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una verdadera tempestad de besos, gritos, abrazos, bendiciones, llantos de alegría y gemidos de gozo. Sólo el niño que había declamado los versos quedó solitario en su asiento, sin padre ni madre que le recibieran en sus brazos; la pobre criatura dirigió una larga mirada al dichoso grupo, y con sus premios en la mano, salió lentamente por una ancha galería en que comenzaban a amontonar ya los criados los equipajes de los niños que se marchaban. Había en un extremo un gran mundo con las iniciales F. L. en la tapa, y sobre él se sentó el niño como esperando algo, con los premios al lado, la cabeza baja y la gorrita en la mano, triste, silencioso, inmóvil. La alegre algazara del salón llegaba a sus oídos, y poco a poco fuese levantado su pechito, hinchóse su garganta y rompió a llorar amargamente, en silencio, sin sollozos, sin suspiros, como lloran los que tienen en el corazón el manantial de sus lágrimas. Los criados comenzaban ya a cargar los equipajes, y los grupos de padres y niños se dirigían a la puerta con alegre barullo, sin que nadie reparase en el niño solitario, a veces, un compañero le daba al pasar una palmada cariñosa, o un profesor que corría apresurado le enviaba una sonrisa, y el niño sonreía también sorbiéndose las lágrimas.

      Una señora gorda, de aspecto bondadoso, hallóse en aquellas apreturas al lado del niño, llevando de la mano a un chiquillo gordinflón que sólo había obtenido un premio de gimnasia. Notó este las lágrimas de su compañero, y tirando de las faldas a la señora, le dijo al oído:

      —Mamá... mamá... Luján está llorando.

      —¿Por qué lloras, hijo?—le preguntó la señora compadecida—. ¡Si has declamado muy bien! ¿No has sacado premio?

      Púsose el niño muy encarnado y, levantando la cabeza con infantil orgullo, contestó mostrando los que junto a sí tenía:

      —Cinco... y dos excelencias...

      —Digo... ¿Cinco premios y todavía lloras?...

      El niño no contestó; bajó la cabeza como avergonzado, y de nuevo corrieron sus lágrimas.

      —Pero, ¿qué tienes, hijo?—insistió la señora—. ¿Estás malo?... ¿Por qué lloras?

      Un inmenso desconsuelo, que desgarraba el alma en aquella carita de ángel, se pintó en las facciones del niño; con los dientecillos apretados y los ojos rebosando lágrimas y amarguras, contestó al cabo:

      —Porque estoy solo. Mi mamá no ha venido. ¡Nadie ha visto mis premios!...

      La señora pareció comprender toda la profunda amargura que encerraba aquel sencillo lamento. Saltáronsele las lágrimas, y mientras con una mano acariciaba la rubia cabeza del niño, apretaba con la otra contra su seno la de su hijo, como si temiese que pudiera faltarle alguna vez aquel blando regazo.

      —¡Ángel de Dios!—decía al mismo tiempo—. ¡Pobrecito mío!... Tú mamá no habrá podido venir; estará fuera, sin duda... ¿Cómo se llama?...

      —La condesa de Albornoz—respondió el niño.

      Una violenta expresión de ira se pintó en el rostro de la señora al oír este nombre; volvióse bruscamente hacia una joven que la acompañaba, y exclamó con más impetuosidad que prudencia:

      —Pero, ¿has visto?... ¡Si esto clama al cielo!... ¡Pícara madre! ¡Pícara madre!... Mientras este ángel llora, estará ella escandalizando a Madrid como acostumbra.

      —¡Calla mujer!—replicó la otra, mirando con inquietud al niño...

      —Pero ¿quién ve con paciencia esto?... ¡Lástima de hijo para tal madre!... Desde el fin del mundo hubiera venido yo por ver recibir al mío su premio de gimnasia... ¡Anda con Dios, hijo! Eso indica que cuando seas grande sabrás tirar de un carro... ¡Con tal que me seas bueno!... ¿No es verdad, Calixto, vida mía?...

