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Pequeñeces. Luis Coloma
Читать онлайн.Название Pequeñeces
Год выпуска 0
isbn 4057664110381
Автор произведения Luis Coloma
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—¡Delicioso!—exclamaba encantada Currita—. Mira, Fernandito, parece un cuadro de Meissonnier.
Los premios, sin embargo, no aparecían por ninguna parte, y Paquito se encogía de hombros, asegurando ignorar dónde los había puesto.
—¡Tonto!—gritó Lilí, dándole una palmada—, si los dejaste abajo...
Y en menos de dos minutos fue por ellos y los trajo, mostrándose muy sorprendida de que los vivos colores del diploma apareciesen desteñidos en algunos sitios como por gotas de agua. El niño se puso muy encarnado y no dijo una palabra: sus lágrimas de la noche anterior eran la causa de aquellas manchas.
En aquel momento anunció un criado a Currita que el señor ministro de la Gobernación deseaba hablarla con urgencia. Volvióse ella bruscamente a su marido, dejando caer el diploma que tenía en la mano, y él se incorporó asustado, quedándole por la cabeza el paño negro con que se cubría para enfocar la máquina; por debajo asomaban sus bigotes retorcidos, su nariz colgante, sus ojos azorados en aquel momento, fijos en Currita, con la medrosa expresión del escolar desaplicado cogido in fraganti.
La esposa dio dos pasos hacia el esposo, desmintiendo con los rayos, que de sus claros ojos brotaban, la suave vocecita y el pausado tono con que dijo:
—¿Pues no comió ayer aquí ese buey Apis?...
—Es un animal—replicó el marido; y para ocultar su turbación, escondióse bajo el paño negro, poniéndose a enfocar de nuevo la máquina.
—Óyeme, Fernandito, que te estoy hablando—añadió Currita con relamida pausa.
Incorporóse de nuevo Fernandito, cada vez más turbado, sin quitarse el paño negro de la cabeza.
—¿Dijo anoche algo el buey Apis sobre el nombramiento?
—Nada—balbuceó Villamelón.
—¿Nada?... ¿Estás cierto?...
Los labios de Villamelón temblaron como tiemblan los del chico que va a soltar una mentira.
Y pensándolo mejor, sin duda, recordó al cabo Fernandito que el ministro de la Gobernación, el buey Apis, como por razón de su corpulencia le llamaban, tan sólo le había dicho que el pastel de ratas debía de ser muy indigesto. ¡Vaya usted a ver qué tontería! Pero en cambio manifestó a Juanito Velarde que aquello no podía quedar así, que nadie se burlaba impunemente del Gobierno y que estaba decidido a reclamar de Currita la aceptación del nombramiento, apoyándose en una carta que—¡frase poco ministerial!...—había de refregarle por los hocicos...
—¿Una carta?—exclamó Currita realmente sorprendida—. ¿Pero de quién?...
—¡Mía!... ¡Mía!...—balbuceó Villamelón; y comprendiendo que con esto soltaba el trueno gordo, pidió a la tierra que se lo tragase. Mas la tierra no tuvo por conveniente darle gusto. Currita avanzó otros dos menudos pasitos, y suavizando más y más su acento, mientras más y más se encolerizaba, añadió:
—¿Pero tú le has escrito, Fernandito?...
Villamelón bajó la cabeza anonadado.
—¿Pero no te dije que fueras a hablarle?... ¿Que en todo este negocio no había que soltar por escrito una sola letra?... ¿Lo ves, Fernandito?...
Villamelón retrocedió un paso como quien espera un cachete, y Currita adelantó otro, diciendo después de una pausa:
—¿Y dijo que iba a... a... a presentarme esa carta?
—Eso decía Velarde.
—¿Estás seguro?...
—Segurísimo.
Villamelón dio otro paso atrás y Currita otro adelante, repitiendo con tan suave voz que parecía una caricia:
—¿Lo ves?... ¿Lo ves, Fernandito?...
