Скачать книгу

¡Pero qué peste echan!...

      El coche del gobernador arrancó al fin trabajosamente a lo largo de la calle, y desde aquel momento, nerviosa y agitada Currita, pareció impacientarse mucho por aquella misma detención que poco antes la había divertido tanto. Frente a frente de ella, un poco más hacia la Puerta del Sol, asomaban por los balcones del Veloz-Club, bajo sus toldillos de verano, aristocráticos racimos de cabezas de gomosos desocupados, que miraban el democrático desfile con esa especie de medrosa curiosidad burlona, a la vez que tímida, con que se contemplan desde lo alto de un tendido los terribles retozos de una piara de ridículas bestias feroces; parecíales imposible en aquel momento que la bestia pudiera alguna vez alzar su zarpa hasta ellos. La vista de aquellos elegantes espectadores acabó de impacientar a Currita, y de tal modo se enardeció ante ellos su afán de exhibirse y singularizarse, que tiró del cordoncillo hasta descoyuntar el dedo del cochero, y sacó la cabeza por la ventanilla gritando:

      —Go on, Tom, go on! Run Through!... Carry them off!...[4]

      Tom no se hizo repetir la orden: sacó el hercúleo pecho, tirando de las riendas, con el esfuerzo de aquellos antiguos aurigas esculpidos por Fidias en los frontones del Partenón, de pie sobre un carro, deteniendo con una mano el galope de cuatro caballos. Piafaron los suyos, encabritándose, castigóles él suavemente con la fusta, y aflojando de repente las bridas, los lanzó con la velocidad y el empuje de una flecha a través de la turba democrática, desapareciendo como un relámpago por la calle de Peligros.

      Un alarido terrible de terror y de ira salió de la muchedumbre, que se bamboleó a uno y otro lado del surco abierto por el coche; comenzó la gente a correr asustada, los gomosos del Veloz-Club se metieron para dentro, cerrando prontamente sus balcones, y el jorobado que pedía reforma estuvo a pique de sufrirla por completo entre los pies de los caballos y las ruedas de la berlina.

      Mientras tanto, asombrado Butrón de aquel brusco arranque, y muerto de susto ante audacia tan temeraria, echaba a toda prisa las cortinillas para que no le viesen; y Currita, riendo como una loca, se asomaba por el vidrio de la trasera para ver a los transeúntes refugiarse asustados en los portales, y a los guardias públicos correr detrás de la berlina, haciendo señas de que parasen. Mas Tom Sickles, arrebatada la cara de remolacha, hacía terribles visajes, como si llevase los caballos desbocados, mientras con suaves vibraciones de las riendas más y más los azuzaba. En la calle de Isabel la Católica, Tom Sickles hizo otro prodigio: coche y caballos quedaron parados en firme, de un golpe, ante la embajada alemana. La señora estaba servida, mereciendo él la corona triunfal de los Juegos Hípicos.

      Currita encontró enfilados a la puerta de su casa tres coches, reconociendo al punto en uno de los cocheros la escarapela encarnada, propia de los ministros. Apeóse entonces en las mismas caballerizas, y por una escalera reservada para el uso de la servidumbre llegó a sus habitaciones sin ser vista de nadie. Al ruido de la campanilla acudió Kate, la doncella inglesa de la señora.

      —¿Quién está con el señor?—preguntó a esta.

      —El señor ministro de la Gobernación... El señor duque de Bringas y don Juan Velarde juegan en el billar.

      —Dile a don Joselito que no recibo a nadie... Tengo mucha jaqueca.

      Kate pareció titubear un momento y se decidió al fin a decir tímidamente:

      —¿Ni tampoco a don Juan Velarde?...

      —Tampoco: a nadie, a nadie...

      De nuevo volvió a insinuar Kate con mucha delicadeza:

      —El señorito volverá hoy del colegio...

      —¡Es verdad!... ¡Pobre Paquito!...

      —Y querrá ver a la señora...

      —No, no... que se entretenga con Lilí... Mañana lo veré... ¡Tengo una jaqueca horrible!

