa; se trataba de la renta de la Comuña, una casería que entregaba limpios todos los años cuatro mil reales. Mientras don Juan, sin hacer caso del importuno, iba haciendo pilas de pesos en correcta formación hasta el punto de recordar al pobre dilettante de todas las artes las ruinas de un templo griego, Reyes pensaba:

      —Esas columnas argentinas debía formarlas yo: ¡yo debía ser el administrador de los bienes de mi mujer!

      Una ola de dignidad retrospectiva le subió al rostro y le dio valor suficiente para decir:

      —D. Juan, necesito mil reales.

      Años después, recordando aquel golpe de audacia, para el cual sólo el amor podía haberle dado fuerzas, lo que más admiraba en su temeraria empresa era el piquillo de su pretensión, los doscientos reales en que su demanda había excedido a su necesidad. «¿Por qué pedí mil reales en vez de ochocientos?». No se lo explicó nunca.

      D. Juan Nepomuceno miró, sin contestar, a su afín. ¡Mil reales! Aquel mentecato se había vuelto loco.

      —Sí, señor, mil reales; y no hace falta que mi mujer sepa nada; yo se los devolveré a usted mañana mismo; se trata de sacar de un apuro a un amigo de la infancia... paga segura....

      —Amigo de la infancia... paga segura.... No lo entiendo.

      Esto fue todo lo que dijo el tío administrador. ¿Cómo un amigo de la infancia de aquel pelagatos podía ser paga segura? Esto quería dar a entender, y Bonifacio, comprendiéndolo, rectificó:

      —De la infancia... precisamente... no... es uno de los amigos de la viuda de Cascos....

      Y se puso otra vez muy colorado.

      D. Juan clavó una mirada puntiaguda en los ojos claros... y turbados de su afín; adivinó algo, echó sus cuentas en un segundo, y, tomando dos montones de plata, se los puso entre los dedos al pasmado Reyes, sin decir más que:

      —Tome usted; son mil justos.

      —Bueno, gracias. Mañana mismo....

      —Eso... allá usted.

      —Y que Emma no sepa....

      —Por ahora no hace falta que sepa nada.

      —¿Cómo por ahora?

      —Y si usted reintegra a la caja (así hablaba el tío) esa cantidad en breve, no sabrá nada nunca.

      —Bien, bien; mañana mismo.

      Ni mañana, ni pasado, ni al otro. Mochi recibió sus doscientas liras, como él las llamaba, con más expresivas muestras de agradecimiento que esperaba su nuovo amico; pero de devolución no dijo nada. ¡Cuáles serían las emociones que se amontonaron en el pecho del pobre flautista en aquellos días, que durante algunos, ni siquiera pensó en la deuda ni en la promesa de reintegrar a la caja aquellos cuartos, ni en el peligro de que se enterase Emma de todo, ni siquiera en la existencia de Nepomuceno!

      Con la generosidad de Reyes coincidió (pura coincidencia) la mayor amabilidad de Serafina Gorgheggi. Por un privilegio, de que gozaban muy pocos, a Bonifacio le consentía el empresario permanecer entre bastidores durante la función. Solía colocarse el buen flautista muy oportunamente, pero como al descuido, en las entradas y salidas por donde él sabía, gracias a los ensayos y al traspunte, que tenía que pasar la tiple. Serafina siempre se inmutaba al entrar en escena; él la animaba con una sonrisa que ella parecía agradecerle con los ojos, cariñosos, maternales, como pensaba el marido de Emma. Cuando salía de la escena entre aplausos, por pocos que fueran, veía a Reyes que batía palmas entusiasmado; entonces sonreía ella, inclinaba la cabeza saludando y pasaba discretamente cerca del infeliz enamorado. ¡Qué perfume el que dejaba tras de sí aquella mujer! Era un perfume espiritual, según él; no se olía con las groseras narices, sino con el alma.

