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algo importante?—preguntóle Butrón en voz baja, leyendo la lista al mismo tiempo que Currita.

      —¡Pchs!... Nada—contestó esta.

      Mas sus ojos se fijaban con extrañeza en esta partida inventariada en la larga lista: «Un paquete de veinticinco cartas, atado con una cinta de color de rosa».

      El respetable Butrón tomó de nuevo la palabra. El peligro había pasado, pero era necesario sacar todo el partido posible de aquella victoria: hacíase indispensable meter mucho ruido, gran ruido, propagar el escándalo por todas partes para despertar la indignación y excitar los ánimos en contra del Gobierno y de la dinastía intrusa... Para ello, todas las señoras acudirían aquella tarde a la Castellana con las airosas mantillas españolas y las clásicas peinetas de teja, que eran ya señal convenida de valiente protesta; y a la noche siguiente, él, Butrón mismo, daría un gran baile en honra de Currita de puro carácter político, al cual podían ya darse por convidados todos los presentes... Las señoras lucirían todas, en la cabeza, la flor de lis, emblema de sus esperanzas; los caballeros, un lazo blanco y azul en el ojal del frac, colores propios y significativos de los desterrados Borbones.

      El entusiasmo fue entonces indescriptible; las damas rodearon el grupo que Currita y Butrón formaban, empujándose unas a otras, charlando todas a un tiempo, esgrimiendo los colosales abanicos que por aquel verano estaban de moda con el poco elegante nombre de Pericones.

      —¡Bien! ¡Bravo!—gritó Gorito Sardona—. ¡El coro de los puñales!... ¡Butrón, a usted le toca bendecirlos!

      Y se puso a cantar el

      Giusta é la guerra, e in cuore

       Mi parla un santo ardore,

      de Meyerbeer en los Hugonotes. Esto hizo reír mucho a todas aquellas señoras, y unas en pos de otras comenzaron a retirarse, nerviosas, entusiasmadas, confesándose mutuamente que era muy entretenido conspirar danzando y luciendo trapos en la Castellana; que era más fácil de lo que ellas creían derribar un trono a abanicazos.

      Mientras tanto, Villamelón, escurriéndose tras cortinas, puertas y tapices, miraba desfilar la ilustre concurrencia sin osar presentarse ante ella. Lo que más le incomodaba a él era que le hubiesen roto dos cristales, allá abajo, en la mampara.

      Al verse a solas Currita, preguntó al viejo empleado, enseñándole la lista:

      —Pero diga usted, don Pablo... ¿De quién eran esas veinticinco cartas?

      El viejo se encogió de hombros.

      —No sé—contestó—. El jefe de orden público leyó tres o cuatro y se las guardó con una risita que me dio mala espina.

      —¿Pero dónde estaban?

      —En aquella arquita antigua que está en el gabinete de la señora condesa... Es un cajoncito con secreto.

      —¿En el secrétaire del boudoir?—dijo Currita aún más sorprendida—. ¡Pero si allí no había nada!... A ver, venga usted conmigo.

      Había, en efecto, en un rincón del boudoir, una preciosa arquilla, obra acabadísima de marquetería italiana del siglo XVI, de ébano, tallado con ricas incrustaciones de carey, plata, jaspes y bronces. Currita abrió la gran tapa delantera, cuyas bisagras y cerrajas doradas dejaban ver, a través de sus artísticos calados, un fondo de terciopelo rojo, y entonces apareció el interior de aquel precioso mueble, compuesto de bellísimos arquitos, de galerías en miniatura en que encajaban infinidad de cajoncillos, ocultándose los unos a los otros, con múltiples secretos.

      —Pero ¿dónde estaban esas cartas?—preguntó Currita impaciente, abriendo uno a uno los lindos cajoncitos.

      —Aquí abajo—contestó don Pablo.

      Y apretando un resorte de bronce, hizo saltar otro cajoncito oculto, que dejó escapar, al abrirse, un suave olor de violetas secas. Currita metió dentro la mano y encontró en el fondo un ramo marchito de aquellas fragantes flores; miró algún tiempo con cierta extrañeza, como quien pretende recordar algo, y exclamó al fin, cayendo en la cuenta:

      —¡Ya!

