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y estaba llamado a proclamar la palabra de Dios, sobre la base de un monoteísmo radical.

      Mahoma nació hacia el 570. Huérfano desde muy joven, fue educado por un tío suyo con el que viajó por Siria para realizar intercambios comerciales. Años más tarde, entró al servicio de una rica negociante, llamada Jadicha, viuda y mayor que él, con la que se casó. Después de sus revelaciones del 610, se lanzó a una incesante predicación: la de la existencia de un Dios único (Alá, en árabe), cuya singularidad simplificaba la teología trinitaria cristiana. Mahoma predicaba que nuestro destino está determinado de antemano por Dios, y nuestra muerte fijada desde un principio, por lo que no es preciso preocuparse demasiado por nuestra suerte. Sus seguidores debían luchar por esa doctrina si fuera preciso hasta morir. El valeroso guerrero que cayera combatiendo por Alá y su profeta Mahoma iría directamente al paraíso, mientras que el pagano descendería a los infiernos. Para los pobres habitantes del desierto, la promesa de un paraíso dotado de todos los placeres constituía una promesa por la que de veras merecía la pena luchar y morir.

      Su opción por el monoteísmo despertó el recelo de los jefes y mercaderes locales politeístas, que monopolizaban el recinto sagrado de La Meca y se lucraban con sus beneficios. Asediado por sus enemigos y deseoso de seguir predicando la nueva religión, Mahoma emigró (Hégira) desde su ciudad natal, La Meca, a Medina. El islamismo cuajó definitivamente en esta ciudad. Desde ahí se inició una expansión por todo el mundo que todavía hoy nos asombra. La fecha de la Hégira, el 16 de julio de 622, fue adoptada como “año cero” por el islam, como los griegos lo habían hecho con las olimpiadas, los romanos con la fundación de la ciudad o los cristianos con el nacimiento de Jesús.

      La primera campaña religioso-militar de Mahoma fue un ataque a su ciudad natal, La Meca. Aunque fracasó en su primer intento, finalmente se hizo con ella, se convirtió en un hombre poderoso, y poco antes de fallecer en el 632 pudo predicar a unos cuarenta mil peregrinos reunidos ahí. El núcleo de esa predicación era bien sencillo: su contenido tan básico puede ser una de las explicaciones de su extraordinaria eficacia. El islam es la sumisión o entrega (eso significa islam en árabe) a un solo Dios cuya voluntad era solamente conocida por el Profeta, único intérprete de sus instrucciones. Todos aquellos que no se sometieran al islam merecían la muerte.

      La sumisión de las mujeres no parecía ser una de las cuestiones esenciales de la doctrina islámica en sus orígenes, pero se fue integrando poco a poco en la práctica de la religión y en las codificaciones morales, como tantas otras costumbres que el islam ha ido incorporando a lo largo de los siglos. El islam no ha tenido un mecanismo de fijación de la tradición, como la Escrituras en el judaísmo o el Magisterio en el cristianismo, con sus profetas y apóstoles como testigos autorizados. El Corán expuso simplemente unos principios muy genéricos, por lo que la fuerza de la práctica cobró singular notoriedad desde la muerte de su fundador. Es lógico, por tanto, que el islam sufriera muchas divisiones y herejías doctrinales desde muy temprano, que se proyectaron asimismo en la pérdida de la unidad política, ante la dificultad de concretar una praxis o una moral. Así es de hecho como lo conocemos hoy día, ya que, además de la gran división entre chiitas y sunitas, es difícil identificar qué hay de común en el islam de países tan lejanos como Sudán o la India, Marruecos o la isla de Java, Afganistán o Argelia, Nigeria o Chechenia.

      Espoleados por una religión que les legitimaba militarmente, les unía políticamente y les impulsaba psicológicamente, los árabes arrebataron a Bizancio amplios espacios de su dominio, invadieron el reino persa y construyeron casi de la nada un inmenso imperio en solo dos décadas, entre 636 y 655. Las conversiones al islam se incrementaron exponencialmente. La conquista llegó a tierras cada vez más remotas, como África septentrional, Hispania y Sicilia. Poco más de un siglo y medio después de su fundación, hacia el año 800, los diferentes regímenes musulmanes ocupaban desde el actual Portugal hasta la India, habían empezado a expandirse por el África interior y nada parecía detenerles. Este asombroso crecimiento tuvo la contrapartida de la quiebra del imperio originario, causada por el particularismo étnico de las provincias, las querellas intestinas por el poder entre los grandes linajes, el surgimiento de divisiones políticas y la aparición de herejías religiosas. Pero habían demostrado que la presencia de la religión musulmana no era flor de un día, sino que estaba destinada a ejercer efectos duraderos.

