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y Darren cruzaron una mirada. Ann, con la mano en la puerta, dijo:

      —¿Por qué no le decimos que te llame? Ya sabes lo pesadas que se ponen a veces. Si no se van a dormir a una hora decente, seguro que no se levantan al rayar el alba, ¿no crees?

      Cuando llegué a casa con la furgoneta, Joan Mueller, la vecina de al lado, estaba mirando por la ventana. Un momento después salió y se quedó de pie en el umbral. Vi a un niño de unos cuatro años que se asomaba desde detrás de sus piernas. No era su hijo. Joan y Ely no habían tenido hijos. Aquel pequeño debía de ser uno de los niños que cuidaba Joan.

      —Hola, Glen —exclamó al verme bajar del vehículo.

      —Joan —dije, con la intención de entrar directamente en casa.

      —¿Cómo va todo? —preguntó.

      —Vamos tirando —repuse. Habría sido de buena educación preguntarle cómo le iba todo, pero no me apetecía acabar metido en una conversación trivial.

      —¿Tienes un momento? —preguntó.

      No siempre se consigue lo que se quiere. Crucé el césped, miré al niño y le sonreí.

      —Ya conoces al señor Garber, ¿verdad, Carlson? Es un hombre bueno. —El niño se escondió un momento detrás de la otra pierna de Joan y luego echó a correr hacia el interior de la casa—. Es el que se queda hasta más tarde —explicó ella—. Estoy esperando a que llegue su padre de un momento a otro. Todos los demás han pasado ya a recogerlos. Solo falta el padre de Carlson y ya está, ¡podré recuperar mi vida durante el fin de semana! —Una risa nerviosa—. Los viernes, la mayoría de la gente viene a buscar a sus hijos pronto, salen un poco antes del trabajo, pero el señor Bain, el padre de Carlson, no. Trabaja siempre hasta el final de la jornada, ¿sabes?, sea viernes o no.

      Joan tenía la costumbre de charlar nerviosamente y nunca sabía cuándo parar. Razón de más para haber intentado evitar esa conversación.

      —Te veo muy bien —dije, y era cierto, a medias. Joan Mueller era una mujer guapa. De treinta y pocos, el pelo castaño recogido en una coleta. Los tejanos y la camiseta que llevaba se le ajustaban como una segunda piel, y los llenaba muy bien. Si había que ponerle alguna pega, era que estaba quizá demasiado delgada. Desde que había muerto su marido y ella había montado ese negocio no declarado de cuidar niños en su casa, había perdido unos nueve kilos, diría. Los nervios, la ansiedad, por no hablar de pasarse el día corriendo detrás de cuatro o cinco niños.

      Se sonrojó y se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja.

      —Bueno, ya sabes, no hago más que moverme detrás de ellos todo el día, ¿no? Crees que los tienes a todos controlados delante de la tele o haciendo alguna manualidad, y entonces uno se te escapa y vas tras él, y luego se escapa otro... Te aseguro que es como intentar retener a una camada de gatitos en una cesta, ¿sabes?

      Estaba a poco más de un metro de ella y me pareció bastante claro que le olía el aliento a licor.

      —¿Necesitas que te ayude con algo?

      —Sí... Bueno, hmmm... Tengo un grifo en la cocina que no deja de gotear. No sé, quizá algún día, cuando tengas un momento, aunque ya sé que estás muy ocupado y todo eso...

      —A lo mejor el fin de semana —dije—. Cuando tenga un minuto. —A lo largo de los años, sobre todo durante otras épocas en las que el trabajo flojeaba, había hecho pequeñas reparaciones al margen de la empresa, para nuestros vecinos. Hacía unos cuantos años había estado trabajando todos los sábados y los domingos del mes, en el sótano de los Mueller.

      —Sí, claro, lo entiendo, no quiero quitarte el poco tiempo libre que tienes, Glen, lo entiendo perfectamente.

      —Bueno, pues muy bien. —Sonreí y me volví para irme ya a casa.