      Aquella noche, la correspondiente al día del préstamo, Serafina tuvo una ovación en el segundo acto, y salió de la escena por la puerta lateral de una decoración cerrada de modo que los bastidores dejaban en una especie de vestíbulo, cerrado también por todos lados, a Bonifacio, que aguardaba allí como solía; para salir de aquella garita de lienzo, había que levantar un cortinón pesado, que se usaba para el foro en otras decoraciones. La Gorgheggi y su adorador se vieron un momento solos en aquel escondite; ella, después de saludar y sonreír al galán como solía, radiante ahora de justa satisfacción por los aplausos que aún resonaban allá afuera, se turbó un punto, buscando con torpe mano el éxito de aquella especie de trampa; y no lo encontró, como si anduviera ciega.

      No era Bonifacio hombre capaz de aprovechar ocasiones; pero como si lo fuese y la hubiese aprovechado y se hubiera arrepentido de la demasía, se echó a temblar también; y se puso a buscar la puerta y tampoco supo levantar el tapiz pesado al primer intento. En estas maniobras, tropezaron los dedos de uno y otro; pero como él no sabía qué decir y ella lo comprendió así, la tiple, por hablar algo, dijo:

      —Il Mochi m'ha detto... Ah! siete un galantuomo...

      Y aludió vagamente, con delicadeza, al préstamo.

      Serafina, inglesa, hablaba italiano en los momentos solemnes, cuando quería dar expresión de seriedad a sus palabras; ordinariamente chapurraba español con disparates deliciosos. En inglés no hablaba más que con Mochi.

      —Señorita... eso... no vale nada.... Entre amigos.... Ha estado usted sublime... como siempre.... Es usted un ángel, Serafina.

      Sus palabras le enternecieron, le sonaron a una declaración; además, se acordó de su mujer y del mal trato que le daba; ello fue que dos lágrimas como puños, muy transparentes y tardas en resbalar, le saltaron de los hermosos ojos claros; se quedó muy pálido y daba diente con diente.

      —Oh amico caro!—dijo ella con dulcísima voz temblona—; come siete buono...

      Y le cogió la mano que andaba tropezando en la cortina, y se la apretó con franca cordialidad.

      —Serafina... yo no sé... lo que me hago... usted creerá...

      Ella no le contestó, encontró la salida, levantó el cortinón, y con una mirada intensa, llena de caridad y protección, le dijo que la siguiera. Pero Bonis no se atrevió a traducir la mirada, y no siguió a la tiple. En cuanto quedó solo en aquel escondite, sintió que las piernas se le hacían ajenas, cayó sentado sobre las tablas, casi perdió el sentido, y, como entre sueños, oyó un silbido y voces y blasfemias que sonaban en lo alto; cayó un telón a una cuarta de su cabeza, desaparecieron algunos bastidores arrastrados, y Reyes se vio entre un corro de tramoyistas y señoritas que gritaban: ¡Un herido... un herido!... ¡Un telón ha derribado a un caballero!

      —¡Ah, el Sr. Reyes!...

      —¡Reyes herido!...

      —¡Una desgracia!...

      Antes que él pudiera desmentir la noticia, había llegado al cuarto de Mochi y al de la Gorgheggi.

      Ambos acudieron a todo correr, asustados. Serafina se puso en primera fila; y como Reyes, con el susto que le habían dado los que le rodearon, y las emociones anteriores, y la vergüenza de confesar la verdad, no acababa de hablar, por contuso se le tuvo, se le supuso víctima de un vahído, pues tan pálido estaba, y las monísimas manos cuyo contacto de poco antes aún sentía en la piel, las de la Gorgheggi, le aplicaron esencias a las narices y le humedecieron las sienes. Un minuto después se vio sentado en el confidente de raso azul que había en el tocador de la tiple. Reyes se dejó compadecer, cuidar, mimar podría decirse, y no tuvo valor para negar el accidente. ¿Cómo decir que se había caído al suelo de gusto, de amor, no derribado por aquella decoración de monte espeso?

      Serafina parecía adivinar la verdad en los ojos de su apasionado. Los curiosos los dejaron solos a poco; Mochi no más entraba y salía, felicitándose de que no hubiera

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