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social.

      Es imperativo que el debate sobre esta cuarta fuente de nuestro contrato social lo enfrentemos con mirada de Estado. Guste o no, la herencia de la Unidad Popular, pero en particular de Allende mismo, está ahí. Chile no estará en paz mientras no logre aceptar como parte de ese contrato social lo que denominaremos instituciones informales asociadas a ese gobierno.

      Es útil recordar algunas cosas antiguas y otras no tanto. Primero, en las elecciones de marzo de 1973, Allende obtuvo un 42,75% de los votos. En 1973, en medio de una polarización creciente, había un segmento grande de la ciudadanía que apoyaba a Allende. Segundo, la cultura importa y los principales y más reconocidos referentes culturales de Chile entre los años 1970 y hasta finales de 1990 fueron en su minuto partidarios de ese gobierno. Muchos lo son todavía. Esa parte de Chile requiere reconocimiento y dignidad. Tercero, las injusticias asociadas a 17 años de violaciones a los derechos humanos en dictadura dejan huellas en la sociedad. Esas situaciones repulsivas resisten el paso del tiempo, se transmiten naturalmente de generación en generación. La primera generación post Golpe

      creció con el recuerdo de la represión, pero la segunda generación, la actual, ante la represión del gobierno de Piñera respondió con un elocuente: “Se equivocaron de generación: no tenemos miedo”.

      En cuarto lugar, y creo que es lo políticamente más fuerte, está la advertencia del propio Allende en su sereno y hermoso discurso de radio Magallanes ese 11 de septiembre de 1973 a las 9:10 a.m.:

      Ante estos hechos, solo me cabe decirle a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo.

      (…)

      Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.

      Allende se suicidó horas después de esta alocución. La fuerza de estas palabras es tal que dudo que ellas no resuenen hoy en la memoria de una porción no menor de la población en Chile, probablemente la más movilizada.

      Aunque no nos demos cuenta, es improbable que este mensaje no sea hoy un elemento constituyente de nuestro carácter nacional. Es demasiado poderoso. Claro, obviamente, mensajes de este tipo no unen. Forzosamente habrá gente que lo rechace. Pero entender esa reacción visceral no la justifica. En una mirada de Estado, este discurso es objetivamente importante. Tiene una dignidad a la cual nuestro contrato social debe dar un espacio institucional. No hay por qué estar de acuerdo con Allende, solo reconocer que es un gran discurso que nos marca como Nación. Es un discurso de una envergadura tal, que debemos tratarlo al nivel de “I have a dream”, de Martin Luther King, o “I am prepared to die”, de Nelson Mandela.

      Chile no podrá recuperar la tranquilidad social y, por lo tanto, su capacidad de crecimiento y progreso, mientras no encontremos una forma de reconocer constructivamente esta cuarta fuente de inspiración del Chile actual.

      Capítulo II

      La fragilidad del contrato social en Chile: marco conceptual

      Las regiones de Francia que fueron el foco principal de esta revolución fueron precisamente aquellas que más habían progresado (…) de modo que se diría que los franceses encontraban que su posición se hacía más insoportable cuanto más mejoraba. (…) Los males soportados con paciencia porque eran considerados inevitables parecen intolerables cuando se concibe la posibilidad de liberarse de ellos. Todo abuso que se elimina parece resaltar más los que subsisten y los hace más intolerables.

      Alexis De Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución

      En los últimos 30 años, Chile ha progresado como nunca en su historia. El nivel del ingreso per cápita se elevó hasta ser el más alto de América Latina. El salario mínimo en términos reales se multiplicó casi tres veces. La medida más estricta de pobreza disminuyó desde 1990 a nuestros días desde un 40% de la población al 15%. La inflación, que por más de un siglo fue un problema insoluble para los gobiernos, desde Federico Errázuriz en adelante, desapareció y la solvencia financiera del Estado mejoró de manera sustancial. Es decir, todos los chilenos hemos mejorado nuestra calidad de vida. Siguiendo esta lógica, nuestro devenir político, social y económico debiera ser plácido. La calidad de vida ha mejorado para todos; la generación entre 35-55 años ha tenido más oportunidades que la generación de sus padres, los ingresos han subido y se respetan más los derechos ciudadanos hoy. ¿Por qué hay conflicto entonces? ¿Por qué cunde la desconfianza?

