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la desencadenó su deseo de legitimar la unión de los diversos reinos francos en uno solo. Envió una embajada a Roma para pedir al papa que refrendara su investidura. El papa Zacarías pidió al prestigioso abad benedictino anglosajón Bonifacio que coronara y ungiera a Pipino en Soissons, en la actual Picardía francesa.

      En la cita inicial he realzado la palabra consagración porque por ella averiguamos que Pipino fue ungido con el óleo santo. Este ritual tenía una inmensa resonancia simbólica, puesto que conectaba con las unciones de los reyes de Israel. A partir de Pipino, los carolingios asumieron la unción como algo convencional e intrínsecamente unido al rito de la coronación. La unción simbolizaba la dimensión sacra de la realeza, y la coronación la dimensión temporal. La sacralización de la monarquía es una de las sólidas bases sobre la que se asentó el duradero prestigio de la dinastía carolingia. Tal como hemos comprobado en las escenas de Constantino, Clodoveo y Justiniano, aparece una vez más la estratégica alianza entre el monarca y la jerarquía eclesiástica. Esta asociación robusteció los vínculos entre el mayor reino de Occidente (los francos) y la institución religiosa más importante (la Iglesia), lo que constituyó una garantía frente al expansionismo islámico y el legitimismo bizantino. El papa se sentía amenazado por la creciente tensión entre Roma y Constantinopla y por la amenaza longobarda en Roma. El rey franco buscaba una hegemonía por encima de los otros reinos germánicos, que solo el papa podía otorgar. La alianza franco-papal incentivó también la expansión de los misioneros benedictinos, cuyo modelo de evangelización tuvo unos efectos duraderos para el establecimiento de la cultura y la espiritualidad europea.

      Con todo, a la muerte de Pipino el 768, cuando el Imperio bizantino se parapetaba en sus fronteras para preservar la tradición romana milenaria y el islam árabe se expandía por medio mundo, Occidente parecía sumido en un imparable proceso de cuarteamiento político, descomposición social y decadencia económica. Surgió entonces una figura que muchos consideraron providencial, digno protector del cristianismo y regenerador de la corona imperial romana: pronto fue reconocido con el título de Carlos el Grande, Carlomagno.

      Tras la fusión étnica entre latinos y germánicos, los dos únicos valores que se habían preservado del viejo imperio eran la lengua latina y la religión cristiana. Al asumir el poder, un habilidoso y carismático Carlomagno consiguió aglutinarlas. Construyó entonces un reino que comprendía buena parte de las actuales Francia, Alemania y Países Bajos. Consiguió consolidar y expandir su territorio, y le dotó de una identidad política, cultural y religiosa como no se había visto en Occidente desde los tiempos del Imperio romano. Su legitimación política y su prestigio espiritual surgieron en buena medida de su coronación en Roma por el papa León III en la Navidad del 800. Así cuenta este evento trascendental el cronista Eginardo en su Vita Karoli:

      El último viaje que Carlos hizo a Roma tuvo, pues, otras causas. Los romanos habían colmado de violencias al pontífice León saltándole los ojos y cortándole la lengua, y le habían constreñido a implorar la ayuda del rey. Viniendo pues [Carlomagno] a Roma para reestablecer la situación de la Iglesia, fuertemente comprometido por estos incidentes, pasó allí el invierno. Fue entonces cuando recibió el título de emperador y de augusto. Se mostró al principio tan descontento que habría renunciado, afirmaba, a entrar en la iglesia ese día, aunque era día de gran fiesta, si hubiera sabido de antemano el plan del pontífice. No soportaba sino con una gran paciencia la envidia de los emperadores romanos [en Bizancio], que se indignaron por el título que había tomado, y gracias a su magnanimidad que tanto lo elevaba por sobre ellos, llegó, enviándoles numerosas embajadas y dándoles el título de “hermanos” en sus cartas, a vencer finalmente su resistencia.

