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al punto por la policía.

      —A mí me proporcionó un ejemplar el duque Decazes, y no pude resistir a la tentación de enviársela por el correo, con una fajita, a mademoiselle Dosne... ¡La cara que pondría!... ¡Ella que es tan pulcra, tan comedida!...

      Y a renglón seguido, sin transición ninguna, Currita se enterneció profundamente al pensar en el gozo inmenso que la esperaba en Roma, besando la sandalia del Santísimo Padre Pío IX... ¡Qué figura tan gigantesca la del Pontífice! ¡Qué anciano aquel tan venerable!... Y todas las señoras comenzaron a ponderar su adhesión al santo Pío IX, prontas a sacrificarle vida, hacienda, todo, todo menos el alma, por tenerla ya de antiguo comprometida con el diablo... Carmen Tagle dijo que le había mirado siempre como si fuese su abuelo; la señora de López Moreno añadió muy conmovida que ella le enviaba todos los años una pipa de doce arrobas del riquísimo moscatel de sus soleras jerezanas, y la duquesa, verdaderamente indignada, trajo a la memoria los atropellos a que cinco días antes se habían entregado las turbas, apedreando los faroles de la iluminación con que celebraban los católicos el aniversario del Pontificado del augusto anciano; sólo en el palacio de Medinaceli rompieron veintidós faroles y treinta y siete cristales... ¡Y mientras tanto, los ministros y las autoridades se solazaban en un concierto instrumental celebrado en Palacio!... ¡Qué Gobierno aquel, y qué populacho tan impío y tan asqueroso!... Siquiera ellas veneraban la persona del Pontífice encendiendo faroles en honra suya, y limitábanse tan sólo a apedrear a todas horas la moral divina del Dios a quien aquel representaba.

      Esto no lo dijeron, por supuesto, aquellas señoras; pero lo pensó, sin decirlo, don Casimiro Pantojas, que atentamente las escuchaba, después de haber desorejado a toda una desdichada familia de conejitos de porcelana y arrancado los rabos a una parejita de bulldogs, fabricados en Bristol.

      Y en esto concluyó Isabel Mazacán su aparte con el marqués de Butrón, y disculpándose con Currita de no acompañarla a la visita de la Inclusa, por habérsele ya hecho tarde, se marchó al parecer algún tanto disgustada. Currita decidió entonces volverse a su casa, y el marqués de Butrón se despidió también en el acto.

      —¿Tiene usted coche, Butrón?—preguntó ella al diplomático.

      —No—respondió este presuroso, aprovechando la ocasión que tan pronto se le ofrecía de hablar a solas con Currita.

      —Pues le llevaré a usted en mi berlina adonde quiera.

      —A la calle de Isabel la Católica... Tengo que hacer en la embajada alemana.

      —Justamente me coge de paso.

      Currita bajó las escaleras apoyada en el brazo de Butrón, encontrando al pie de su berlina, preciosa monería, verdadero juguete forrado de raso azul con botones de terciopelo, que parecía el delicado estuche destinado a guardar una joya.

      El diplomático no las tenía todas consigo: para él era evidente que Isabel Mazacán no exageraba ni mentía al repetir las noticias del lindo ministro García Gómez. Pero ¿cómo interpretar entonces la repentina mudanza de Currita? La oportuna carta de la reina Isabel podía explicarla por completo, porque el olvido de la abdicación quedaba con ella satisfecho; y desagraviada Currita, pudo a tiempo renunciar a su revancha. Tranquilo por esta parte Butrón, quiso, sin embargo, asegurar más y más al partido la alianza preciosa de Currita; porque hay ciertas políticas indecorosas y a la larga funestas, que, aun tendiendo a fines honestos, no saben prescindir de individualidades asquerosas. Barrer para adentro era la política de Butrón, como si la basura sirviera en alguna parte para otra cosa que para infestar el recinto que la encierra.

