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tenía tantas cosas rondándome la cabeza, la habría devorado en cuestión de segundos, incluso fría. Cada vez que la hacía, siempre en su fuente de horno naranja oscuro (Sheila diría que era «color palosanto»), teníamos para dos o tres sentadas, así que volveríamos a cenar lasaña dentro de un par de noches, y puede que incluso la comiéramos también el sábado a mediodía. A mí no me importaba en absoluto.

      Me comí menos de la mitad, volví a taparla y guardé el plato en la nevera. Kelly ya se había metido en la cama y tenía la luz de la mesita encendida cuando me asomé a su cuarto. Estaba leyendo un libro de los del Diario de Greg.

      —Apaga la luz, cariño.

      —¿Ya ha llegado mamá? —preguntó.

      —No.

      —Es que tengo que hablar con ella.

      —¿De qué?

      —De nada.

      Asentí. Cuando a Kelly se le metía algo en la cabeza, normalmente era con su madre con la que quería hablar. Aunque solo tuviera ocho años, ya se hacía preguntas sobre chicos, el amor y los cambios que sabía que le llegarían dentro de poco tiempo. Tenía que admitir que nada de eso era mi especialidad.

      —No te enfades —me dijo.

      —No estoy enfadado.

      —Es que hay cosas que son más fáciles de hablar con mamá. Pero yo os quiero a los dos igual.

      —Me alegra saberlo.

      —No puedo dormirme hasta que llegue a casa.

      Pues ya éramos dos.

      —Apoya la cabeza en la almohada. A lo mejor te quedas dormida de todas formas.

      —Seguro que no.

      —Tú apaga la luz y prueba a ver.

      Kelly alargó un brazo y apagó la lámpara. Le di un beso en la frente, y al salir de la habitación, cerré la puerta con cuidado, sin hacer ruido.

      Pasó una hora más. Intenté llamar otras seis veces al móvil de Sheila. No hacía más que ir y venir entre mi despacho del sótano y la cocina. El trayecto me obligaba a pasar por la puerta de entrada, así que podía mirar hacia la calle cada vez que lo recorría.

      Poco después de las once, de pie en la cocina, probé suerte con su amiga Ann Slocum. Alguien descolgó para que el teléfono dejara de sonar, pero al cabo de un segundo volvió a colgarlo. El marido de Ann, Darren, supuse. Debía de ser su estilo. Aunque, claro, también era muy tarde para llamar.

      Después llamé a la otra amiga de Sheila, Belinda. Hace unos años habían trabajado juntas en la biblioteca, y habían mantenido el contacto aun después de que sus caminos profesionales siguieran direcciones diferentes. Belinda había acabado siendo agente de la propiedad inmobiliaria, y no es que fuera el mejor momento para trabajar en ese ramo. Últimamente había mucha más gente que quería vender que comprar. A pesar de los horarios impredecibles de Belinda, ella y Sheila quedaban para comer una vez cada dos semanas más o menos; algunas veces con Ann, otras no.

      Su marido, George, contestó con voz de dormido:

      —¿Diga?

      —George, soy Glen Garber. Perdona que te llame tan tarde.

      —Caray, Glen, ¿qué hora es?

      —Es tarde, ya lo sé. ¿Puedo hablar con Belinda?

      Oí una conversación amortiguada, ruidos de fondo, y luego Belinda se puso al teléfono.

      —Glen, ¿ha pasado algo?

      —Sheila aún no ha vuelto de sus clases y no me contesta al teléfono. No habrás tenido noticias de ella, ¿verdad?

      —¿Qué? ¿De qué estás hablando? ¿Qué me dices? —Enseguida percibí el pánico en su voz.

      —¿Sabes algo de Sheila? A estas horas normalmente ya ha vuelto de clase.

      —No, no sé nada. ¿Cuándo has hablado con ella por última vez?

      —Esta mañana —dije—. ¿Conoces a Sally, la de la oficina?

      —Sí.

      —Su padre ha fallecido y he llamado a Sheila para contárselo.

      —O sea, que no habéis hablado prácticamente en todo el día, ¿no? —La voz de Belinda tenía un deje extraño. No era acusador, no exactamente, pero había algo raro en él.

      —Oye, no he llamado para molestaros. Pensé que a lo mejor sabías algo, nada más.

      —No, no sé nada —dijo Belinda—. Glen, por favor, dile a Sheila que me llame en cuanto llegue a casa, ¿de acuerdo? Ahora que ya has conseguido preocuparme a mí también, necesito saber que está bien.

      —Se lo diré. Dile a George que siento haberos despertado a los dos.

      —¿De verdad que le dirás que me llame?

      —Te lo prometo —le aseguré.

      Colgué, subí al piso de arriba, me acerqué a la puerta de la habitación de Kelly y la abrí un par de centímetros.

      —¿Estás dormida? —pregunté, asomando la cabeza.

      Se oyó un alegre «¡No!» salido de la oscuridad.

      —Vístete. Voy a buscar a mamá y no puedo dejarte sola en casa.

      Encendió la lámpara de la mesita. Creía que iba a discutir conmigo, que me diría que ya era lo bastante mayor para quedarse sola, pero en lugar de eso preguntó:

      —¿Qué ha pasado?

      —No lo sé. Seguro que nada. Probablemente tu madre se esté tomando un café con una amiga y por eso no oye el móvil. Pero a lo mejor se le ha pinchado una rueda o algo así. Quiero ir por el camino que suele hacer siempre.

      —Vale —dijo al instante, lanzando los pies al suelo. No estaba preocupada. Era una aventura. Se puso unos tejanos encima del pijama—. Solo tardo dos segundos.

      Bajé abajo y me puse la cazadora, me aseguré de que llevaba el móvil conmigo. Si Sheila llamaba a casa cuando nos hubiéramos ido, contactar con mi móvil sería lo siguiente que haría. Kelly subió de un salto a la furgoneta y se abrochó el cinturón.

      —¿Mamá se ha metido en un lío? —preguntó.

      La miré mientras ponía el motor en marcha.

      —Sí. La voy a castigar.

      Kelly soltó una risita.

      —Ya, seguro... —dijo.

      Cuando ya avanzábamos por la calle, le pregunté:

      —¿Te ha comentado mamá qué pensaba hacer hoy? ¿Sabes si iba a ver a sus padres y luego ha cambiado de opinión? ¿Te ha dicho algo, lo que sea?

      Kelly arrugó la frente.

      —Creo que no. A lo mejor ha ido a la farmacia.

      Eso quedaba a la vuelta de la esquina.

      —¿Por qué crees que ha podido ir allí?

      —El otro día la oí hablando por teléfono con alguien sobre pagar algo.

      —¿Algo de qué?

      —Alguna cosa de la farmacia.

      Como aquello no me decía nada, no insistí.

      No llevábamos ni cinco minutos en la carretera cuando Kelly se quedó frita con la cabeza apoyada en el hombro. Si yo pusiera la cabeza en esa posición durante más de un minuto, no me quitaría de encima la tortícolis en todo un mes.

      Cogí Schoolhouse Road y luego me incorporé a la 95 en dirección oeste. Era la ruta más rápida entre Milford y Bridgeport, sobre todo a esas horas de la noche, y la ruta que más probabilidades tenía de ser la escogida

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