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el viejo proverbio de que “la púrpura es la mejor de las mortajas”.

      Justiniano recapacita y manda a su militar predilecto, Belisario, cargar contra la multitud. Treinta mil sediciosos son pasados a cuchillo y se inicia entonces uno de los períodos más florecientes de Bizancio, cuya herencia y recuerdo pervivirán durante muchos siglos en el imaginario de soberanos, tratadistas y poetas. El Imperio bizantino le sobrevivió novecientos años. Justiniano ejerció un papel esencial en la conexión simbólica que se realizó desde muy pronto entre Bizancio y el Imperio romano clásico. Juan Lido, un escritor coetáneo de Justiniano, escribió en su De Magistratibus (II, 28) sobre Justiniano:

      Yo no digo maravilla ni dislate si afirmo que todo fue cumpliéndose conforme a sus deseos. Pues no solo emuló a Trajano en sus hazañas militares, sino que sobrepasó al propio Augusto en piedad hacia Dios y en moderación de costumbres, a Tito en nobleza y a Marco Aurelio en inteligencia.

      Empapado desde su niñez en la cultura clásica, asimiló el latín como lengua materna. Su tío, el emperador Justino, le proporcionó una esmerada educación griega en Constantinopla y propició su matrimonio con Teodora, que era una bella e inteligente actriz, pero veinte años menor que él y de baja alcurnia. Ella contribuyó decisivamente a enaltecer el oficio de emperador de su marido, le sostuvo en los momentos más dramáticos de su reinado y se convirtió en un buen modelo de primera dama, tal como se trasluce por la dignidad que transmiten sus representaciones en los mosaicos del coro de san Vital de Rávena.

      La envidiable salud de Justiniano le permitió acometer un enérgico gobierno: se marcó como objetivo restaurar la gloria del desaparecido Imperio romano, desarrolló una ambiciosa expansión militar, acometió una sistemática reorganización administrativa, promovió una duradera reforma jurídica y suscitó una brillante promoción cultural. Cuando fue investido emperador, en el 527, se encontró un mundo que se había transformado por completo en solo medio siglo. En Occidente, las tierras antiguamente ocupadas por el Imperio romano se habían cuarteado en los diferentes reinos germánicos: los suevos en el noroeste de Hispania, los visigodos en Hispania, los francos en Francia, los ostrogodos en Italia, los vándalos en África septentrional y los anglosajones en Inglaterra. Hacia oriente, el rey persa Cosroes I estaba acometiendo una profunda renovación del imperio sasánida, y lo llevó a la cima de su poder y de significación cultural.

      Justiniano afrontó en primer lugar una hercúlea conquista militar. Los persas sasánidas, herederos de los partos en el dominio de Irán y Mesopotamia, se sintieron airados por la desafección de los bizantinos hacia el heredero del reino, Cosroes, y se iniciaron las hostilidades. Justiniano envió a Belisario, quien pudo detener el empuje persa. La compra de la neutralidad de Persia le costó a Justiniano una enorme suma de dinero que comprometió el futuro del propio imperio y probablemente estuvo en la base de la revuelta Niká, narrada al inicio de esta escena.

      Sofocada la revuelta, apaciguado el frente persa y consolidada la estabilidad interior, el emperador pudo entonces retomar la conquista de África, comandada por el general Belisario. Los vándalos acabaron derrotados y humillados en 532. Justiniano se anexionó el África septentrional, junto con las islas mediterráneas de Córcega, Cerdeña y Baleares. Sicilia y Dalmacia, cayeron pronto en poder de Bizancio. La conquista de la península itálica, dominada por los ostrogodos, se demoró dos decenios, pero fue finalmente sometida en 552. Una oportunidad apareció entonces inesperadamente en Hispania, donde los visigodos estaban sufriendo una guerra civil. El sudeste de la península ibérica fue ocupada y colonizada por los bizantinos a partir del 552. En apenas dos decenios (532-552), Justiniano había llevado a Bizancio a una expansión territorial no conocida en el Mediterráneo desde los tiempos de la Roma clásica.