       Índice

      Cuando Paquito Luján llegó a su casa comenzaba a oscurecer, y la escalera y el vestíbulo estaban ya completamente iluminados: cuatro grandes estatuas desnudas, de mármol blanco, alumbraban este y aquella, elevando sus manos artísticos candelabros de bronce con seis mecheros. Al pie de la escalera, un enorme oso de Noruega sentado gravemente sobre sus patas de detrás, presentaba con las de delante una bandeja de plata destinada a recibir las tarjetas de visita. Era este un capricho del príncipe de Gales que había visto Currita en el palacio de Sandringham, y apresurádose a copiar a costa de dinero.

      La aflicción del niño había desaparecido, con esa dichosa rapidez con que se suceden en la infancia emociones a emociones. La impaciencia, la natural impaciencia, mezcla de ternura de hijo y del deseo de ser alabado, era la que le agitaba en aquel momento, ansioso de caer con sus premios en los brazos de su padre, de su madre, de Lilí, su hermanita del alma... Sentado en el testero del carruaje, con sus premios muy agarrados, apoyaba los piececillos en el asiento de enfrente, haciendo verdaderos esfuerzos para delante, que creía él ayudaban al coche a rodar más rápidamente.

      Al entrar en Madrid hubo que perder cuatro minutos encendiendo los faroles, y un poco más allá los empleados del resguardo detuvieron de nuevo al coche para registrarlo todo de arriba a abajo... ¡Qué desesperación! ¡Qué feos y qué tontos eran aquellos hombres! De seguro que ninguno de ellos había tenido nunca padre ni madre, ni Lilí, ni sacado en todos los días de su vida un solo premio... Cuando él fuera grande había de ahorcar a todos los empleados del resguardo, colgándolos como los chorizos que había visto una vez en la chimenea del capataz del Encinar, allá en Extremadura... ¡Y todavía, al doblar la esquina de la Universidad, se atravesó un coche, y después un carro de mudanzas y luego un gran ómnibus, y hubo que perder otros tres minutos! Al entrar al fin en la última calle, ya tenía el niño la mano en la llave de la portezuela, dispuesto a abrirla, asomando al mismo tiempo la carita, porque de seguro estarían esperándole en algún balcón su padre, su madre, o Lilí, o quizá los tres juntos... Ya les enseñaría él desde allí abajo los premios, y creerían que no era más que uno, y verían luego que eran cinco y dos excelencias. ¡Qué risa entonces!... Pero los balcones estaban todos cerrados, y no se veía en ellos alma viviente. El coche entró al fin en la casa, haciendo retemblar los cristales de la gran mampara, y se detuvo al pie de la anchurosa y alfombrada escalera... También estaba esta vacía, y sólo vio el niño al pie de ella al grave oso de Noruega, Bruin, como le llamaban en casa, abriendo su gran boca armada de dientes enormes y presentándole la bandeja, como si le invitara a depositar en ella sus premios. Mas no los soltó el niño, y oprimiéndolos contra su pecho, subió a brincos la escalera, hasta llegar al vestíbulo; cerróle allí el paso una extraña figura que se paseaba de un lado a otro con las manos a la espalda. Era un enano feísimo, pero perfectamente proporcionado: verdadero pigmeo, émulo de aquel famoso Roby que presentaron en la mesa del rey de Sajonia dentro de un pastel de venado. Tendría poco más de un metro de altura, y hallábase correctamente vestido de etiqueta, frac y corbata blanca, calzón corto, media de seda negra y zapato con hebilla. Llamábanle en la casa don Joselito, y cobraba siete mil reales de sueldo, con la sola obligación de anunciar las visitas y realzar con su estrafalaria figura la aureola de elegante originalidad que rodeaba en todo a Currita.

      Inclinóse el enano respetuosamente ante el señorito, y con su vocecilla chillona y algún tanto imperiosa, díjole que no podía ver a la señora, por haberse acostado media hora antes con una espantosa jaqueca. Un repentino vapor de lágrimas vino a empañar los hermosos ojos azules del niño; volvió bruscamente la espalda al enano sin decir palabra y echó a correr hacia las habitaciones de su padre.

      Allí estaba Villamelón, repantigado en una butaca, hablando misteriosamente con el ministro de la Gobernación. Lanzóse el niño a su padre, y echándole los brazos al cuello, le dio dos besos.

      —¡Hola, caballerito!—exclamó Villamelón—. ¿Ya de vuelta?... ¡Me alegro!...

      Y

Скачать книгу