Скачать книгу

para volver al colegio —me dijo el director.

      Yo había tenido después una conversación con mi hija, le había pedido incluso que me enseñara lo que había hecho. Kelly se había colocado justo delante de esa otra niña, había levantado la rodilla y luego había clavado el tacón en el empeine de su compañera.

      —Se lo tenía merecido —explicó.

      Me prometió que no volvería a hacer nada parecido y regresó a clase al día siguiente. Como no había tenido noticia de ningún incidente más, había supuesto que todo iba bien. Por lo menos todo lo bien que podía esperarse.

      —No pienso tolerarlo —dije entonces—. El lunes voy a ir a ver al director, y esos pequeños cabrones que te dicen esas cosas se van a...

      —Y ¿no podría cambiar de cole y ya está?

      Mis manos se aferraban tensas al volante mientras bajábamos por Broad Street, cruzábamos el centro de la ciudad y pasábamos junto al parque de Milford Green.

      —Ya veremos. El lunes lo pensaré, ¿de acuerdo? Después del fin de semana.

      —Siempre dices «Ya veremos». Dices que sí, pero luego es que no.

      —Si te digo que voy a hacer algo, es que lo haré. Pero eso supondría ir a clase con niños que no viven en tu barrio.

      La mirada que me lanzó lo decía todo. No le hizo falta añadir un «Pues vaya...».

      —Vale, de eso se trata, lo pillo. Y puede que te parezca un buen plan en estos momentos, pero ¿qué me dices de aquí a seis meses o un año? Acabarás marginándote tu sola de tu propia comunidad.

      —La odio —dijo Kelly en voz muy baja.

      —¿A quién? ¿Qué niña te ha estado diciendo esas cosas?

      —A mamá —dijo—. Odio a mamá.

      Tragué saliva con dificultad. Había intentado con todas mis fuerzas guardarme mis sentimientos de ira para mí, pero ¿por qué me sorprendía que también Kelly se sintiera traicionada?

      —No digas eso. No lo dices en serio.

      —Sí que lo digo en serio. Nos ha abandonado y provocó ese accidente asqueroso y ahora todo el mundo me odia.

      Exprimí el volante. Si hubiese sido de madera, se habría partido.

      —Tu madre te quería mucho.

      —Entonces ¿por qué ha hecho algo tan estúpido y me ha destrozado la vida? —preguntó Kelly.

      —Kelly, tu madre no era estúpida.

      —¿O sea, que emborracharse y aparcar en mitad de la carretera no es estúpido?

      Perdí los nervios.

      —¡Ya basta! —Cerré el puño y golpeé el volante—. Maldita sea, Kelly, ¿crees que tengo respuestas para todo? ¿No crees que yo también me estoy volviendo loco intentando adivinar por qué narices hizo tu madre una cosa tan tonta? ¿Crees que a mí me resulta fácil? ¿Crees que me gusta que tu madre me haya dejado solo contigo?

      —Acabas de decir que no era estúpida —dijo Kelly. Le temblaba el labio.

      —De acuerdo, está bien, ella no, pero lo que hizo sí que fue estúpido. Más que estúpido. Fue lo más estúpido que pueda hacer nadie, ¿de acuerdo? Y no tiene ningún sentido, porque tu madre nunca jamás habría bebido cuando sabía que tenía que conducir. —Volví a darle otro puñetazo al volante.

      Podía imaginar la reacción de Sheila si me hubiera oído diciendo eso. Habría dicho que yo sabía que no era del todo cierto.

      Sucedió hace muchos años. Cuando ni siquiera estábamos prometidos. Habíamos ido a una fiesta. Todos los chicos del trabajo, sus mujeres, sus novias. Yo había bebido tanto que apenas me tenía en pie, así que de ninguna manera podía coger el coche. Sheila seguramente tampoco habría pasado la prueba si la hubieran hecho soplar, pero estaba en mejor forma que yo para conducir.