      Y estampaba en las mofletudas mejillas de su hijo esos estrepitosos y apretados besos de las madres, que parecen mordiscos del alma.

      El niño, enjugándose sus grandes ojos de un azul profundo, como el mar visto de lejos, no se enteraba de nada. La señora volvió a decirle:

      —Vamos, hijo mío, no llores... Anda, Calixto, no seas pazguato, dile algo a ese niño... ¿No ves que llora?... ¿Cómo te llamas, hijo?

      —Paquito Luján—respondió el niño.

      —Pues no llores, Paquito, que tu mamá te estará esperando en casa... Mira, Calixto, dale una de las cajas de dulces que te he traído..., o mejor será que le des las dos; yo te compraré otras.

      Y como viese que el niño rechazaba la linda cajita de la Mahonesa, que no del todo satisfecho le alargaba Calixto, añadió:

      —Tómalas, hijo... Esta para ti, y la otra para tus hermanos... ¿No tienes hermanitos?...

      —Tengo a Lilí.

      —Pues llévale una a Lilí. Y llévale también esto... y la buena señora estampó en las mejillas del niño, llenas de lágrimas, otros dos sonoros besos, que en vano pretendían suplir en ellas el calor que les faltaba de los besos de su madre. Un lacayo con larga librea verde aceituna, coronas condales en los botones y sombrero de copa con gran cucarda rizada en la mano, se acercó entonces al grupo:

      —Cuando el señorito quiera, está esperando el coche—dijo respetuosamente al niño.

      El pobre señorito se levantó de un salto, y abrazando con un movimiento lleno de gracia al gimnasta Calixto, se dirigió a la puerta, sin querer entregar al lacayo el envoltorio de sus premios. En la verja del jardín le detuvo el padre rector, que allí estaba despidiendo a los niños; besóle Paquito la mano, y abrazándole él cariñosamente, le habló breve rato al oído.

      Púsose el niño muy encarnado, corrieron de nuevo sus lágrimas y con verdadera efusión llevó por segunda vez a sus labios la mano del religioso.

      Poco a poco fueron desfilando los carruajes, y cesaron al fin los gritos de despedida.

      —¡Adiós!... ¡Adiós!...—repetía el anciano.

      Todavía aparecían algunas manitas saludando a lo lejos por las ventanillas de los coches:

      —¡Adiós!... ¡Adiós!...

      Ocultáronse al fin todos en el último recodo del camino, y sólo quedó la llanura árida, la polvorienta carretera, el pueblo de barracas, el colegio solitario, silencioso como una jaula de jilgueros vacía, y a lo lejos, acechando entre la bruma, Madrid, la gran charca.

      El pobre viejo dejó caer entonces los brazos abatidos, bajó tristemente la cabeza, y entróse en la capilla murmurando:

      ¡Oh Virgen del Recuerdo dolorida!

       ¿Se acordarán de ti?

       Índice

      Era aquella misma tarde poca la animación y escasa la concurrencia en el fumoir de la duquesa de Bara. Casi tendida ésta en una chaise-longue, quejábase de jaqueca, fumando un rico cigarro puro, cuya reluciente anilla acusaba su auténtico abolengo: tenía sobre las faldas, sin anudarlo, un delantillo de finísimo cuero y elegante corte, para preservar de los riesgos de un incendio los encajes de su matinée de seda cruda, y sacudía de cuando en cuando la ceniza en un lindo barro cocido, que representaba un grupo de amorcillos naciendo de cascarones de huevo en el fondo de un nido.

      Pilar Balsano fumaba, haciendo figuras, otro cigarro no tan fuerte, pero sí tan largo como el de la duquesa, y Carmen Tagle se desquijaraba chupando un entreacto que se mostraba algún tanto rebelde.

      —Está visto que no tira—dijo de pronto.

      Y para cobrar nuevas fuerzas se bebió poquito a poco, y con aire muy distinguido, una tercera copita del whisky, bastante fuerte, que juntamente con el té,

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