      Fuese, pues, derecho al bulto, no bien el coche se puso en movimiento, y apoyado en la autoridad de sus años, en la confianza del parentesco que con Villamelón tenía y en su dignidad de jefe de la brigada femenina conspiradora, le pidió categóricas explicaciones del hecho... Mas Currita, volviendo a abrir palmo y medio los claros ojos y muy espantada y ofendida, y casi llorosa, se limitó a repetir la historia ya referida, con nuevas afirmaciones y protestas... Suponer otra cosa era un insulto verdadero. ¿Por quién se la tomaba a ella? ¿Pues no había dado toda su vida pruebas del más leal afecto a la real familia?... Y aun cuando ella fuese capaz de semejante infamia, ¿se la hubiera permitido acaso Fernandito, cuya sangre había corrido en el combate navo-terrestre de Cabo Negro, al grito de Isabel II?... Justamente tenía él tal odio a la intrusa casa de Saboya, que jamás ponía el sello de una carta sin colocar al pobre don Amadeo con la cabeza para abajo. ¡Que lo había dicho Isabel Mazacán, cuyas intimidades con el ministro revolucionario debía hacerla a ella misma tan sospechosa!... ¿Pues no sabía todo el mundo que la tal condesa de Mazacán era una intriganta, que andaba detrás del viaje a Roma con la reina, para tapar a García Gómez ciertos líos antiguos que debía de arreglar allí con un príncipe italiano?...

      Y tales cosas dijo Currita, y tales protestas hizo, y con tal acento las pronunció, que el mismo Butrón con ser tan ducho, se quedó perplejo, y entre las afirmaciones contrarias de aquellas dos condesas igualmente tramposas, sólo sacó en claro una nueva confirmación de aquel principio práctico que de toda la vida había profesado: la mujer aborrece a la serpiente por celos y envidias del oficio.

      Mientras tanto, la berlina corría desempedrando las calles y doblando las esquinas, con esas airosas vueltas que imprime a un fogoso tronco la hábil mano de un cochero experto. A la mitad de la calle del Turco, y dominando el ruidoso rodar del carruaje, llegó a oídos de la pareja un extraño rumor lejano: esa especie de sordo mugido, amenazador, imponente, que sólo es común al mar encrespado y a las muchedumbres alborotadas... Currita y Butrón miráronse sorprendidos, y repararon entonces en algunos transeúntes que venían presurosos de la calle de Alcalá, y en el conserje de la Escuela de Ingenieros, que cerraba apresuradamente la puerta de este edificio. Era esto harto común en aquellos tiempos de alborotos continuos, y la berlina avanzó, sin acortar su carrera, hasta la calle de Alcalá, para tomar luego por la del Barquillo.

      Era esto, sin embargo, imposible; un largo y compacto cordón humano, compuesto de una muchedumbre heterogénea y abigarrada, llenaba de un cabo a otro la calle de Alcalá, cubriéndola en toda la gran extensión que por ambos extremos abarcaba la vista.

      Era aquella una manifestación pacífica de la democracia, que con grandes clamores y largos garrotes y extrañas banderas enarboladas se dirigía a Palacio pidiendo la entrada en el ministerio de don Manuel Ruiz Zorrilla.

      El cochero de Currita, Tom Sickles, enorme tipo del automedonte británico, que pedía a voces el tricornio y la peluca empolvada, y se había sentado en Londres en el pescante del duque de Edimburgo, y en París en el de la princesa Matilde, dirigió los caballos corriendo a lo largo de la manifestación, por ver si adelantaba la cabeza de esta y podía entrar por la calle del Caballero de Gracia o por la de Peligros. También era ya tarde, y viose precisado a detenerse frente al Veloz-Club, entre el remolino que allí se iba amontonando, de lujosos trenes que volvían de la Castellana y humildes simones que pretendían inútilmente cruzar de un lado a otro. Butrón quiso volver atrás y salir por cualquiera bocacalle a la Carrera de San Jerónimo.

      —¡Pero si esto es muy divertido!—decía Currita con infantil alborozo—. ¡Qué delicia!... Mire usted, Butrón; mire usted qué graciosos van todos con sus cintitas encarnadas... ¡Uy, aquel jorobadito!... ¡Qué mono!... ¡Ah, pícaro!... ¡lleva una bandera en que pide reforma!... ¡Pues claro está que la necesita!... ¡pobrecito!, ¡sobre todo por la espalda!...

      Otro carruaje se interpuso en aquel momento entre la muchedumbre y la berlina, impidiendo la vista a Currita: en él iba el gobernador civil de Madrid, muy rollizo y pomposo, que se dirigía a Palacio y veíase forzado también a detenerse.

      —Ahí va ese mastodonte—dijo Butrón al oído de Currita—. En cuanto nos vea juntos se figura que conspiramos.

      Estas sencillas palabras del diplomático parecieron despertar en Currita una de esas ideas atrevidas que se conciben de repente, por más que tarden en madurar años enteros. Asomóse a la portezuela como si desease que el gobernador la viera, y sin contestar al respetuoso saludo que al divisarla este le hizo, metióse bruscamente para dentro

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