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comencé a pensar seriamente sobre estas temáticas, existía una alternativa. Se trataba, en principio, de una “psicología crítica” inspirada en el marxismo, pero mientras este abordaje me pareció inicialmente tentador, pronto llegué a la conclusión de que no era suficiente con denunciar a la psicología o, de manera más general, a las disciplinas “psi” como ideologías al servicio de los intereses de aquellos que se encontraban en el poder, con psicólogos profesionales actuando como “agentes del poder” para facilitar el mantenimiento del status quo, clasificando a niños y adultos, distribuyéndolos en lugares asignados a las jerarquías de clase, estatus y poder, legitimando desigualdades que tenían su origen en relaciones de producción. Estos usos de la psicología fueron ciertamente importantes pero, para mí, la pregunta central no giraba en torno a la falsedad de las nociones, conceptos, teorías o evaluaciones psicológicas, sino más bien en los modos en que éstas se granjearon el estatuto de verdades, así como en las condiciones y consecuencias de dicho estatuto. Y esto no solamente aplicaba para los abordajes psicológicos que usualmente eran objeto de crítica —todas las formas de individualización psicológica de la conducta, de las capacidades y de las prácticas asociadas a la normalización del juicio—, sino también para las alternativas que eran frecuentemente rescatadas por los críticos, vale decir, las psicologías humanistas con su foco en el reconocimiento del verdadero sí mismo y sus aspiraciones de autorrealización, dado que éstas también estaban alcanzando una importancia significativa en el surgimiento de los abordajes de las “relaciones humanas” en la administración de las personas, en prácticas que iban desde la escuela y la fábrica hasta las prisiones y el ejército. Mientras otros se volcaron hacia el aparente radicalismo del psicoanálisis en busca de bases intelectuales para un abordaje crítico, a mí me pareció que, por muy radicales que fueran las teorías de Freud en su cuestionamiento al egoísmo del sí mismo en tanto que “amo en su propia casa”,1 las propias prácticas terapéuticas psicodinámicas eran algo de este mundo, por lo que su invención, sus formas explicativas, sus prácticas y las estrategias en las cuales participaban necesitaban estar sujetas a la misma interrogación crítica que otras prácticas psi. Pero, ¿cómo debía llevarse a cabo esta interrogación?

      Mi escrito más temprano sobre psicología fue mi tesis de magíster acerca del concepto de “inadaptación”, la cual fue concebida durante el período en que fui profesor en una escuela especial para “niños inadaptados” a comienzos de la década de 1970, donde comencé a pensar en dicha idea. En esa época, en el Reino Unido, la “inadaptación” era tanto un concepto psicológico como una categoría administrativa utilizada para conceptualizar y administrar a aquellos niños cuya conducta era problemática. Era también un término que remodelaba las subjetividades de aquellos niños que eran marcados con él y de aquellos que, como yo, eran empleados para administrarlos. Allí, el saber psi no era la “aplicación” de teorías previamente desarrolladas en la academia que luego eran utilizadas para resolver problemas sociales. La dinámica iba precisamente en la dirección opuesta: las concepciones de normalidad eran precedidas y, sin duda, sostenidas por los intentos de conocer y administrar lo anormal. Pero la inadaptación no era un ejemplo aislado ni atípico. En Europa, desde el siglo XVIII, las teorías de la persona habían sido no sólo acontecimientos en el campo del saber, sino que estaban constitutivamente ligadas a formas de hacer cosas: eran también un “saber-hacer”. Mi aproximación estaba inspirada en el trabajo de Michel Foucault y, en menor medida, por algunos ensayos de Gilles Deleuze, pero, para mí, el desafío era ponerlos a trabajar en relación con las preguntas surgidas de mi propia “coyuntura” (en algún momento fui un althusseriano comprometido). No estaba interesado en la interminable industria del comentario que había crecido en torno a los escritos de estos y otros “héroes” intelectuales, sino en el “ethos” de sus investigaciones y en cómo éstas podían ser desarrolladas y adaptadas para diagnosticar los problemas que me preocupaban. Para mí, los conceptos se asemejan más a las herramientas que a las ideas: son algo para ser utilizado, modificado, torcido, revisado y aumentado, y esto es lo que, para bien o para mal, intenté hacer en los ensayos reunidos en La invención del sí mismo.

