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tal has dormido? —preguntó Sheila mientras yo me frotaba los ojos. Alargó un brazo y me tocó la espalda.

      —No demasiado bien. ¿Y tú?

      —A ratos.

      —Me parecía que estabas despierta, pero no quería molestarte por si al final resultaba que estabas dormida —dije, mirando atrás por encima del hombro. Los primeros rayos de sol de la mañana se colaban por entre las cortinas y jugueteaban sobre el rostro de mi mujer, que seguía tumbada en la cama, mirándome. Nadie resulta particularmente favorecido en ese momento del día, pero Sheila era un caso especial. Siempre estaba guapa. Incluso cuando parecía preocupada, que era como se la veía en esos momentos.

      Me volví otra vez y me miré los pies descalzos.

      —He estado muchísimo rato sin poder dormirme, luego creo que por fin he caído a eso de las dos, pero después he mirado otra vez el reloj y ya eran las cinco. Llevo despierto desde entonces.

      —Glen, todo se arreglará —dijo Sheila. Me acarició la espalda, tranquilizándome.

      —Sí, bueno, me alegro de que creas eso.

      —La situación mejorará. Todo es cíclico. Las recesiones no duran para siempre.

      Suspiré.

      —Pues parece que esta sí. Cuando terminemos con las dos obras que estamos haciendo ahora, no tenemos nada más en perspectiva. Una miseria; la semana pasada hice un par de presupuestos, uno de una cocina y otro para arreglar un sótano, pero todavía no me han dicho nada.

      Me levanté, me di media vuelta y dije:

      —Y ¿qué excusa tienes tú para haberte pasado toda la noche mirando el techo?

      —Estoy preocupada por ti. Y... yo también tengo asuntos que me rondan la cabeza.

      —¿Como cuáles?

      —Nada —repuso enseguida—. Bueno, lo normal. El curso que estoy haciendo, Kelly, tu trabajo.

      —¿A Kelly qué le pasa?

      —A Kelly no le pasa nada, pero soy su madre. Tiene ocho años. Me preocupo. Es lo que tengo que hacer. Cuando haya acabado el curso, podré ayudarte más. Todo será diferente.

      —Cuando decidiste apuntarte, teníamos negocio suficiente para justificarlo. Ahora ni siquiera sé si tendré algo de trabajo que darte —dije—. Solo espero que nos entre lo bastante para tener a Sally ocupada.

      Sheila había empezado un curso de contabilidad para empresas a mediados de agosto y, pasados ya dos meses, lo estaba disfrutando más de lo que había creído en un principio. El plan era que ella se ocuparía de la contabilidad del día a día de Garber Contracting, la empresa que primero había sido de mi padre y de la que ahora me encargaba yo. Sheila podría incluso trabajar desde casa, lo cual permitiría a Sally Diehl, nuestra «chica de la oficina», centrarse más en la gestión general del negocio, atender al teléfono, perseguir a los proveedores, interceptar las preguntas de los clientes. Normalmente, Sally no tenía tiempo de ocuparse de la contabilidad, lo cual significaba que yo tenía que llevarme los papeles a casa y hacer números por las noches, sentado a mi escritorio hasta pasadas las doce. Sin embargo, con el bajón que había dado el trabajo, ya no sabía muy bien cómo iba a acabar cuadrando todo.

      —Y encima, ahora, con lo del incendio...

      —Vale ya —dijo Sheila.

      —Sheila, una de mis puñeteras casas se ha incendiado, joder. Deja de decir que todo se arreglará, por favor.

      Se incorporó un poco y cruzó los brazos sobre el pecho.

      —No voy a dejar que te pongas negativo y cargues contra mí. Porque eso es lo que estás haciendo.

      —Solo digo las cosas como son.

      —Pues yo voy a decirte cómo serán —insistió ella—. Nos irá bien. Porque eso es lo que conseguimos siempre. Los dos, tú y yo. Siempre lo superamos todo. Encontramos la forma de salir adelante. —Apartó un momento la mirada, como si hubiera algo que quisiera decirme pero no estuviera segura de cómo hacerlo. Al final se atrevió—: Tengo algunas ideas.

      —¿Ideas para qué?

      —Ideas que pueden ayudarnos. Para superar este bache.

      Me quedé allí de pie, plantado con los brazos abiertos, esperando.

      —Estás tan ocupado, tan metido en tus propios problemas... y no estoy diciendo que esos problemas no sean graves..., es que ni siquiera te has dado cuenta.

      —¿De qué no me he dado cuenta? —pregunté.

      Sacudió la cabeza y sonrió.

      —Le he comprado a Kelly ropa nueva para el colegio.

      —Vale.

      —Ropa bonita.

      Entorné los ojos.

      —¿Adónde quieres ir a parar?

      —He conseguido algo de dinero.

      Creía que ya lo sabía. Sheila trabajaba en la ferretería a media jornada —unas veinte horas a la semana—, en las cajas. Hacía poco que habían instalado unas máquinas de autocobro y la gente se hacía un lío con ellas, así que hasta que aprendieran a utilizarlas, Sheila tendría trabajo. Desde principios de verano, además, había estado ayudando a la vecina de al lado, Joan Mueller, con los libros de contabilidad del negocio que la mujer había montado en su casa. El marido de Joan, Ely, había muerto en la explosión de una plataforma petrolífera en las costas de Terranova, hacía ya más de un año. La petrolera le estaba dando a Joan largas con la compensación económica, así que, mientras tanto, ella había abierto una especie de servicio de guardería en casa. Todas las mañanas le dejaban en la puerta a cuatro o cinco niños de preescolar. Y los días de colegio que Sheila tenía que ir a la ferretería, Kelly se quedaba en casa de Joan por la tarde hasta que uno de nosotros dos volvía del trabajo. Sheila había ayudado a Joan a organizar un sistema de contabilidad para llevar el registro de lo que le pagaba y lo que le debía cada padre. A Joan le encantaban los niños, pero se hacía un lío hasta contando con los dedos.

      —Ya sé que has conseguido algo de dinero —dije—. Joan y la ferretería. Todo ayuda.

      —Esos dos trabajos juntos no nos darían ni para alimentarnos a base de precocinados baratos. Te hablo de otra cosa, de dinero de verdad.

      Levanté las cejas; fue entonces cuando me preocupé.

      —Dime que no le has pedido dinero a Fiona. —Su madre—. Ya sabes lo que pienso sobre ese tema.

      Parecía que la hubiese insultado.

      —Por favor, Glen, sabes que jamás se me ocurriría...

      —Lo decía solo por si acaso. Preferiría que te dedicaras a trapichear con droga a que le pidieras dinero a tu madre.

      Sheila parpadeó, apartó las sábanas con brusquedad, se levantó de la cama y se fue al baño sin decir palabra. La puerta se cerró con fuerza tras ella.

      —No, venga ya... —dije.

      Algo después, cuando ya estábamos los dos en la cocina, no me pareció que siguiera enfadada conmigo. Yo ya me había disculpado dos veces y había intentado sacarle algún detalle sobre esas ideas que tenía para hacer entrar más dinero en casa.

      —Ya hablaremos de ello esta tarde —me dijo.

      Todavía no habíamos lavado los platos de la noche anterior. En el fregadero había un par de tazas de café, mi vaso de whisky y la copa de vino de Sheila, que tenía un resto granate oscuro en el fondo. Cogí la copa y la dejé en la encimera por miedo a que el pie pudiera romperse si íbamos llenando el fregadero con más vajilla.

      Esa copa de vino me hizo pensar en sus amigas.

      —¿Has quedado con Ann para comer o algo así? —pregunté.

      —No.

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