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diálogos, don Quijote le confía a Sancho:

      Pues lo mesmo —dijo don Quijote— acontece en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y finalmente todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura.

      Sancho se encarga, como es habitual, de bajarle los humos a su señor, y aporta otra interesante imagen de la acción de la historia del mundo:

      Brava comparación —dijo Sancho—, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.

      Nunca he abandonado la metáfora de la historia como teatro del mundo, porque me resulta una figura verosímil y provechosa de las complejas relaciones entre sus actores individuales y colectivos, entre los eventos aparentemente relevantes y los que parecen no serlo, entre las grandes tendencias y las aportaciones personales. Además, Aristóteles estableció en su Poética que la medida ideal de un drama eran los tres actos, que es la estructura que he seguido en mi relato.

      Hablar de la Edad Media equivale a referirse de uno de los pilares de la tradición de Occidente, cuyos valores comparten, más o menos parcialmente, muchas otras civilizaciones. Pero siempre he pensado que su valor más específico es que se trata de la época de los orígenes de valores, instituciones y formas de espiritualidad que luego se han desarrollado extraordinariamente: el movimiento monástico a partir de san Benito, la monarquía cristiana a partir de Clodoveo, la ortodoxia a partir de Justiniano, el islamismo a partir de Mahoma, la idea de Europa a partir de Carlomagno, la figura del “héroe fundador” a partir de la desintegración carolingia, la recuperación del derecho romano a partir de la reforma gregoriana, el nacimiento de las universidades, el espíritu de los mendicantes a partir de Francisco y Domingo, las monarquías “nacionales”, el espíritu mercantil y el humanismo.

      El Acto Primero (“Actores”) detalla el período entre el año 300 y el 1000, en el que se verifican con más claridad esos orígenes, personificados en Constantino, Clodoveo, Justiniano, Mahoma, Carlomagno y los “héroes fundadores” de las nacientes dinastías como Hugo Capeto en Francia. Se resumen las tendencias políticas, religiosas y culturales que se desplegaron en los siguientes siglos, y que continúan presentes en nuestra actualidad en su mayor parte. La relevancia de los orígenes es mayor que la de las continuidades, o al menos —desde mi punto de vista—, tienen más relevancia histórica. Otra cuestión diferente es quién juzga dónde y cuándo se forman esos orígenes, pero ahí debe asumir el pacto implícito que fija con el autor, aunque luego el lector configure su propia historia basándose en el texto que tiene delante.

      En el Acto Segundo (“Coro”), que discurre entre el año 1000 y el 1300, se imponen, en cambio, las colectividades y los desarrollos, disminuyendo el protagonismo de las individualidades y los orígenes. Ya ha pasado el tiempo de las grandes quiebras, las formaciones tectónicas y los héroes fundadores, y las tres grandes civilizaciones —Occidente, Bizancio, islam— ahondan en sus propias raíces y desarrollan sus instituciones específicas. El coro toma la iniciativa frente a los actores, y se conjuga en el “nosotros” que he intentado sintetizar en los títulos de cada una de esas escenas: los tres órdenes feudales —guerreros, campesinos y eclesiásticos en la 7 y 8—, los nuevos agentes urbanos —ciudadanos, artesanos, mendicantes e intelectuales en las escenas 9 y 12— y los tres tipos monárquicos que se suceden en este período —feudales, santos y sabios en la 10 y 11—. La narración se remansa en este espacio temporal, y la clave cronológica, que había marcado el primer acto, se convierte un tanto más reflexiva. Esto permite profundizar algo más en las corrientes subterráneas que vivifican la sociedad, más que en los eventos que la ilustran desde la superficie.

