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tres flores de lis doradas, que ella misma bordó y envió al campo de batalla con la promesa del triunfo. Desde el momento que Clodoveo enarboló el nuevo estandarte de la Trinidad, los francos vencieron a los arrianos, y el rey reconoció que la gloria se la debía «al Dios de Clotilde».

      Pocos años después de su muerte, los hagiógrafos de Clodoveo enfatizaron los paralelismos entre su conversión y la de Constantino. Ante las respectivas batallas de Tolbiac y Puente Milvio, los dos reyes acudieron a la intercesión del Dios cristiano. Sus mujeres, Clotilde y Helena, eran ya devotas de este Dios, quien finalmente sale a su encuentro, les otorga la victoria y propicia su bautismo. Clodoveo también recibe una visión divina, junto con Clotilde, mientras son ilustrados en el cristianismo por san Remigio, el obispo católico de Reims. La conversión personal del monarca implica, tanto en Constantino como en Clodoveo, un cambio de legislación favorable al cristianismo y restaura la libertad de culto para todos los ciudadanos. El modelo del rey converso se repetirá, en el futuro, en la mayor parte de las tribus germánicas: los burgundios de Segismundo, los suevos de Teodomiro, los visigodos de Recaredo y los anglosajones de Ethelberto de Kent. Este modelo será seguido también, durante la segunda oleada de invasiones, entre los pueblos escandinavos y eslavos: los bohemios de Wenceslao, los polacos de Mieszko, los rusos de Vladimir y los magiares de Esteban.

      No es extraño, por tanto, que a Francia se la conozca como “la primogénita de la Iglesia”, lo que también explicaría que, a lo largo de su historia, las tendencias clericales y anticlericales hayan sido más virulentas que en ningún otro lado, junto con el caso de España. Clodoveo reinstauró con su bautismo la unión entre política y religión, según lo había experimentado antes el Imperio romano desde Constantino. La tensión esencial reaparecía. El obispo tomó la iniciativa, al ungir al rey con el óleo santo, tal como el sacerdote Samuel había consagrado al primer rey de Israel, Saúl. Pero Clodoveo actuó realmente como el “nuevo Constantino”, como sus cronistas y biógrafos se encargaron de resaltar. Pronto controló el nombramiento de los obispos y, ya cerca de su muerte, convocó el concilio de Orleans. Al tiempo que la controlaba, Clodoveo fue generoso con la Iglesia, y cronistas como Gregorio de Tours, autor de la influyente Historia de los francos, le devolvieron el favor elaborando relatos de su vida siempre laudatorios con su rey, enfatizando su poder casi milagroso. Los paralelismos entre Clodoveo y Constantino, deliberadamente ensalzados por sus cronistas, no podían ser mayores.

      Quizás la aportación específica más notable de los pueblos germánicos fue la monarquía. El sistema institucional romano se basaba en una concepción de lo público, análogo al estado moderno: el emperador imponía su autoridad de un modo más o menos autoritario, pero lo hacía a través de una legislación que posibilitaba una convención legal. En cambio, la cohesión de los godos se basaba en las lealtades personales fruto de vínculos familiares o liderazgos guerreros más que por el consenso de unas leyes de carácter estable y global. Esto hacía que, en la batalla, los combatientes mostraran una inquebrantable lealtad al jefe, a quien habían jurado servir y quien les compensaba, en caso de victoria, con armas, alimento y vestidos, y compartiría con ellos el botín. Se perdió así la mentalidad jurídica de los romanos, cuyo derecho se fundaba en la jurisprudencia, que era a su vez fruto de las categorías universales de la razón y la justicia como garantía del orden legal. Pero por lo menos la ley franca preservó la implícita asunción de que el derecho era una consecuencia natural del desarrollo de la vida del pueblo, más que una serie de leyes impuestas desde arriba. Este sistema de cohesión tan básico de los pueblos germánicos dio en herencia las relaciones feudales de vasallajes tan propias del mundo medieval.

