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Pequeñeces. Luis Coloma
Читать онлайн.Название Pequeñeces
Год выпуска 0
isbn 4057664110381
Автор произведения Luis Coloma
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Formaban ya allí los carruajes ordenada fila, y entonces pudo apreciar el marqués de Butrón todo el numero y arrogancia de sus huestes femeninas. Allí estaba él en un landó de colores oscuros, teniendo a su derecha a la marquesa, respetable señora que llevaba uno de los nombres más ilustres de España, y podía hacer gala de una de las reputaciones más sin tacha de la corte. Más lejos iba Isabel Mazacán con Leopoldina Pastor, en un milord preciosísimo; Pilar Balsano, la duquesa de Bara, Carmen Tagle y otra infinidad de estrellas y constelaciones del gran mundo, entre las que descollaba la señora de López Moreno con su hija Lucy, vestida ella de azul con mantilla blanca y grandes rosas en la cabeza, ocupando casi por completo una gran carretela con arreos a la calesera, y cochero y lacayo con sombrero calañés, pantalón y chupa de oscuro terciopelo. Todas ellas, mujeres problemáticas, y otras mil y mil mujeres frívolas y superficiales en apariencia, pero honradas en el fondo las más, sólidamente virtuosas y sensatas muchas de ellas, saludaban al pasar a la ilustre bribona, inclinándose todas a su paso, rindiéndole el homenaje de sus sonrisas y su envidia, haciéndose reas de la perniciosa condescendencia con el vicio, llaga mortal de las grandes sociedades, contribuyendo con su presencia y con su lujo, por necedad, por debilidad o por malicia, al gran pecado del escándalo, al triunfo de la más ruin bellaca que urdió jamás trapisondas en la corte.
No duró mucho, sin embargo, la apoteosis... Nadie ha podido explicar nunca cómo sucedió aquello: unos dicen que vino del Hipódromo; otros, que del barrio de Salamanca; algunos, que de un hotelito que, emboscado en un jardín, existe en la Castellana. Es lo cierto que, de repente, apareció en la fila de coches un gran landó a la Daumontl con cuatro caballos blancos; venían dentro dos mujerzuelas de vida airada, abigarradamente vestidas de encarnado, con pomposas mantillas y enormes peinetas, poniendo en asquerosa caricatura a las damas de la aristocracia. En el asiento de enfrente, un rufián con sombrero de copa un poco ladeado y largas patillas postizas, parecía parodiar a cierto prócer famoso que en aquel tiempo hacía gran papel en las filas alfonsinas[8].
Aquello no fue un bofetón, fue una coz, una patada del excelentísimo Martínez, que acababa de un golpe con las peinetas y mantillas, con más facilidad que acabó Esquilache con los sombreros y las capas. Díjose luego que, desde una ventana del hotelito escondido, había él presenciado la escena, con las manos a la cabeza, sacudiendo la cabezota, dejando oír su risita de cazurro, de paleto empingorotado.
—¡Ju, ju, ju, ju!...
Entonces hubo un momento de confusión grandísima, de alarma verdadera: algunos hombres de a pie y de a caballo se lanzaron sobre el coche con los bastones enarbolados, para hacerlo salir de la fila. Intervinieron los guardias de orden público en favor de las mujerzuelas, y mientras tanto, huyeron en un segundo los lujosos trenes, al galope, a la desbandada, mordiéndose los hombres el bigote de despecho, escondiendo las mujeres, llenas de vergüenza, los rostros azorados.
Sólo quedó Currita incorporada en su coche, abriendo mucho los claros ojos, abofeteando a todas aquellas mujeres honradas, cuya culpa consistía en admitirla a ella en su trato, con estas candorosísimas palabras, dichas para tranquilizar a su prima:
—Pero mujer... ¿Qué ha sucedido?... ¿Por qué se van?... Que haya otras dos más, ¿qué importa?...
