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      —¿Qué piquillo?

      —Los seis mil reales que usted tuvo la amabilidad....

      —¿Qué amabilidad?, quiero decir, ¿qué seis mil reales?... Usted no me debe nada.

      —¡Qué bromista es usted!—dijo Bonis, que más estaba para recibir los Santos Sacramentos que para chistes.

      Y se dejó caer en una silla y empezó a contar onzas sobre una mesa.

      Aquel dinero le quemaba los dedos, pensaba él, o debía quemárselos. La verdad era que la operación material de contar el dinero la hizo con bastante tranquilidad, muy atento sólo a no equivocarse, como solía; porque el reducir aquello a miles de reales, le parecía cálculo superior a sus fuerzas ordinarias.

      D. Benito le dejaba hacer, estupefacto, o tal vez por el gusto de amateur. Era indudable que el espectáculo del oro le quitaba siempre la gana de bromear. Fuese por lo que fuese, la presencia del dinero siempre era cosa muy seria.

      —Aquí están los seis mil; cámbieme usted esta....

      —Pero...—a D. Benito se le atragantó algo muy serio también—; pero.... ¿qué está usted haciendo ahí, criatura?... ¿No le digo... a usted que.... ya no me debe nada?

      —Sr. García... celebraría estar de buen humor para poder seguírselo a usted....

      —¡Señor diablo!, le digo a usted que ayer mismo me he reintegrado de esa cantidad insignificante.

      —¿Ayer?... usted... ¿quién?...

      Lo que tenía atravesado en la garganta el escribano había saltado sin duda al gaznate de Reyes, porque el infeliz se atragantó también.

      —A ver, D. Benito, explíquese usted... ¡por los clavos de Cristo!...

      —Muy sencillo, amigo mío. Ayer de tarde, en el Casino, D. Juan Nepomuceno, su tío de usted....

      —No es mi tío....

      —Bueno... su....

      —Bien, adelante; el tío... ¿qué?

      —Pero hijo, ¿qué le pasa a usted? Está usted palidísimo, le va a dar algo, ¿será el calor? Abriré aquí...

      —No abra usted... hable, hable; el tío... ¿qué?

      —Pues nada; que hablando de negocios, vinimos a parar en las probabilidades del resultado de esa industria que van a montar ustedes con el dinero de las últimas enajenaciones.

      —¿Una industria? Que vamos a montar... ¿nosotros?...

      —Sí, hombre, la fábrica de productos químicos.

      —¡Ah!, sí, bien; ¿y qué?

      Bonifacio había oído en casa, a los parientes de su mujer, algo de productos químicos, pero no sabía nada concreto.

      —¡Al grano!—dijo más muerto que vivo.

      —Yo... con la mayor inocencia del mundo, le pregunté a su señor.... pariente si el dinero que usted acababa de tomar, honrándome con su confianza, era para los gastos primeros... para algún ensayo; para muestras de... qué sé yo...; en fin, que se me había metido en la cabeza que era para la fábrica. D. Juan... me miró con aquellos ojazos que usted sabe que tiene. Tardó en contestarme; noté eso, que tardaba en hablar. En fin, encogiendo los hombros, me dijo: «Sí, efectivamente, para gastos preliminares, de preparación... pero tengo orden, ahora que me acuerdo, de pagar a usted inmediatamente ese dinero». Yo, la verdad, extrañaba que haciendo tan pocas horas que usted había recogido los cuartos... pero a mí, ¿quién me metía en averiguaciones?, ¿no es eso? En fin, que nos citamos para esta su casa a las diez de la noche, y a las diez y cuarto estaba aquí D. Juan Nepomuceno con seis mil reales en plata. Esta es la historia.

      ¡Aquella era la historia!, pensó Reyes desde el abismo de su postración. Estaba aturdido, se sentía aniquilado. El tío lo sabía todo... y ¡había pagado! ¿Y Emma? Al acordarse de su mujer experimentó aquella ausencia de las piernas, sensación insoportable que nunca faltaba en los grandes apuros.

      Callaban los dos. El notario comprendió que allí había gato encerrado; «algún misterio de familia», pensaba él. Pero como había cobrado su dinero, de lo que estaba muy contento, como se había reintegrado, sabía contener su curiosidad, que dejaba paso a la más exquisita prudencia. Allá ellos, se decía, y seguía callando.

      Rompió el silencio Bonis, diciendo con voz sepulcral:

      —Si usted hiciera el favor de mandar que me sirvieran un vaso de agua.

      —Con mil amores.

      Una maritornes sucia y muy gorda presentó el agua con un panal de azúcar cruzado sobre el vaso.

      —Gracias; sin azúcar. Nunca tomo azúcar en el agua. Gracias.

      Esto lo decía Bonis con los ojos estúpidos clavados en el rostro risueño y soez de la moza; lo decía con una voz y un tono como los que emplean los cómicos al despedirse del pícaro mundo al final de un tercer acto, cuando están con el alma en la boca y un puñal en las entrañas.

      El agua le calmó y dio cierta fuerza. Pudo levantarse y despedirse. No pensó en dar explicaciones ni disculpas. Su silencio era muy ridículo, es claro. ¿Qué estaría pensando aquel señor? Lo menos, que él estaba loco. Bien, ¿y qué? Valiente cosa le importaba en aquel momento a Bonis que se riera de él el mundo entero. ¡Nepomuceno había pagado los seis mil reales! Esto, esto era lo terrible. ¿Volvería a casa? ¿Se escaparía?

      Viéndole tan conmovido, D. Benito, el Mayor, no quiso hablar una palabra más sobre el asunto misterioso; sin tirarle de las orejas ni andarse con cuchufletas, le despidió muy serio, con rostro compungido como acompañándole en una desgracia tan respetable cuanto desconocida para él; y después de conducirle hasta el primer tramo de la escalera, se volvió a su despacho. Sólo entonces se le ocurrió esta diabólica idea:

      —Aquí hay gato, es claro; a mí no me importa; pero si... es una hipótesis, si hubiera podido haber un medio... así... verosímil.... legal... de... de cobrar yo mis seis mil reales, al tío primero, y después otros seis mil al sobrino.... Disparate, absurdo; corriente; pero hubiera tenido gracia.

      Y dando un patético suspiro, se frotó las manos; y renunciando al ideal de cobrar dos veces, no pensó más en aquello y volvió a sus negocios.

      En cuanto a Reyes, al llegar al portal, donde trabajaba y comía un zapatero de viejo, tuvo varias ideas y un desmayo. Las ideas fueron las siguientes: «Ese farsante de ahí arriba me ha engañado, he debido tener valor para acogotarle, o, por lo menos, para decirle cuántas son cinco. Miente como un bellaco; el tío Nepomuceno ha pagado porque este traidor no se fiaba de mí; me conoció en la cara que yo no podía sacar de ninguna parte seis mil reales y se fue al otro... y cantó... Verdad es que yo no le había encargado el secreto. Pero se suponía que lo necesitaba; debía de conocérseme en la cara; y a él acudí por su fama de discreto, de hombre de mucho sigilo.... Voy a volver arriba a matarle, exprofeso...».

      Y cuando pensaba en esto, fue cuando sintió absoluta necesidad de dejarse caer. Cayó sentado en el portal y se le fue la cabeza. El zapatero acudió en su auxilio. Cuando volvió en sí Reyes, sintió, como la noche anterior, que le regaban la cara con agua fresca. Y medio delirando, dijo:

      —Gracias... sola, sin azúcar.

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