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en que hemos podido descubrir, ser, expresar y amar nuestros sí mismos, en que hemos podido ser amados debido al sí mismo que verdaderamente somos.

      En efecto, como ya he insinuado, estos ensayos cuestionarán si, o tal vez dónde, este ideal regulatorio del sí mismo funcionó realmente de un modo autoevidente. Sugerirán que las imágenes de la persona o del sujeto que han estado activas en diversas prácticas han sido históricamente más dispares que lo implicado en tal argumento; que diversas concepciones del ser persona han sido desplegadas en las prácticas espirituales del cristianismo, en la consulta del médico, en la sala de operaciones de un hospital, en las relaciones eróticas, en el mercado de valores, en las actividades escolares, en la vida doméstica, en la milicia. Ese ideal del sujeto unificado, coherente y centrado en sí mismo ha sido encontrado, tal vez de manera más habitual, en aquellos proyectos que han lamentado la pérdida del sí mismo en la vida moderna, que han buscado recobrar un sí mismo, que han instado a las personas a respetar el sí mismo, que nos han conminado a cada uno de nosotros a afirmar nuestro sí mismo y a tomar responsabilidad sobre él. Proyectos cuya existencia misma sugiere que el sí mismo es más una meta o una norma que algo dado de modo natural. Recíprocamente, en ciertos proyectos este sí mismo universal ha aparecido como aquello que articulaba el conocimiento, un conocimiento estructurado por la presuposición de que un relato sobre el ser humano tenía que ser, al menos en principio, sin límites, en la medida en que los humanos poseían ciertas características universales, procesos morales, fisiológicos, psicológicos o biológicos que luego se transformaban en formas regulares y predecibles de producir individuos particulares y únicos. Si nuestro actual régimen del sí mismo tiene cierta “sistematicidad”, esto es probablemente un fenómeno reciente, un resultado de todos estos diversos proyectos que han intentado conocer y gobernar a los humanos como si fueran sí mismos de determinado tipo.

      En cualquier caso, en la actualidad esta imagen del sí mismo ha sido cuestionada, tanto práctica como conceptualmente. Toda una serie de prácticas que se relacionan con las dificultades triviales de vivir una vida han puesto en tela de juicio la unidad, la naturaleza y la coherencia del sí mismo. La nueva tecnología genética perturba la naturaleza y los límites del sí mismo en relación con lo que, reveladoramente, es llamado “reproducción”: donación de espermatozoides, trasplante de óvulos, congelación e implantación de embriones, y mucho más (cf. Strathern, 1992). El aborto y las máquinas de soporte vital, junto con los continuos debates en torno a dichos temas, desestabilizan los puntos en los cuales lo humano comienza a existir y se desvanece dicha existencia. El trasplante de órganos, la diálisis de riñones, el implante fetal de tejido cerebral, los marcapasos, los corazones artificiales, todo ello problematiza la unicidad de la corporeización del sí mismo, no sólo al establecer vínculos “no naturales” entre diferentes sí mismos a través del movimiento de tejidos, sino también al volver sumamente claro el hecho de que los humanos son intrínsecamente fabricados y “maquinados” tecnológicamente, unidos a máquinas tanto en lo que llamamos normalidad como en la patología. No es de extrañar que el cyborg, en tanto particular imagen del ser humano, se haya diseminado tan rápidamente (Haraway, 1991).

      Esta imagen del sí mismo como organismo cibernético, como híbrido no unificado, ensamblado con partes de cuerpos y artefactos mecánicos, mitos, sueños y fragmentos de conocimiento, es sólo una dimensión de un rango de desafíos conceptuales a la primacía, la unidad y lo supuestamente dado del sí mismo. Al menos dentro de la teoría social, la idea del sí mismo es historizada y culturalmente relativizada. Más radicalmente, es fracturada por el género, la raza, la clase; fragmentada, deconstruida, revelada no como nuestra verdad interior, sino como nuestra última ilusión, no como nuestro último confort, sino como un elemento en los circuitos del poder que hace a algunos de nosotros un sí mismo, mientras a otros les niega dicha posibilidad de manera plena, performando así un acto de dominación en ambos casos.