      Poco después de la muerte de Mahoma se pudo comprobar que la propia estructura de la religión islámica implicaba una estrecha vinculación entre política y religión, algo que estaba sucediendo también en Bizancio y que sigue todavía hoy presente. El Corán se transmitió primero por vía oral. Pero pronto se vio la necesidad de fijarlo por escrito, tarea que llevaron a cabo los dos califas que sucedieron a Mahoma: Omar y Utmán. Hacia 651 se contaba ya con el texto canónico del Corán, conocido como Vulgata Coránica, que fue pronto divulgado por todas las latitudes dominadas por el islam. Su contenido no es solo de carácter religioso y espiritual, sino también ético, moral y civil, puesto que implica un ordenamiento completo de la comunidad (Umma) y se reconoce una considerable función unificadora que descansa en la fe musulmana y en la lengua árabe.

      Esta fórmula tuvo la virtud de sustituir los viejos vínculos de parentesco de las antiguas comunidades tribales en los más universales de la comunidad unida por las creencias y tradiciones, lo que dotó a las tribus árabes, bereberes, pastunes y kurdas de un sentido de cohesión que no hubieran podido obtener de otro modo. La ley del Corán se sobrepuso así a las ancestrales prácticas tribales. Incapaces de organizarse políticamente, de constituir un cuerpo jerarquizado, de planificar racionalmente una acción a largo plazo, la religión musulmana suplió todas esas carencias. Esta habilidad del islam por constituirse en el centro de la vida social es lo que explica su continua tendencia a convertirse, en realidad, en una “religión política”, pues sus primeros seguidores fueron incapaces de distinguir ambas realidades. Esta ambivalencia ha marcado su devenir hasta la actualidad.

      La nueva religión proveyó además a los árabes de una herramienta eficaz para la expansión militar. Les proporcionó un sentido de misión idóneo para superar las dificultades que aparecían como insuperables, empezando por su crónica inclinación a la disgregación. El cronista árabe Ibn Jaldun interpretó con lucidez, ya en el siglo XIV, el efecto que el islam había tenido entre las tribus árabes:

      Por su forma de vida salvaje, los árabes son, entre todos los pueblos, los menos dispuestos a subordinarse a alguien. Son toscos, orgullosos, ambiciosos, y cada uno de ellos quiere ser jefe. Sus aspiraciones y deseos individuales muy raramente pueden ponerse bajo un común denominador. Sólo si una religión actúa entre ellos mediante santos o profetas se ejerce una influencia disciplinada, y los rasgos característicos de arrogancia y rivalidad disminuyen. Entonces les resulta fácil subordinarse y unirse para formar un organismo social. Esto se consiguió a través de la religión común, que ahora poseen los árabes.

      Ahora las conquistas no las justificaba simplemente el deseo de botín (razzia) sino que adquirían además un sentido misional que les confería una identidad de “guerra total”, de carácter político y religioso. La guerra era en realidad una “guerra santa” (yihad), conducida por el deseo de convertir al infiel o, en su caso, para acabar con él. La muerte del combatiente islámico no es el fin, sino el inicio de su gloria eterna.

      La expansión militar y territorial del islam que siguió a la muerte de Mahoma en 632 fue portentosa. Los musulmanes aprovecharon hábilmente el vacío de poder en Persia y Bizancio tras la muerte de dos emperadores tan enérgicos como Cosroes II (628) y Heraclio (641). También se beneficiaron de que Occidente estaba dividida en diversos reinos germánicos, por lo que no había una potencia hegemónica capaz de coordinar una defensa común.

      El talento político y militar de los primeros califas tras Mahoma (Abu Bakr y, sobre todo, Omar) consiguió aglutinar, alrededor de la idea de la yihad, a las virtudes guerreras de las tribus árabes. Las creencias espirituales generadas por la lealtad con Mahoma fueron dejando paso a un sentimiento de comunidad política árabe, a cuyo mando se hallaba la aristocracia militar. La expansión fue fulminante. En el frente bizantino, Palestina meridional, Siria, Mesopotamia superior, Egipto y buena parte de África septentrional fueron conquistados entre 633 y 642. En el frente persa, Irán, Afganistán y Pakistán fueron ocupados entre

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