Y tirando de repente con rabioso arranque del paño negro, hundióle la cabeza a su ilustre esposo en la especie de saco que aquel formaba; volvió luego la espalda pausadamente, y sin perder su suavidad, salió de la cabaña.
Lilí se reía a carcajadas al ver a su padre forcejeando por sacar la cabeza del saco negro, y corrió a Paquito para decirle al oído un secreto muy grande, muy grande...
—¡Pero qué tonto es papá!...
Paquito no la escuchaba, sin embargo: durante toda esta escena había sentado en el sitial gótico a Tock, el perrazo amarillento, que se dejaba manejar con esa especie de cariñosa paciencia con que a los niños soportan los perros. Colgóle después de su collar de hierro repujado las cinco medallas de los premios, y colocándole en la cabeza el diploma en forma de cucurucho, gritó a Lilí con extraño acento:
—¡Anda, que lo retrate papá!... ¡A Tock le doy yo todos mis premios!...
Mientras tanto, pasmábase el lacayo al oír que su señora le daba, al pasar, la extraña orden de encender sin pérdida de tiempo la chimenea del boudoir, era aquel día el 25 de junio y el calor comenzaba ya a ser sofocante. Obedeció, sin embargo, con esa especie de impasibilidad automática, propia de los criados de grandes casas, y cuando el excelentísimo ministro de la Gobernación, don Juan Antonio Martínez, buey Apis, por otro nombre, entró en el boudoir, ardía ya en la chimenea un alegre fuego, y a su lado le esperaba Currita, tendida en una chaise longue, envuelta en una bata de raso, perfectamente enguatada, y arropados los pies con un plaid escocés finísimo: descansaba su cabeza en una gran almohada con lazos color de rosa, y tendiéndole al verle entrar su franca manecita, dijo con la débil voz de un enfermo desahuciado:
—¡Adiós, Martínez!... Sólo a usted hubiera yo recibido hoy.
El buey Apis dio un mugido, expresión fiel de la admiración, la sorpresa y el sobresalto que al punto le embargaron, y comenzó a sudar a la vista de la chimenea encendida.
—¿Pero qué es esto, señora condesa?—exclamó desolado—. ¿Sigue la jaqueca?...
—Fatal... ¡Fatal estoy!—contestó Currita—. Creo que tengo calentura... ¡y unos escalofríos!...
Y la muy ladina estremecía el débil cuerpecillo, señalando al mismo tiempo al ministro una pequeña marquesita colocada junto al fuego y al alcance de su mano: en ella se sentó el excelentísimo Martínez, dispuesto a dejarse tostar en su mullido asiento como san Lorenzo en las parrillas.
—¡Lo siento... lo siento en el alma!—dijo.
Y con sencillez verdaderamente progresista, añadió, recordando la rústica farmacopea de su tierra nativa:
—¿Por qué no se pone usted dos ruedas de patatas en las sienes?... Eso alivia mucho.
—¿Patatas?—exclamó Currita estremeciéndose de espanto. ¡Jesús, Martínez, por Dios!... Prefiero la jaqueca.
Martínez comprendió que había asomado la oreja lugareña bajo la piel del ministro cortesano, y entró en materia, dejando a un lado compasivos preámbulos y recetas caseras.
—Siento entonces venir a aumentarle a usted la jaqueca; pero el negocio es grave y urgente...
La condesa acomodó la roja cabecita en su blanda almohada con lazos rosa y fijó en el ministro sus claros ojos, que expresaban admirablemente la extrañeza. Afianzóse Martínez las gafas de oro, torció la descomunal cabeza, y amenazando a Currita con su gordo y porrón dedo, como hace el dómine que echa al niño una reprimenda cariñosa, le dijo:
—En Palacio están muy disgustados...
Currita se encogió de hombros, haciendo un gracioso pucherito como quien dice: ¿Y a mí qué me cuenta usted?...
—Sí, señora—prosiguió el ministro—. Su majestad el rey,