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inicial, si algún actor comienza a dar menos y/o a recibir más, puede cambiar las condiciones del contrato social e inducir un nuevo equilibrio. Por ejemplo, alguien que evade impuestos y/o recibe subsidios gracias a acciones corruptas, cambiará las condiciones de estabilidad del contrato social. Si esas acciones no se combaten, otros actores pueden considerar natural hacer lo mismo. Pero si todos evaden o corrompen, el contrato social es inviable; cuando la evasión y/o la corrupción adquieren relevancia pública, el contrato social está en riesgo. Esta es la conclusión del enfoque RK.

      Para proteger el contrato social, las autoridades deberán reaccionar. ¿Aumentará la supervisión fiscal o el sistema político intentará compensar su debilidad en un área fortaleciéndose en otra? ¿La evasión fiscal crecerá como una enfermedad contagiosa y el desprestigio de las autoridades caerá? No podemos decirlo, pero algo sucederá. Volveremos a esto más adelante porque este es el corazón del problema que enfrenta Chile.13, 14

      Rousseau, la voluntad general y la parte indivisible del todo

      Aunque la lógica del argumento de Rousseau es impecable, mucha gente no se siente llamada por ella. Dedicaremos algunas páginas a explorar esto.

      Una razón proviene de la frase que sigue a la anterior en El contrato social (Rousseau, 1762):

      Entonces, si dejamos a un lado todo lo que no pertenece a la esencia del contrato social, veremos que podemos reducirlo a los siguientes términos: cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y a cambio cada miembro se convierte en una parte indivisible del todo.

      El punto es cuál es la “voluntad general” y en qué sentido uno es una “parte indivisible” del todo. Algunos sostienen que la “voluntad general” no existe y que no es más que una excusa para justificar la opresión de la minoría por la mayoría. Otros protestan porque una “parte indivisible del todo” es inaceptable, ya que niega los derechos del individuo.

      No creemos que sea absurdo especular que si Rousseau pudiera reescribir este párrafo, si hubiera podido prever cómo posteriormente algunas fuerzas políticas interpretaron la “voluntad general”, por ejemplo bajo el comunismo, probablemente dudaría en usar expresiones como “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder” bajo la dirección suprema de la voluntad general, que en ese caso particular corresponde al partido único.

      Lo que nos hace pensar esto es el objetivo declarado por Rousseau al inicio de la obra, y que debe iluminar la interpretación de sus escritos. Rousseau, como Locke y Montesquieu, busca establecer la legitimidad del gobierno sobre la base de la conveniencia individual de cada ciudadano bajo una lógica de libre adhesión. A pesar de su aspiración a derechos universales, el enfoque de Rousseau a fin de cuentas se puede situar dentro del individualismo metodológico, debido a que su contrato social requiere que cada individuo considere que su adhesión le conviene.

      Así, Rousseau plantea al comienzo del capítulo VI que su objetivo es:

      encontrar una forma de asociación que pueda defender y proteger con toda la fuerza de la comunidad a la persona y la propiedad de cada asociado, y por medio de la cual cada uno, junto con todos, puede obedecer solo a sí mismo y permanecer libre como antes. Tal es el problema fundamental del que el contrato social proporciona la solución.

      No debería ser necesario hacer más comentarios a esta prosa tan clara.

      La lógica contractualista aspira a la existencia de un gobierno legítimo; uno que pueda requerir a cada ciudadano que aporte lo que en términos de justicia le corresponde aportar. Según algunas interpretaciones, tal gobierno puede alcanzar un tamaño considerable. Sin embargo, el tamaño del Estado y la opresión de los ciudadanos son dos problemas diferentes. Posiblemente hoy no existen países donde haya más libertad que donde tienen más gobierno; o sí, un ejemplo, Escandinavia. Y a su vez, posiblemente no hay países donde no se ejerza mayor opresión del ciudadano común que donde el gobierno sea muy débil o casi inexistente, como en muchos países africanos. En algunos de estos casos, las sociedades están sujetas a dos formas diferentes de opresión.