      Los obispos de Occidente habían deseado largo tiempo tener un emperador que les amparase. La ocasión se hizo propicia al quedar vacante el trono imperial en Bizancio, tras la usurpación de Irene en Constantinopla. Carlos, el rey carolingio, acudió por aquel entonces a socorrer al papa, asediado en Roma por tropas longobardas. Cuentan algunos cronistas que cuando Carlomagno se arrodilló para orar ante el altar, el papa León III se acercó inadvertidamente por detrás y le coronó, nombrándolo “emperador de los romanos”. Carlomagno reaccionó con sorpresa, pero comprendió el sentido del nombramiento: el papa dependía de una ayuda secular que solo el rey franco podía prestarle, y el rey franco se veía beneficiado a su vez por la legitimación de sus conquistas que le otorgaban la dignidad imperial y el apoyo explícito de la Iglesia. Los clérigos entonaron la letanía tradicional de la coronación, mientras los ciudadanos romanos lo aclamaban dando su aprobación. Carlomagno siguió la tradición de su padre, Pipino, aunque ahora con un alcance más universal, y reactivó la misma historia de alianzas entre el rey y la Iglesia —la “tensión esencial” que ya se había experimentado con Constantino, Clodoveo y Justiniano—.

      La coronación de Carlomagno es un evento de proporciones simbólicas gigantescas. Confirmó que el imperio occidental, representado por su máxima autoridad, reconocía el primado de Roma, lo que excluía a Constantinopla. Unos años más tarde, el emperador bizantino Miguel I se vio obligado a reconocer formalmente el título imperial de Carlomagno, lo que revivía la separación entre los dos cuerpos del imperio iniciada a principios del siglo IV. Papado e imperio concibieron por primera vez un destino común, pero, con el tiempo, esta bicefalia trajo consigo también algunos serios desencuentros fruto de una ambición desmedida de uno u otro. Esto sucedía cuando el emperador se entrometía en la labor legítima del papa —por ejemplo, queriéndose arrogar el oficio de nombramiento de obispos— o cuando el papa mostraba una codicia temporal desmedida, al pretender proyectar su jurisdicción más allá de los confines de los Estados Pontificios.

      Carlomagno representa también la confirmación de que era posible una unidad en Occidente tal como se había verificado en Oriente con Bizancio y en el ámbito árabe con el islam. A partir de este momento, surge una aspiración a la unidad europea —más o menos utópica, pero siempre esperanzadora— que a lo largo de los siglos ha experimentado diversas fórmulas: los medievales la llamaron Universitas Christiana y nosotros la conocemos como Unión Europea. Desgraciadamente, las naciones europeas se han desangrado en una absurda lucha autodestructiva por la hegemonía, desde el siglo IX hasta las dos grandes guerras del siglo XX. Pero el horror de la guerra, así como la experiencia de un pasado, una tradición y una cultura común han posibilitado, a partir de 1945, la construcción de la Unión Europea. Solo el Brexit ha venido a empañar una historia que parecía haberse enderezado definitivamente. El futuro dirá hasta qué punto las consecuencias de esta escisión tan dolorosa pueden ser letales o no para el devenir de Europa.

      Dotado de un extraordinario carisma, Carlomagno mostró una ambición en consonancia con su talento. Se dedicó en primer lugar a la expansión territorial. Se apoderó el reino lombardo de Italia en 776 y los de Sajonia y Babaria en 787, fijando la frontera de su imperio con los eslavos al norte y los ávaros al este. Dirigió también varias campañas hacia el norte de la península ibérica, aunque al principio sufrió una dolorosa derrota contra los vascones hacia el 778, que fue rememorada en una de las más célebres leyendas medievales, El Cantar de Roldan. Pero se rehízo en su campaña del 800, en la que recuperó muchas tierras de Cataluña que estaban ocupadas por los musulmanes, lo que explicaría la fama de santidad que alcanzó en Girona. Aseguró sus fronteras con las Marcas, unas unidades administrativas típicas de los territorios periféricos del imperio carolingio precisados de mayor presencia militar, sobre todo al sur, en Cataluña, y al oeste en los Países Bajos.

      Se preocupó también por fomentar la cultura erudita. De Inglaterra se trajo a Alcuino, perteneciente a la prestigiosa escuela de York, que se había beneficiado a su vez de la labor de las abadías benedictinas de Northumbria (en la zona Nordeste de Gran Bretaña). De Italia llamó a Pedro de Pisa y a Pablo el Diácono, quien escribió una influyente historia de los lombardos. Su propio biógrafo, Eginardo, al que hemos citado para el relato de su coronación, pertenecía a las élites culturales autóctonas. De Hispania llegó Teodulfo, que había recibido la tradición establecida por Isidoro de Sevilla y actuó como consejero teológico de Carlomagno tras la muerte de Alcuino.

      La cultura expandida desde la corte carolingia desmitifica la leyenda de la pérdida o el rechazo de la cultura clásica en la Edad Media. Esta tradición se conservó bien a través de la patrística

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