      Boecio, Casiodoro e Isidoro fueron los intelectuales más importantes del período germánico, como Agustín, Jerónimo y Ambrosio lo habían sido en la época tardorromana. Estos últimos, junto con otros Padres de la Iglesia, activos sobre todo durante los siglos IV y V, habían asumido la tradición clásica y la habían vivificado con sus propios valores —un proceso que algunos han definido como “la segunda ilustración”, tras la de la Atenas clásica—. En cambio, los nuevos intelectuales romano-germánicos, ya en el contexto de los siglos VI y VII, dedicaron todos sus talentos para transferir la tradición romano-cristiana a los pueblos germánicos. Funcionaron más de correa de transmisión que de motor propio, de preservación más que de activación, de compilación más que de creación. La Consolación de la filosofía de Boecio (considerado “el último romano y el primer escolástico”), la Introducción a las Artes Liberales de Casiodoro y las Etimologías de Isidoro fueron obras extraordinariamente influyentes durante toda la Edad Media. La propia naturaleza de estas tres creaciones —comentario de los filósofos griegos, transmisión de los estudios clásicos y compilación de saberes, respectivamente— muestra el tipo de intelectualidad del Occidente germánico en el siglo VI, que se debate entre la preservación de la tradición y la promoción de su propia cultura autóctona. Pablo había sistematizado la doctrina cristiana en el siglo I, Agustín la había desarrollado en el siglo IV e Isidoro la había compilado en el siglo VII.

      Las compilaciones de los intelectuales latino-germánicos confirman, como mostró Henri Pirenne en su bello libro Mahoma y Carlomagno, que la verdadera ruptura de los valores romanos no llegó con las invasiones germánicas de los siglos V-VI sino con la irrupción islámica del siglo VII. Con todo, las invasiones germánicas representaron un gigantesco reto para los sustratos de población previamente romanizados, al tener que convivir con los germánicos intentando preservar lo mejor de su cultura. La diferente reacción (adaptativa en Occidente, tradicionalista en Oriente) ante estas oleadas migratorias agudizó las diferencias entre esos dos ámbitos de civilización. Occidente mostró su proverbial capacidad de acogida e integración, y los pueblos germánicos asimilaron la cultura romana y, al mismo tiempo, aportaron su tradición y valores específicos. Bizancio, en cambio, reaccionó con una radical vuelta a los orígenes romanos y se opuso frontalmente a cualquier tipo de maridaje étnico, religioso o cultural con las nuevas etnias. Un emperador de enorme carisma, Justiniano, fue el principal promotor de estas políticas.

      ESCENA 3

      Justiniano

      César fui yo, y soy yo Justiniano,

      que por querer del primer amor que siento,

      en las leyes quité lo demasiado y lo vano.

      (Dante, La Divina Comedia, Paraíso, Canto Sexto)

      OMPLACIDO QUIÉN PUDIERA recibir esta alabanza del sublime poeta Dante, tan insobornablemente exigente con los gobernantes. El emperador Justiniano (527-565) bien la merece. Su reinado ha tenido un gran impacto en la historia universal: sentó unas sólidas bases para la duración milenaria del imperio Bizantino, consolidó Constantinopla como nueva capital imperial, preservó la grandeza del derecho romano y apuntaló la religión ortodoxa en su estratégica alianza con el poder político. Pero, como suele ocurrir con todo lo grande, los orígenes de su reinado fueron muy frágiles. Una crisis interna estuvo a punto de terminar con su ambicioso proyecto imperial a los cinco años de haberlo emprendido.

      Constantinopla, invierno de 532. El pueblo ha enloquecido, exprimido por la agresiva política fiscal de Triboniano y Juan de Capadocia. La plebe carga contra Justiniano y reclama el solio imperial para Hipacio, sobrino del antiguo emperador Anastasio. Las facciones del hipódromo, Verdes y Azules, inequívoco precedente de las modernas rivalidades deportivas, pero más cargadas de connotaciones sociales e ideológicas, juntan por una vez sus fuerzas para derrocar al emperador. La revuelta, conocida popularmente como Niká (“Triunfo”), se deja sentir en las calles. Hordas de ciudadanos toman antorchas y queman todo lo que sale a su encuentro, desde la antigua iglesia de Santa Sofía al palacio imperial. Ante su empuje, Justiniano barrunta presentar su renuncia y huir de la capital. Su mujer, Teodora, en cambio, desafía a su destino y al de su marido:

      Si la fuga fuese el único medio de salvarse, renunciaría a la salvación.

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