      Una es la opresión del Estado; algo a lo que el contractualismo se opone fervientemente. Otra es la opresión de otros agentes privados. Por lo general, esto no es una consideración directa del contractualismo, pero ciertamente debería ser una de manera indirecta. De hecho, la opresión entre las partes privadas puede explicarse por la negligencia o las fallas de supervisión del Estado respecto del ejercicio de la fuerza entre privados.

      Creemos no exagerar si postulamos que la paz y la libertad son siempre responsabilidad de los gobiernos e, independientemente de quién provoque la opresión, los ciudadanos esperan que sus autoridades creen las condiciones para que haya paz y libertad.

      La caricatura del Leviatán

      El problema, de acuerdo con Binmore, radica en que tanto la izquierda como la derecha caricaturizan el Estado, el Leviatán.

      La izquierda piensa en un Leviatán “ingenuo”, inclinado hacia el bien común. El Estado es enorme, parece sólido e inmutable, pero es víctima de fracasos, captura y corrupción. Es sincero asumir una inclinación innata del Leviatán hacia el bien común. Sin embargo, la búsqueda del bien común debe ser el estándar por el cual juzgamos las acciones del Estado. La búsqueda del bien común no debe ser un supuesto de trabajo con el que analizar el Estado, sino un estándar con el que medimos lo que hacen los funcionarios y las políticas estatales. Es con respecto a ese estándar que podemos identificar las fallas del Estado e inducir reglas, condiciones e incentivos para que el resultado se acerque al bien común.

      Con respecto a la derecha, Binmore dice, reflexionando sobre la idea de Margaret Thatcher de que no existe la “sociedad”, que el rechazo del ingenuo Leviatán se transforma en la derecha en un rechazo a cualquier forma de Leviatán. Tal posición no puede defenderse, excepto por razones estrictamente ideológicas.

      Dejemos de lado los bocetos y busquemos soluciones realistas en el mundo del segundo mejor.

      Desde la lógica contractualista, una política pública es deseable si aumenta la libertad de las personas y fortalece la cohesión de la ciudadanía. Tal cohesión no significa igualdad y menos dictadura. Esto último es lo que, según Binmore, Thatcher temía: que cualquier Leviatán que no sea el mínimo se vuelva tiránico.

      En la lógica de la teoría de juegos que desarrolla Binmore, la interpretación de la cohesión es sutil: se trata de generar, en un contexto de incertidumbre e información imperfecta, condiciones de igualdad suficiente para que prevalezca un mínimo de lealtad entre los participantes que el contrato social permite.

      ¿Podríamos cambiar, en la oración anterior, la palabra igualdad por bienestar o ingresos? Supongo que la respuesta es no. La razón principal es que la igualdad a la que nos referimos no se trata de ingresos, sino de igualdad en términos de derechos y deberes.

      Igualdad de derechos y deberes versus desigualdad de resultados

      Los derechos en los que estamos pensando tratan de que los ciudadanos obtengan beneficios directos derivados de ser parte del contrato. Esos beneficios deben nutrirse permanentemente. Es un error pensar que este cálculo que se le pide al individuo es un evento único; más bien, es un ejercicio permanente.

      La “mayor fuerza para proteger lo que tienes”, que plantea Rousseau, es un beneficio que, una vez establecido, las sucesivas generaciones lo consideran natural. La igualdad de los ciudadanos ante la ley no se valora, excepto cuando un país entra en dictadura. Este claro beneficio contractualista, ya no recibe el mismo reconocimiento hoy que cuando se alcanzó durante los siglos XVIII y XIX. La estabilidad del contrato social requiere que los ciudadanos reciban beneficios directos que valoren. Ellos sirven para reforzar su necesaria lealtad hacia aquellos a los que entregamos parte de nuestra libertad.

      Paralelamente, es crucial solicitar a los ciudadanos que cumplan con sus obligaciones. La visión conservadora es que esto es de naturaleza moral: dado que una persona obtiene beneficios que se derivan de ser parte de una asociación, se le debe exigir a esa persona para que cumpla con su contribución. El conservador busca

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