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fue especialmente original. Sus fundamentos provenían de las comunidades monásticas establecidas por irlandeses e ingleses durante los dos siglos anteriores. Por esto, parece demasiado pretencioso hablar de un “renacimiento carolingio”, salvo quizás en el caso del original filósofo Juan Escoto Erígena, quien intentó construir una nueva síntesis entre cristianismo y neoplatonismo. Además, se trató de una cultura limitada siempre a las élites monásticas y nobles, que incluso llegaba dificultosamente al clero secular y que no consiguió paliar el analfabetismo de la mayor parte de la población. Pero no cabe duda de que contribuyó a fijar esa misma tradición, y a consolidarla como algo ya plenamente incorporado a la cultura europea a partir del siglo IX.

      Carlomagno restauró también la idea de imperio, tan naturalmente asociada a Roma. Esto le permitió no solo legitimar sus conquistas, sino también organizar un sistema centralizado, en el que la soberanía, la autoridad, el gobierno y la administración se concentraban en su persona. Aunque en la actualidad este sistema autoritario nos parece un atraso, puesto que posibilita una peligrosa deriva al despotismo o la tiranía, por aquel entonces la centralización podía ser un lenitivo frente a la arbitrariedad señorial y la endémica inseguridad de la población. En aquel tiempo, una dominación personal que funcionara bien, que consiguiera la adhesión del pueblo y estuviera basada en un sistema jurídico como el romano solía ser más justa que un gobierno descentralizado. Este tendía a desmenuzarse en pequeñas unidades de soberanía, que degeneraban en jefaturas locales despóticas asimilables al sistema de mafias. Su único argumento para instaurar su poder era la capacidad para suscitar un mayor grado de violencia que sus oponentes.

      El prestigio del Imperio romano era tan grande que, una vez desaparecido, todos los reyes quisieron de un modo u otro apropiarse de su herencia. Carlomagno se basó en la idea de la translatio imperii (“la transmisión del imperio”) para fundamentar su autoridad y promover su restauración del orden y la cohesión territorial. Se suponía que quien poseía la corona imperial estaba legitimado para emprender una expansión territorial sin límites. El alcance de la jurisdicción del heredero del emperador romano era universal. Esto propició más adelante fuertes tensiones entre el emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico (que es quien heredó la corona imperial durante buena parte de la Edad Media) y el papado, la otra institución con jurisdicción universal, aunque en su caso ceñida al ámbito espiritual y religioso más que al temporal o político.

      Estas tensiones entre papado e imperio, experimentadas ya desde la misma conversión de Constantino en el siglo IV, fueron constantes durante el período medieval, y culminaron en las contiendas político-religiosas de la Edad Moderna con la guerra de los Treinta Años. Gracias a algunos avatares dinásticos, urdimbres cortesanas y victorias militares, la corona imperial se trasladó de Alemania a España a principios de la modernidad, y halló en Carlos V un digno heredero. Finalmente, la idea legitimadora del imperio se reactivó con la coronación de Napoleón como emperador en París en 1804. Después fue recuperada por Hitler, quien instauró el Tercer Reich, una artificiosa restauración del Sacro Imperio Romano-Germánico medieval. Por lo que se ve en este recorrido, la legitimación de la aspiración a una expansión territorial universal ha acarreado algunas consecuencias terribles para la humanidad, y es deseable que nadie vuelva a reeditar tan catastrófica ocurrencia. Los experimentos políticos basados en una anacrónica transposición de viejas fórmulas legitimadoras suelen terminar en tragedias como la nazi, pero nadie puede negar que en la antigüedad romana y la época carolingia el imperio funcionó como aglutinador de una beneficiosa centralización.

      Como sucedió con Justiniano, los últimos años de Carlomagno fueron algo lánguidos, puesto que él mismo intuyó que su obra iba a ser efímera. Su hijo Ludovico Pío carecía de su carisma y fue desposeído por sus tres hijos (nietos de Carlomagno), quienes lucharon a muerte por su sucesión. Finalmente se avinieron a pactar la paz de Verdún, en 843, por la que el imperio se dividió en tres partes. Carlos el Calvo recibió la parte occidental del reino (Francia), Luis el Germánico la oriental (Alemania) y Lotario I el título de emperador, vinculado a los territorios de Alsacia, Lorena, Frisia y el norte de Italia. El imperio quedó desarticulado y la autoridad central desautorizada. Después de la muerte de Lotario, Carlos el Calvo recibió la dignidad imperial en 875. Pero su autoridad fue muy pronto contestada por la aristocracia, y el imperio empezó a disgregarse definitivamente a partir de su muerte en 877. El desmembramiento del imperio carolingio tuvo como consecuencia la inevitable cesura entre el reino franco del oeste —de habla romance y germen de Francia— y el del este, de habla germánica y embrión de Alemania. Esta división se fue consolidando con el tiempo y ha tenido una incesante influencia en la geopolítica de Europa.

      Pese a este triste colofón del imperio carolingio, la restauración de un imperio cristiano de Carlomagno convenció a los gobernantes de Occidente de que sus dominios tenían una entidad política, cultural, religiosa y lingüística diversa de la que se había preservado en Bizancio y de la que había irrumpido con la expansión del islam. A vuelta de los siglos, es realmente impresionante la continuidad del statu quo experimentado en el mundo conocido en el siglo IX. En sus líneas básicas todavía se mantiene hoy en los tres grandes bloques culturales y geopolíticos: el occidental, latino y germánico, representado por la Unión Europea y su proyección americana; el oriental, griego y eslavo, representado por Rusia y su zona de influjo; y el musulmán, de origen árabe, magrebí y persa. Si unimos a los otros tres grandes bloques (China, India y África subsahariana), tenemos configurada las seis grandes zonas culturales y geopolíticas de la actualidad.

      Pero, más a corto plazo, la desintegración del imperio carolingio a partir de 877 produjo una crónica inestabilidad política en Occidente, lo más parecido a la célebre serie televisiva Juego de Tronos.

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