      A nivel global, el surgimiento de movimientos populistas y fuerzas de extrema derecha que desconfían de la democracia representativa es una manifestación de cuánto recelan algunos sectores de la sociedad acerca de cómo resolver los desafíos que plantea la prosperidad económica. Esto se ha dado en Europa, EE.UU. y América Latina, por supuesto, no se ha salvado de esta ola. En Brasil, durante la Copa del Mundo de 2014, hubo grandes manifestaciones debido a los enormes costos de infraestructura invertidos para el campeonato, en circunstancias que había muchas necesidades no resueltas, incluso apremiantes, todo lo cual tenía, como telón de fondo, la sospecha generalizada de corrupción.

      En cuanto a los movimientos sociales, Chile ha sido un protagonista decidido, como lo confirma la Encuesta Mundial de Valores Sociales. Las manifestaciones estudiantiles de 2011 movilizaron literalmente a millones de personas en las calles que solicitaban educación gratuita, y fueron seguidas en 2014 por movimientos igualmente masivos que exigieron mejoras en las pensiones, así como en 2018 con la cuarta ola feminista. Por supuesto, el estallido social de 2019 fue la “guinda de la torta” de ese proceso de creciente activismo social. Así, hemos vivido permanentes muestras multitudinarias de protesta e inquietud social. Los grados de conflictividad van en aumento; en la zona de La Araucanía hay violencia política, los actos de corrupción siguen sorprendiendo y el desprestigio de la clase política no cesa de agudizarse. Las protestas y los disturbios sociales han sido invitados estelares en la política chilena como en ningún otro país latinoamericano.

      El problema es el siguiente: el progreso material generalizado no implica paz social. Esa forma de pensar deriva de una visión utilitaria de la sociedad. La formulación clásica de Jeremy Bentham dice que “la mejor acción es la que trae la mayor felicidad al mayor número”, pero esto no ocurre en la realidad. Si fuera cierta, los chilenos deberíamos estar completamente satisfechos con las instituciones actuales. Sin embargo, si hay más medios materiales a disposición de todos, ¿por qué en la elección presidencial de 2014 todos los candidatos a la Presidencia enarbolaban la necesidad de un cambio a la Constitución actual, la de 1980-88-2005, que había producido niveles de prosperidad muy por sobre el promedio histórico?

      O siguiendo la formulación de Von Mises, si pensamos que el rol del Estado es generar más medios para que cada uno persiga el objetivo que desee, ¿por qué, si todos hemos mejorado, todos tenemos más medios, más del 50% de los chilenos no vota y una parte importante de ellos protesta?

      Por supuesto, no es la primera vez en la historia donde en medio de un período de progreso, la desazón y la inquietud social se instalan en una sociedad. Ya lo advirtió Tocqueville (1856), citado en el epígrafe de este capítulo para explicar la Revolución francesa. Por su parte, en Chile, Enrique Mac Iver señalaba en 1900 en su Discurso sobre la crisis moral de la República:

      No sería posible desconocer que tenemos más naves de guerra, más soldados, más jueces, más guardianes, más oficinas, más empleados y más rentas públicas que en otros tiempos; pero ¿tendremos también mayor seguridad, tranquilidad nacional, superiores garantías de los bienes, de la vida y el honor, ideas más exactas y costumbres más regulares, ideales más perfectos y aspiraciones más nobles, mejores servicios, más población y más riqueza y mayor bienestar? En una palabra: ¿progresamos?

      Tanto Tocqueville como Mac Iver sugieren que el progreso económico no es una medicina contra la inestabilidad política. Tal lectura resulta demasiado lineal de una realidad llena de texturas y recovecos.

      ¿Por qué es tan dañino un sistema político que persistentemente

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