      Justiniano se lanzó entonces a una ambiciosa reforma del imperio amparado por un equipo de colaboradores fieles y eficaces: dos magníficos generales, Belisario y Narsés; un sabio jurista, Triboniano; un sagaz administrador, Juan de Capadocia; un exquisito diplomático, Pedro el Patricio; y una inmejorable asociada al gobierno, su mujer, Teodora. Buena parte de esa reforma se concretó en el impulso de la recopilación de las leyes de los antiguos romanos, con todas las observaciones, glosas, comentarios y anotaciones de los grandes juristas. El resultado fue la compilación universalmente conocida como el Corpus iuris civilis Justiniani, dividida en el Código de Justiniano (una recopilación de las constituciones imperiales desde la época de Adriano hasta el propio Justiniano), el Digesto (una compilación de toda la jurisprudencia de los grandes juristas romanos como Ulpiano, Paulo, Papiano, Pomponio y Gayo), las Institutiones (una introducción al estudio del derecho romano), y las Novellae, repertorio en griego de los nuevos decretos emanados por el propio Justiniano. Este corpus es una continua fuente de inspiración para los jurisconsultos que sigue formando parte de los planes de estudios de la carrera de Derecho actuales.

      El esfuerzo de racionalización jurídica tuvo unas consecuencias muy beneficiosas para todo el Imperio bizantino. Se consiguió una administración racional y centralizada, controlada por unos funcionarios con una preparación específica para ejercer esas funciones. Cuando un soberano se empeña en establecer principios jurídicos lo hace con la intención de garantizar unos derechos comunes que rijan para todos los ciudadanos, lo que evita tendencias despóticas y tiránicas a todos los niveles. En la introducción de las Instituciones, un manual que exponía la ley en aquellas materias de mayor importancia en los tribunales de la época, el emperador exhortaba a los magistrados: «Una vez hayáis abarcado todo el campo jurídico, estaréis capacitados para gobernar cualquier parte del estado que se os encomiende».

      La codificación justinianea se mantuvo casi intacta desde el siglo VI al XI. Cuando Occidente giró sus ojos hacia el derecho romano a finales del siglo XI, en los inicios de la reforma eclesiástica, esas compilaciones fundamentaron todo el derecho civil que habría de encauzar los principios de la vida social y política de Europa hasta el presente. En las modernas ediciones, el Corpus Iuris Civilis ocupa varios volúmenes que pueden llegar a las dos mil quinientas páginas. Esta cifra ayuda a hacerse una idea de la hercúlea labor de los compiladores a los que Justiniano encargó esta tarea, dirigidos por el célebre Triboniano.

      Justiniano también destacó como constructor. Promovió la joya de la iglesia de Santa Sofía, que sigue siendo el icono más visible de la moderna Estambul. Ahora es el cronista Procopio quien, al inicio de su tratado De Aedeficiis, nos cuenta que

      el emperador, sin tener en cuenta en absoluto los gastos, decidió iniciar la construcción y mandó llamar a artesanos del mundo entero. Fue Anthemios de Tralles, el más experto en la disciplina llamada ingeniería (mechanike), y no solo entre sus contemporáneos sino también en comparación con los que habían vivido mucho antes que él, el encargado de supervisar el trabajo de los constructores y preparar los planos de lo que se iba a construir.

      En su política religiosa, Justiniano se mantuvo firme en la ortodoxia, reprimió con severidad los brotes paganos, clausuró la agonizante escuela de Atenas —resonancia de la vieja tradición filosófica clásica pagana— y actuó con intolerancia ante judíos y herejes. Con la herejía del monofisismo, extendida especialmente en Egipto, se mantuvo en cambio algo más condescendiente, complaciendo a unos y otros, probablemente influido por la ambigua orientación doctrinal de Teodora. El aumento del prestigio de Constantinopla y el progresivo empobrecimiento de Roma trajeron consigo un inesperado efecto religioso. En el número 131 de las Novellae, se ordenaba que

      el papa de la antigua Roma sea el primero de todos los obispos y que el bienaventurado obispo de Constantinopla, la nueva Roma, ocupe el segundo lugar después del muy santo y apostólico trono de la antigua Roma, pero que tenga primacía sobre todos los demás.

      Se iniciaba así una dolorosa competición entre el primado de Pedro, con sede en Roma, y el patriarca de Constantinopla, principal jerarquía entre el resto de los obispados bizantinos. La cercanía del emperador, y su progresiva inclinación a la intromisión de las cuestiones eclesiásticas, acrecentaron el recelo de Constantinopla sobre Roma. Aunque la división no se formalizaría hasta el cisma del patriarca Miguel Cerulario en 1054, durante los primeros siglos medievales se generó una creciente tensión entre Roma y Constantinopla por las primacías de la Iglesia, al principio latente pero cada vez más ostensible.

      Pese a su portensoso

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