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sus gruesos labios para chupar un cigarrito de papel, y reíase maternalmente al ver a su hija Lucy, recién salida del colegio, dar pequeñas chupadas en el cigarro mismo de Angelito Castropardo. Chupaba la niña y tosía haciendo monadas; chupaba Angelito para darle magistral ejemplo, y tomaba a chupar y a toser la colegialita, encontrando el juego muy divertido. Parecía complacerla mucho tener por maestro un grande de España, y procuraba estudiar el chic de aquellas ilustres damas, que como modelos de distinción le proponía su madre. Todavía, sin embargo, encontraban en ellas sus ojos de colegiala cosas harto extrañas.

      Disgustaban a la duquesa las risotadas de la banquera; pero pasaban de dos millones las hipotecas que el cónyuge de esta tenía sobre los bienes de aquella, y ante la perspectiva de una prórroga necesaria, era preciso preparar el terreno con paciencia y amabilidades.

      Leopoldina Pastor, varonil solterona que pasaba ya de los cuarenta, guapa y muy erudita, despachaba una buena ración de brioche milanaise, disputando con don Casimiro Pantojas, antiguo director de Instrucción Pública, académico de la Lengua y celebérrimo literato. Habíase inaugurado aquella semana el tranvía del barrio de Salamanca, y lamentábase el académico de que el vulgo de Madrid se empeñase en hacer masculino el nuevo vehículo, contra el dictamen de algún colega suyo, que por femenino lo tenía.

      La señorita de Pastor, ardiente defensora de los fueros gramaticales, prometióle hacer por todas partes propaganda de la tranvía; pero escapósele al bueno de don Casimiro que era el académico en cuestión don Salustiano Olózaga, y Leopoldina varió al punto de dictamen, exclamando muy enfadada:

      —¡Imposible que sea femenino!... Olózaga es un indecente amadeísta que ha impuesto a Thiers el Toisón de oro; y eso no se lo perdona ninguna alfonsina... ¡Pues no faltaba más!... ¡El tranvía se dice, y el tranvía se dirá!...

      Y todos convinieron en poner pantalones al tranvía, incluso Fernando Gallarta y Gorito Sardona, gomosos del Veloz; y el grave marqués de Butrón, ministro plenipotenciario antes de la gloriosa, y gastrónomo distinguido únicamente después de ella. Era el marqués en extremo peludo, y la reina Isabel solía llamarle Robinsón Crusoe, porque, según aseguraba, sólo con la cara de su ministro plenipotenciario podía figurarse al famoso náufrago vestido de pieles en su isla desierta. Y en honor de la verdad, aquellos destinos del orbe entero, que encerraba Napoleón en el pliegue vertical de su frente, podían quedar entre las cejas del marqués perfectamente arropados, como entre dos pellejos de conejo.

      Frunció, pues, Butrón el formidable pliegue, y mirando la ceniza de su cigarro, dijo solemnemente:

      —¡Olózaga!... El y sólo él sirve de puntal a esta situación que se desmorona... Sin su habilidad y sus esfuerzos, tendríamos ya la Restauración planteada hace medio año.

      Indignáronse mucho las damas, y Carmen Tagle exclamó lastimeramente:

      —¡Y tanta apoplejía vacante!... ¡Tanta pulmonía desperdiciada!...

      El marqués, que estaba realmente al tanto de los manejos de la política reaccionaria, siguió perorando, y Carmen Tagle dejó de prestar atención para ponerla a lo que pasaba a sus espaldas, detrás de un caballete de terciopelo rojo, medio cubierto airosamente con una pieza de seda del siglo XVI, sobre la cual se destacaba una linda acuarela de Worms. Asomaban por entre las rojas patas del caballete las faldas de una dama y las piernas de un caballero, y eran estos incógnitos María Valdivieso y Paco Vélez, que sostenían allí hacía media hora una pelotera de dos mil demonios. La colegialita Lucy alargaba también la oreja a ver si pescaba algo, y pescó, en efecto, por dos o tres veces, el nombre de Isabel Mazacán y el de cierto actual ministro, muy joven y muy guapo, llamado García Gómez. A poco hizo otra pesca más gorda: habíasele escapado a la dama un iracundo ¡Canalla! y al caballero una grosera palabrota que hizo a Lucy pegar un respingo, poniéndose muy colorada, y a Carmen Tagle exclamar entre dientes, con su proverbial frescura:

      —Ô mon Dieu; quel gros mot!...