—IX—
Los periódicos ministeriales de la tarde guardaban un estudiado silencio sobre la visita de la policía al palacio de Villamelón, como si obedeciesen todos a una misma consigna. Los diarios oposicionistas, por el contrario, soltaban, ocupándose del suceso, todos los registros de sus respectivas trompeterías, prorrumpiendo en gemidos o gritos de horror, según les soplaba el viento, a la elegía o al ditirambo...
Ningunos gemidos, sin embargo, tan perfumados; ningunos gritos de horror tan rítmicos, como los lanzados por la pluma del espiritual Pedro López en el artículo El primer paso, que publicaba aquella tarde La Flor de Lis. Indudable era que Pedro López había mascado raíz de lirio antes de lanzar aquellos suspiros confitados, que había modulado sus gritos de horror sobre aquellos trinos de Stagno:
Voi parlate di patria
E patria piu non è.
que había llorado sobre el rosado papel lágrimas de agua de Colonia; que había, en fin, creído, al empuñar la pluma en sus manos lavadas con pâte agnel, tremolar una bandera con un palo de sombrilla por asta y un encaje de Bruselas por lienzo... ¡Oooh!... Cuando Pedro López posó su turbada planta en el palacio de los marqueses, cuando vio profanadas por groseros pies de sicarios de un poder bastardo y despótico aquellas mullidas alfombras que tantas veces habían hollado en rítmicos movimientos del baile las bellezas más valiosas de la corte, angustia mortal oprimió su corazón, nube de sangre cegó sus ojos, y una palmada de su propia mano vino a herir su frente sin que—¡pásmese el lector!—notase Pedro López que sonaba a hueco... Sonóle a un ¡ay! fatídico, a voz triste, lejana, misteriosa, crepuscular, que murmuraba a lo lejos: ¡El primer paso!... ¡El primer paso dado hacia el noventa y tres... el primer paso dado hacia el Terror!... ¡Oooh!... Allí había visto Pedro López sumida en el más profundo desconsuelo, y vistiendo elegante saut du lit, con falda plissée, de fular de seda y encajes crema a la bella condesa de Albornoz, ideal como la Ofelia de Shakespeare a orillas del lago, digna como la María Stuard de Schiller en el castillo de Fotheringhay, sublime como la princesa Isabel, la hermana de Luis XVI, que llamó la posteridad el Ángel de la guillotina... ¡Aaaah! Allí había visto Pedro López y estrechado su mano al hidalgo caballero, al pundonoroso marqués de Villamelón, postrado en el lecho del dolor, cual león enfermo, derramando lágrimas de varonil despecho por no poder desenvainar, en defensa de su noble hogar allanado, la gloriosa espada de cien ilustres progenitores... ¡Oooh!... Y en torno de aquellas dos nobles figuras realzadas aquel día por el infortunio, elevadas por ruin despotismo de un gobierno sobre el gloriosísimo pedestal de la picota de sus iras, Pedro López había visto agruparse, más hermosas mientras más doloridas, y tan elegantes en su sencillo negligé; de mañana como en sus soberbias toilettes de otras ocasiones, a las bellísimas duquesas de A., B. y C.; a las lindísimas marquesas de D., E. y F.; a las encantadoras condesas de G., H. y L; a las preciosas vizcondesas de J., K. y L.; a las monísimas baronesas de M., N. y Ñ., y a las espirituales señoras y señoritas de O., P. y Q. También el sexo feo estaba dignamente representado por el venerable marqués de Butrón, espejo de caballeros, y por los duques, marqueses, condes, vizcondes, barones y señores de tal o cual, y por otras muchas personas notables que, en lo inmenso de su emoción, quizá dejaba Pedro López involuntariamente de enumerar.. ¡Aaah! ¡El primer paso!... Todas las frentes parecían inclinarse bajo el peso de un mismo pavoroso pensamiento... Mas habló el ilustre marqués de Butrón, y al eco de su mágica palabra irguiéronse las nobles cabezas y viéronse allí ilustres vendeanos dispuestos a disputar palmo a palmo el terreno; garridas Marfisas y Bradamantes, capaces de realizar con el brillo de sus ojos las proezas de aquellas heroicas amazonas de las primeras cruzadas...
Aquí ponía Pedro