      La narración culmina con el Tercer Acto (“Escenarios”), que trata de comprender los intensos ciento cincuenta años que median entre la aparición de la Divina Comedia de Dante, hacia el 1300, y el (supuesto) final de la Edad Media, hacia 1450. Como es bien perceptible, me baso precisamente en los escenarios creados por Dante en su imperecedera Comedia: la muerte causada por la pandemia; el infierno infligido por la guerra; el limbo donde se pretende arrinconar —sin éxito— a las mujeres; el paraíso de los literatos, artistas e intelectuales; el purgatorio en el que se refugian los mercaderes y, por fin, el regreso a la tierra de los humanistas del siglo XV. Por tanto, este acto no está focalizado ni en los personajes del primero ni en los colectivos del segundo, sino más bien en los contextos en los que se enmarcan tanto los personajes como los grupos socioprofesionales: la economía agraria en la escena 13, el panorama político en la 14, el marco de las mujeres en la 15, la economía mercantil en la 16 y el escenario literario, artístico e intelectual en la 17 y 18.

      Muchos piensan que este último tramo de tiempo (1300-1450) representa el pórtico de la Edad Moderna y, por tanto, es la época “premoderna” o época de “transición”. Sin embargo, aunque se hace con la mejor intención de realzarlos, yo me niego a que Dante tenga que ser etiquetado de “prehumanista”, Giotto de “prerenacentista”, Felipe el Hermoso de “preautoritario”, Marsilio de “preconsensualista” o Christine de Pizan de “prefeminista”. Me parece que reducir estos personajes preminentes a una función precursora es como lo que hacen algunos comentaristas deportivos mediocres cuando condicionan toda la interpretación del juego al resultado final. La historia suele ser más compleja. Los hechos hay que interpretarlos en su propio contexto, no en una visión a posteriori. Es cierto que los medievalistas estamos ya acostumbrados a ese instinto invasivo tan característico de la modernidad, que es una manifestación más de su innata inclinación hacia la colonización, incluso cultural. Así se genera ese fenómeno intelectual tan desagradable de la modernización de la Edad Media. Por eso me interesaba dedicar un acto específico a este período, supuestamente de transición, pero en realidad con entidad propia. Y también he pretendido mitigar la poco honrosa y simplista etiqueta de “crisis” al siglo XIV, porque es preferible —cada vez me convence más— definirlo como una “época de contrastes” o “época de diversidad”.

      Cada escena se inicia con una imagen, que pretende simbolizar algún aspecto esencial, y con una cita, que procede de una fuente primaria de la época y que juzgo particularmente relevante del tema que se trata en las páginas siguientes. Al inicio de cada escena señalo también un evento inicial y uno final, que van enlazando unas escenas con las consecutivas. Esos jalones son esenciales para mantener la cadena que anuda todas las escenas del libro, y le dota —espero— de coherencia narrativa. Quien busque un relato estrictamente cronológico de los eventos políticos y militares de la Edad Media, puede leer separada y sucesivamente las escenas 1-8, 10, 11 y 14, donde encontrará una narración, sin solución de continuidad, desde la conversión de Constantino en 312 a la caída de Constantinopla en 1453. Con todo, el resto de las escenas —las que privilegian los aspectos sociales, económicos, culturales, intelectuales, religiosos y artísticos— respetan el curso cronológico, que me parece siempre el entramado básico de cualquier estructuración histórica, sin el cual no es posible una explicación bien contextualizada del pasado.

      Aunque enhebrándolos en una misma narrativa, la intención de este libro es combinar el relato de los hechos con la reflexión de las problemáticas, enfatizando aquellas que alcanzan más resonancia en el mundo contemporáneo. Por tanto, debo reconocer que la selección de eventos, personajes y tendencias está muy condicionada por su relevancia en la actualidad. Hace ya muchos años aprendí en el tratado Sobre la utilidad de la historia de Nietzsche, que hacer una historia atractiva y relevante para el presente —una historia crítica, alejada de la historia inerte de los arqueologistas— no tiene por qué dañar su referencialidad. Este es el criterio, por ejemplo, que me ha llevado a iniciar la narración con la conversión de Constantino, acabar el primer acto con la emergencia de los “héroes fundadores” de las modernas naciones o concluir el segundo con los frescos que Giotto dedicó a Francisco, los cuales constituyen una auténtica declaración de principios de la emergencia de un nuevo mundo urbano, mercantil y cultural.

      La

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