      Y levantando la voz un poco, dijo volviendo el rostro hacia el caballete:

      —Pero, María, ¿no vienes?... Mira que se está enfriando el té...

      Apareció entonces la Valdivieso por el laberinto de monerías y riquezas artísticas que llenaba la pieza, y vino a sentarse junto a Carmen Tagle, muy sofocada y echando por los ojos relámpagos de ira. Paco Vélez salió por el otro lado del escondite con las manos en los bolsillos, coloradas las orejas y mordiéndose los labios, y se detuvo a examinar, con aire de inteligente, una bellísima lámpara de cobre repujado que sobre una columna salomónica hacía pendant con el caballete. Lucy, que no conocía a la Valdivieso, preguntó muy bajito a su maestro Castropardo, si aquel otro señor era su marido.

      ¡Su marido!... ¡Jesús, y qué risa tan grande y tan guasona le entró entonces a Angelito Castropardo!... Pero ¿de dónde diablos había sacado aquella criatura la peregrina idea de que fuese aquel un matrimonio?...

      —¡Como reñían de ese modo!...—dijo, muy apurada, Lucy.

      Castropardo sufrió otro acceso de hilaridad, y pudiendo apenas decir entre su risa «¡Pues tiene sombra la pregunta!», fue a contar al oído de la duquesa la ocurrencia de la colegiala.

      Pasóseles por alto a todos los demás este pequeño incidente, distraídos con la negra pintura de la situación actual, que deliberadísimamente les hacía el peludo diplomático; sabía muy bien que eran el brazo derecho de los políticos de la Restauración las señoras de la grandeza, y tenía él a su cargo enardecer y dirigir el celo de tan ilustres conspiradores. Ellas, con sus alardes de españolismo y sus algaradas aristocráticas, habían conseguido hacer el vacío en torno de don Amadeo de Saboya y la reina María Victoria, acorralándolos en el palacio de la plaza de Oriente, en medio de una corte de cabos furrieles y tenderos acomodados, según la opinión de la duquesa de Bara; de indecentillos, añadía Leopoldina Pastor, que no llegaba siquiera a indecentes. Las damas acudían a la Fuente Castellana, tendidas en sus carretelas, con clásicas mantillas de blonda y peinetas de teja, y la flor de lis, emblema de la Restauración, brillaba en todos los tocados que se lucían en teatros y saraos. Allí mismo y en aquel momento, la señora de López Moreno llevaba una colosal, empedrada de brillantes; y con mejor gusto para aquella hora y aquel traje, llevábanla también las otras damas, de oro mate con esmaltes. Leopoldina Pastor lucía una de trapo del tamaño de una zanahoria, colocada en lo más alto de su sombrero.

      Pavoroso era el cuadro que el marqués dibujaba... Aislado el pobre rey, miraba sin cesar hacia la frontera, esperando la contestación a su discurso del 3 de abril que aún no había obtenido respuesta el 21 de junio. Sucedíanse las crisis ministeriales, frecuentes, periódicas, como calenturas de terciana, hasta engendrar un ministerio llamado de Santa Rita, por ser esta Santa abogada de imposibles. Sublevábanse en las provincias tropas y paisanos; los tenderos se amotinaban en Madrid y daban una pedrada al alcalde; y cinco días antes, el 18 de junio, un populacho soez recorría las calles apedreando los cristales, y rompiendo los faroles de la iluminación con que celebraban muchos el aniversario del pontificado de Pío IX, mientras un gentío inmenso, de todos los colores y matices, aplaudía en los jardines del Retiro El Príncipe Lila, grotesca sátira en que designaban al monarca reinante con el nombre de Macarroni I. Varios gomosos del Veloz-Club, de los cuales era uno Paco Vélez, habían pagado a tres saboyanitos para que, escondidos en un palco proscenio del teatro a que asistía don Amadeo, interrumpiesen de repente la función, cantando al son de sus violines y arpas el conocido estribillo:

      Cicirinella tenía un gallo

       E tutta la notte montava a caballo,

       Montava la notte bella

       ¡Viva il gallo de Cicirinella!

      Divertía esto mucho a las damas, porque claro está que ello había de allanar el camino de la Restauración porque ansiosas trabajaban; pero lo temible, lo negro—y el marqués acentuaba los pavorosos tintes de su rostro, enarcando las pieles de sus cejas—, era que los carlistas comenzaban a removerse en el norte, y los republicanos en todas partes, y hacíase difícil defender

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