      Sin embargo, no era justo tenerle eso en cuenta. En aquel entonces éramos más jóvenes. Más tontos. Sheila jamás se habría arriesgado a algo así ahora.

      Solo que sí lo había hecho.

      Miré a Kelly, vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.

      —Si mamá nunca hubiera hecho algo así, ¿por qué pasó? —preguntó.

      Detuve la furgoneta a un lado de la calle.

      —Ven aquí —dije.

      —Llevo puesto el cinturón.

      —Desabróchate ese maldito chisme y ven aquí.

      —Aquí estoy muy bien —dijo, casi abrazada a la puerta.

      Lo más que pude hacer fue alargar un brazo y tocarla.

      —Lo siento —le dije a mi hija—. La verdad es que no sé por qué lo hizo. Tu madre y yo pasamos juntos muchos años. Yo la conocía mejor que a nadie en este mundo, y la quería más que a nadie en este mundo, al menos hasta que llegaste tú, y entonces te quise a ti igual que a ella. Lo que quiero decir es que yo, igual que tú, tampoco lo entiendo. —Le acaricié la mejilla—. Pero, por favor, por favor, no digas que la odias. —Cuando Kelly decía eso me hacía sentir culpable, porque creía que le estaba transmitiendo mis sentimientos de ira.

      Estaba furioso con Sheila, pero no quería volver también a su hija en su contra.

      —Es que estoy muy enfadada con mamá —dijo Kelly, mirando por la ventanilla—. Y me hace sentir como si fuera mala, porque estoy enfadada cuando se supone que tengo que estar triste.

      Capítulo 3

      Volví a poner la furgoneta en marcha. Unos cuantos metros después accioné el intermitente y torcí hacia Harborside Drive.

      —¿Cuál es la casa de Emily?

      Debería haber sido capaz de reconocerla. Sheila y la madre de Emily, Ann Slocum, se conocían desde hacía seis o siete años, cuando las dos habían apuntado a las niñas a un curso de natación para bebés. Allí habían compartido sus anécdotas de madres primerizas mientras hacían lo posible por ponerles y quitarles el bañador a sus hijas, y desde entonces habían seguido en contacto. Como no vivíamos muy lejos unos de otros, las niñas habían acabado yendo al mismo colegio.

      Llevar en coche a Kelly a la casa de Emily e irla a recoger más tarde era una tarea de la que normalmente se ocupaba Sheila, por eso no había reconocido la casa de los Slocum en un primer momento.

      —Esa de ahí —dijo Kelly, señalando una casa.

      De acuerdo, sí, conocía aquella casa. Había llevado a Kelly allí alguna otra vez. Una construcción de una sola planta, de mediados de los sesenta, diría yo. Podría haber sido una casa bonita si la hubieran cuidado un poco más. Algunos de los aleros se estaban encorvando por el peso, las tablillas del tejado parecían estar en la recta final de su vida, y algunos de los ladrillos de la parte superior de la chimenea se estaban desmoronando a causa de la humedad que se les había metido dentro. Los Slocum no eran los únicos que dejaban para más adelante los arreglos de su casa. Últimamente, como el dinero no sobraba, la gente solía dejar que las cosas se desgastaran hasta que ya no se podía esperar más, y a veces ni siquiera entonces las reparaban. Las goteras del tejado podían solucionarse con un cubo, y eso era mucho más barato que cambiar todas las tablillas.

      El marido de Ann Slocum, Darren, vivía con un sueldo de policía, lo cual no era mucho, y seguramente menos aún desde hacía una temporada, ya que el ayuntamiento había tomado medidas drásticas para recortar las horas extras. Ann había perdido su trabajo en el departamento de distribución del periódico de New Haven hacía dieciséis meses. Aunque había encontrado otras formas de ganarse mínimamente la vida, me imaginaba que iban justos de dinero.

      Desde hacía más o menos un año, Ann organizaba esas «fiestas de bolsos»

Скачать книгу