      Mi primer intento de desarrollo de este abordaje lo realicé en un largo ensayo acerca de la medición mental y la administración social, publicado en la revista Ideology and Consciousness (más tarde I&C) que fundamos con un grupo de colegas en 1977, y que posteriormente expuse con cierto detalle metodológico en mi tesis doctoral sobre el “nacimiento de la psicología del individuo”, que finalicé a comienzos de la década de 1980. Cuando, gracias a la intercesión de un académico senior de gran generosidad, obtuve un contrato para publicar mi tesis como libro, obedecí la recomendación de mi editor y eliminé estas rumiaciones metodológicas. El libro —The Psychological Complex— recibió una o dos incomprensivas y bastante hostiles reseñas, vendió cerca de 75 copias, y fue luego descartado por el editor. Por ello, en cierta medida los ensayos que conforman La invención del sí mismo intentaron articular el método que estaba procurando utilizar, a pesar de que esperaba que ello fuera más un resultado del hacer que del decir lo que hacía. Al momento de ser publicado, este libro también fue ampliamente recibido por el silencio y fue raramente reseñado o incluso referenciado por académicos consagrados. Sin embargo, a medida que pasó el tiempo fue paulatinamente considerado por estudiantes que intentaban comprender la naturaleza y el rol de las ciencias psi en sus propios dominios y, desde mi punto de vista, finalmente es preferible ser utilizado que ser reseñado. Es por esto que me resulta gratificante descubrir que hoy, más de veinte años después de su publicación y cerca de tres décadas después que empecé a trabajar en esos ensayos, los conceptos y el ethos de dichos estudios puedan aún ser de inspiración para otros, al tiempo que servir de ejemplos respecto a cómo tales análisis pueden ser realizados.

      Por supuesto, no hay que perder de vista que estos ensayos fueron reunidos en un momento de la historia del “norte global” donde la “libertad de elección” constituía el mantra de muchos proyectos gubernamentales, y donde la idea de la autoactualización del individuo emprendedor de su propio sí mismo conminaba a éste a tomar la responsabilidad sobre su propia vida y a vivirla como si fuese el resultado de elecciones tomadas libremente. Este libro surgió donde todo esto —que luego analizaré con mayor detalle— se estaba transformando en nuestro sentido común. Evidentemente, me sentía incómodo con esta celebración del sí mismo autónomo “libre de elegir”, pero no estaba convencido de las formas de la “crítica de la ideología” que se habían vuelto estándar para los críticos “de izquierda” en dicho período, incluyendo a las psicologías críticas. Me parecía entonces —como me parece ahora— que los lenguajes y las formas de juicio de las ciencias psi, y de las tecnologías del sí mismo desarrolladas por éstas, estaban efectivamente jugando un importante rol en el sostenimiento del carácter “autoevidente” de estas ideas, al tiempo que les daban credibilidad y objetividad. Los psicólogos, y todas las otras autoridades de lo psi, estaban jugando un papel relevante en la “operacionalización” de dichas ideas, diseñando estrategias que hacían posible gobernar a los individuos en nombre de su libertad y autorrealización. Las ciencias psi eran ciencias “políticas”, es decir, ciencias que sostenían determinadas prácticas de gobierno de los individuos y las colectividades que parecían legítimas porque eran veraces. A pesar de ser cierto que las ciencias psi tenían un “bajo umbral epistemológico” —como creo que alguna vez lo señaló Foucault—, esto no las volvían menos dignas de estudio, sino más bien al contrario.

      A medida que desarrollaba este trabajo me convencía, cada vez más, de que era imposible entender las políticas de nuestro presente, la emergencia y las operaciones de los “Estados de bienestar” y las críticas y alternativas que se ofrecían a ellos, sin reconocer y analizar el rol jugado por estos “ingenieros de alma humana” y, sin duda, por todos aquellos otros pequeños expertos —contadores, economistas, expertos en la organización y la administración, entre otros— que construían los espacios a ser gobernados y los sujetos que debían gobernarse. Sin embargo, después de alrededor de diez años desarrollando y explicando estos argumentos acerca de la “gubernamentalidad” —trabajando de cerca con mi colega Peter Miller— decidí volver una vez más a

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