      —Y ¿cómo lo está llevando Kelly? No ha vuelto a venir después del cole desde que..., ya sabes. —Tuve la sensación de que Joan Mueller no quería que me fuera.

      —Voy a recogerla cada día a la salida del colegio —expliqué—, y hoy se ha quedado a dormir en casa de una amiga.

      —Ah —dijo Joan—. O sea que esta noche estás solo.

      Asentí con la cabeza, pero no dije nada. No sabía si Joan me estaba lanzando una indirecta o no. No me parecía posible. Hacía ya bastante que había muerto su marido, pero yo había perdido a Sheila hacía solo dieciséis días.

      —Oye, yo...

      —Ay, mira —me interrumpió Joan con un entusiasmo algo forzado cuando un Ford Explorer de un rojo algo deslucido llegó a toda velocidad a su camino de entrada—. Ese es el padre de Carlson. Tendrías que conocerlo. ¡Carlson! ¡Ya está aquí tu papá!

      No tenía ningún interés en conocer a aquel hombre, pero daba la sensación de que ya no podía escaquearme. El padre, un hombre esbelto y nervudo que, por mucho que llevara traje, tenía el pelo demasiado largo y alborotado para trabajar en un banco, se acercó a la casa. Tenía una zancada algo arrogante. Nada demasiado exagerado. La clase de andares que ya había visto antes en moteros (un par de ellos habían trabajado a media jornada para mí hacía unos años), y me pregunté si aquel tipo no sería un crápula de fin de semana. Me miró de arriba abajo, el tiempo suficiente para darme cuenta de que lo hacía.

      Carlson se escabulló por la puerta y no se detuvo a saludar a su padre, sino que corrió directo al todoterreno.

      —Carl, quería presentarte a Glen Garber —dijo Joan—. Glen, este es Carl Bain.

      Interesante, pensé. En lugar de Carl Junior, le había puesto al niño Carlson, «hijo de Carl». Le tendí la mano y él la estrechó. Sus ojos no hacían más que ir de Joan a mí y viceversa.

      —Encantado de conocerte —dijo.

      —Glen es contratista —explicó Joan—. Tiene su propia empresa. Vive justo al lado —señaló a mi casa—, en esa casa de ahí.

      Carl Bain asintió.

      —Hasta el lunes —le dijo a Joan, y volvió a su Explorer.

      Joan se despidió de él con la mano, quizá con demasiado entusiasmo, mientras el coche se alejaba. Después se volvió hacia mí.

      —Gracias —dijo.

      —¿Por qué?

      —Es que me siento más segura sabiendo que estás ahí al lado.

      Me dirigió una mirada cariñosa, que parecía dar a entender algo más que una buena relación de vecinos, y entró de nuevo en su casa.

      Capítulo 4

      —¿Qué se siente? —preguntó Emily.

      —¿Cómo que qué se siente? —dijo Kelly.

      —Qué se siente cuando no se tiene madre. ¿Cómo es?

      Estaban las dos sentadas en el suelo de la habitación de Emily, entre montones de ropa tirada. Kelly se había estado probando conjuntos de Emily y Emily había improvisado un pase de modelos con la ropa que Kelly había llevado puesta y el conjunto extra que había metido en la mochila. Kelly le había preguntado a Emily si le apetecía intercambiar con ella unas camisetas durante toda una semana, y su amiga de pronto le había soltado esa pregunta.

      —Pues no es nada guay —dijo Kelly.

      —Si tuviera que elegir entre que se muriera mi madre o mi padre, yo creo que elegiría a mi padre —comentó Emily—. Le quiero, pero que se muriera mi madre sería peor, porque los padres no saben nada de muchísimos temas. ¿No preferirías que hubiera sido tu padre el que se hubiera muerto?

      —No. Preferiría que no se hubiera muerto nadie.

      —¿Quieres jugar a los espías?

      —¿Cómo se juega?

      —¿Te

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