      Estos desafíos contemporáneos al sí mismo son ellos mismos, sin duda, fenómenos históricos y culturales. Como es bien sabido, los científicos sociales del siglo XIX argumentaron de diversas maneras que el proceso de modernización, la emergencia de Occidente, el carácter único de sus valores y de sus relaciones económicas, legales, culturales y morales, podían ser entendidas, en parte, en términos de “individualización”. Al desarrollar esta temática a lo largo del siglo XX —y sobre todo en sus últimas décadas—, historiadores, sociólogos y antropólogos han desplegado este argumento en un tono distinto, utilizando la especificidad cultural e histórica de la idea del sí mismo con la finalidad de relativizar los valores del individualismo.

      Se ha desvanecido ya el valor de shock de ciertas aserciones como aquellas de Clifford Geertz acerca de que:

      La concepción occidental de la persona como un universo limitado, único y más o menos integrado motivacional y cognitivamente, como un centro dinámico de conciencia, emoción, juicio y acción organizado en un conjunto característico y opuesto por contraste tanto a otros conjuntos semejantes como a su background social y natural, es, por muy convincente que pueda parecernos, una idea bastante peculiar en el contexto de las culturas del mundo (Geertz, 1979: 229, citado en Sampson, 1989: 1; cf. Mauss, 1979b).

      En respuesta a ello, antropólogos apasionados buscan ahora recuperar el sí mismo de la confusión de sus determinaciones sociales y culturales, y del relativismo que esto implica (e.g. Cohen, 1994). A pesar de dichos esfuerzos, se ha demostrado convincentemente que ha sido imposible reuniversalizar y renaturalizar esta imagen de la persona estable, autoconsciente, idéntica a sí misma y centro de la agencia.

      Las peculiaridades de nuestro régimen del sí mismo también han sido diagnosticadas por los filósofos. Los historiadores de la filosofía, especialmente Charles Taylor, han argumentado que nuestra noción moderna de lo que es ser un agente humano, una persona o un sí mismo —así como las problemáticas morales con las cuales esta noción está inextricablemente entrelazada— es

      […] un modo de autointerpretación históricamente limitado, un modo que ha venido a ser predominante en el Occidente moderno y que, por consiguiente, podría propagarse al resto del planeta; pero es un modo que tuvo un comienzo en el tiempo y en el espacio, y podría tener un final (Taylor, 1989: 111).

      Taylor rastrea esta historia a través de la interpretación de textos filosóficos y literarios, desde Platón hasta el presente, intentando abordar la cuestión “interpretativa” de por qué la gente, en distintos momentos históricos, consideró convincentes, inspiradoras o conmovedoras diferentes versiones del sí mismo y de la identidad: las “ideas fuerza” contenidas dentro de diversas nociones del sí mismo (ibíd.: 203). Taylor ha sugerido que nuestro actual sentido “desencantado” del sí mismo, en particular el valor que le atribuimos a aquel sí mismo que tiene la capacidad de liderar autónomamente una vida ordinaria, tiene múltiples “fuentes”, las cuales emergen de una noción “teísta”, que acuerda al alma humana un lugar especial en el universo; de una noción “romántica”, que subraya la capacidad de los sí mismos de crearse y recrearse; y, finalmente, de una noción “naturalista”, que ve al sí mismo como un objeto que puede someterse a la razón científica y ser explicado en términos de biología, herencia, psicología, socialización y otros conceptos afines. El “sí mismo”, cualquiera sean las virtudes de humanidad y universalidad que pueda implicar, parece ser, en consecuencia, una noción mucho más contingente, heterogénea y culturalmente relativa de lo que pretende ser, dependiente de todo un complejo de otros valores, creencias culturales y formas de vida.

      Sin embargo, Taylor conserva cierto afecto por el régimen del sí mismo tal como ha tomado forma históricamente, al igual que por los valores morales a los cuales ha sido vinculado. En esto, él es bastante inusual. Las evaluaciones morales que subyacen a este afecto han sido fuertemente discutidas por las filósofas feministas. De diversas maneras, las feministas han argumentado que la representación cultural del sujeto como sí mismo está basada en un acto de violencia simbólica continuamente repetido, motivado y generizado. Bajo esta aparente universalidad del sí mismo que ha sido construida en el pensamiento político y filosófico desde el siglo XVII, yace, en efecto, la imagen de un sujeto masculino cuya “universalidad” está basada su otro suprimido. Así, Moira Gatens afirma que

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