      Y de repente, poniéndose muy seria con la enfurruñada cara de quien se teme un chasco pesado, murmuró muy enfadada:

      —¡Pues tendría que ver!... ¡Estaría bonito!...

       Índice

      Bueno estaba para bollos el horno del señor gobernador a las dos de la tarde de aquel mismo día 26 de junio. La noticia de la visita de la policía al palacio de Villamelón había llegado a las altas esferas del Gobierno, causando en ellas sorpresa y disgusto: ignorábase allí la causa de aquella violenta medida del gobernador, y esperábase todavía, por otra parte, obligar a la Albornoz a aceptar el cargo de camarera, a pesar de la escena cómico-dramática que entre ella y el excelentísimo Martínez había tenido lugar la víspera. Porque, como el lector habrá ya adivinado, no obstante los enredos de la tramposa señora, los compromisos de esta con el Gobierno eran tan reales y positivos como había asegurado dos días antes la condesa de Mazacán en casa de la duquesa de Bara.

      Resentida profundamente Currita por lo que ella creyera desaire de la abdicación, había decidido al punto pasarse con armas y bagajes al enemigo, satisfaciendo de este modo sus femeniles deseos de venganza y realizando al mismo tiempo su continuo anhelo de dar que hablar a todo el mundo y ser siempre la primera de la primera línea. El nuevo monarca era joven y guapo, y una vez teniéndole ella a su alcance en el puesto de camarera, parecíale fácil amalgamar en poco tiempo, en sí misma, dos personalidades históricas que le eran muy simpáticas: mademoiselle de La Vallière y la princesa de los Ursinos.

      Costóle, sin embargo, algún trabajo reducir a Villamelón a secundar sus planes, porque encastillado este en lo que llamaba su honor, empeñábase en vivir y morir fiel a la dinastía caída. Supo al cabo Currita convencerle, y cauta siempre, y sin dar ella la cara, encargóle a él entablar las negociaciones con don Juan Antonio Martínez y el ministro de Ultramar, personajes ambos que con traidora previsión había procurado desde mucho tiempo antes atraer a su casa, importándosele un bledo los aristocráticos aspavientos de sus ilustres amigas. Las condiciones impuestas por la condesa eran un considerable aumento de sueldo para ella y la Secretaría particular de don Amadeo para Juanito Velarde, adorado amigo que a la sazón privaba.

      El encargo era fácil, dado el afán que de llenar aquel desairado cargo con un grande de España existía en la corte y en el Gobierno. Villamelón, sin embargo, cometió una pifia contra las terminantes prescripciones de Currita. Habíale encargado esta que por ningún concepto soltara prenda por escrito en el manejo de aquel negocio, y por no faltar el majadero a una cita que con cierta viuda problemática tenía, a la misma hora en que le citaba también el ministro, dejó escapar aquella malhadada carta dirigida a este, que tan serias complicaciones había de traer más tarde.

      Mientras tanto, la carta de la reina Isabel vino a desbaratar todo lo hecho, y con su desfachatez sin igual, volvióse atrás Currita, dejando a la corte y al Gobierno burlados, y en las astas del toro a su marido. No satisfecha con esto, y para acallar los peligrosos rumores, que, atizados por Isabel Mazacán, corrían de lo sucedido, imaginó denunciarse a sí misma al gobernador, escribiéndole un anónimo en que con pruebas patentes y señales manifiestas aseguraba que la condesa de Albornoz y el marqués de Butrón urdían un complot vastísimo, existiendo en poder de ellos papeles muy importantes para la causa alfonsina. El incauto gobernador cayó en el garlito, y ya hemos visto la admirable profundidad con que secundó los atrevidos planes de aquella ilustre bribona, cuyas mezquinas intriguillas traían en conmoción a toda la corte. La visita de la policía afianzaba para siempre la fama de su lealtad alfonsina, dándole una importancia en el partido que la ponía por completo a cubierto de las pretensiones de la corte amadeísta. Así lo comprendió el

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