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con mi registro de los carriles contrarios de la autopista, pero no vi el Subaru de Sheila, ni tampoco ningún otro coche detenido en el arcén.

      Ya casi había pasado Stratford y estaba a punto de entrar en el límite municipal de Bridgeport cuando vi unas luces intermitentes en el otro lado. No en la autopista misma, sino puede que en alguna vía de acceso. Pisé con fuerza el acelerador para llegar cuanto antes a la siguiente salida y poder dar la vuelta y regresar por los carriles de la dirección este.

      Kelly seguía dormida.

      Salí de la 95, crucé la autopista y volví a entrar en ella. A medida que me acercaba a la salida en la que había visto las luces, distinguí un coche de la policía con los faros encendidos, bloqueando el paso. Aminoré la marcha, pero un agente me hizo señales para que prosiguiera. No lograba distinguir lo suficiente para ver qué había sucedido en aquella vía de salida y, con Kelly en la furgoneta, detenerme en el arcén de una autopista principal no parecía buena idea.

      Así que tomé la salida siguiente, imaginando que podría regresar por las calles de la ciudad y acercarme hasta aquel punto desde ese lado. Tardé unos diez minutos. La policía no había montado ninguna barrera allí, ya que nadie intentaría entrar por una salida. Dejé el coche aparcado en el arcén, al final de la vía, y por primera vez vi lo que había ocurrido.

      Era un accidente. Uno grave. Dos coches. Habían quedado tan destrozados que era difícil decir de qué marca eran o cómo había sucedido todo. El que quedaba más cerca de mí parecía un coche familiar; el otro, un turismo de no sé qué marca, había salido despedido hacia un arcén. Parecía que el turismo había embestido al familiar por un lateral.

      Sheila conducía un coche familiar.

      Kelly seguía dormida y no quise despertarla. Bajé de la furgoneta, cerré la puerta sin dar mucho golpe y me acerqué a la vía de salida. Allí había tres coches patrulla, un par de grúas y un camión de bomberos.

      Al acercarme, pude examinar mejor los vehículos involucrados en el accidente y empecé a sentir que me temblaba todo. Volví la mirada hacia mi furgoneta, me aseguré de que veía a Kelly por la ventanilla del acompañante.

      Antes de poder dar un paso más, no obstante, un agente de policía me detuvo.

      —Lo siento, caballero —dijo—. No puede acercarse.

      —¿De qué marca es ese coche? —pregunté.

      —Señor, por favor...

      —¿De qué marca es el coche? El familiar, el que está más cerca.

      —Un Subaru.

      —Matrícula —dije.

      —¿Disculpe?

      —Necesito saber la matrícula.

      —¿Cree que sabe de quién es ese coche? —preguntó el agente.

      —Déjeme ver la matrícula.

      Permitió que me acercara, me llevó hasta un punto desde el que se veía bien la parte de atrás del coche familiar. La matrícula estaba claramente visible.

      Reconocí la combinación de números y letras.

      —Dios mío —dije, sintiéndome desfallecer.

      —¿Señor?

      —Es el coche de mi mujer.

      —¿Cómo se llama, señor?

      —Glen Garber. Ese coche es el de mi mujer. Es su matrícula. Dios mío.

      El agente dio un paso hacia mí.

      —¿Pero ella está bien? —pregunté. Sentía que me vibraba todo el cuerpo como si estuviera agarrado a un cable de bajo voltaje—. ¿A qué hospital se la han llevado? ¿Lo sabe? ¿Puede averiguarlo, por favor? Tengo que ir allí. Tengo que ir allí ahora mismo.

      —Señor Garber... —empezó a decir el agente.

      —¿Al hospital de Milford? —pregunté—. No, espere, el de Bridgeport está más cerca. —Me volví para correr otra vez hacia la furgoneta.

      —Señor Garber, a su mujer no se la han llevado al hospital.

      Me detuve.

      —¿Cómo?

      —Sigue en el coche. Me temo que...

      —¿Qué me está diciendo?

      Miré hacia lo que quedaba del Subaru destrozado. El agente debía de haberse confundido. Allí no había ninguna ambulancia; no había ningún bombero utilizando las cizallas hidráulicas para llegar hasta el conductor.

      Aparté de en medio al policía, corrí hacia el coche, llegué junto al lateral hundido del conductor, miré a través de lo que quedaba de la puerta.

      —Sheila —dije—. Sheila, cielo.

      El cristal de la ventanilla se había hecho un millón de añicos. Empecé a quitárselos del hombro, a arrancárselos del pelo ensangrentado. No hacía más que repetir su nombre una y otra vez.

      —¿Sheila? Dios santo, por favor, Sheila...

      —Señor Garber. —El agente estaba justo detrás de mí. Sentí una mano en mi hombro—. Por favor, venga conmigo.

      —Tienen que sacarla de aquí —dije. El olor a gasolina me colapsaba las narinas, oía algo que goteaba.

      —Lo haremos, se lo prometo. Por favor, acompáñeme.

      —No está muerta. Tienen que...

      —Por favor, señor, me temo que sí. No tiene pulso.

      —No, se equivoca. —Alargué el brazo, lo introduje en el interior del coche y le rodeé la cabeza. Se le cayó hacia un lado.

      Entonces lo supe.

      El agente me puso una mano firme en el brazo y dijo:

      —Tiene que apartarse del coche, señor. No es seguro estar tan cerca. —Tiró de mí con fuerza y no opuse más resistencia.

      A una distancia de unos seis coches tuve que detenerme, inclinarme y apoyar las manos en las rodillas.

      —¿Se encuentra usted bien?

      —Tengo a mi hija en la furgoneta —dije, mirando al asfalto—. ¿Puede verla? ¿Sigue dormida?

      —Solo le veo la parte de arriba de la cabeza, sí. Parece que duerme.

      Respiré varias veces entre temblores, volví a enderezarme. Dije «Dios mío» unas diez veces. El agente seguía allí, paciente, esperando a que recuperara la suficiente serenidad para poder hacerme algunas preguntas.

      —Señor, ¿su mujer se llama Sheila? ¿Sheila Garber?

      —Eso es.

      —¿Sabe qué estaba haciendo esta noche? ¿Adónde iba?

      —Hoy tenía clase. En la Escuela de Negocios de Bridgeport. Está haciendo un curso de contabilidad para ayudarme en la empresa. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué es lo que ha pasado aquí? ¿Cómo ha sido? ¿Quién coño conducía el otro coche? ¿Qué le han hecho?

      El agente bajó la cabeza.

      —Señor Garber, parece que ha sido un accidente provocado por el alcohol.

      —¿Qué? ¿Conducía habiendo bebido?

      —Eso parece, sí.

      La ira empezó a mezclarse con el estupor y el dolor.

      —¿Quién conducía el otro coche? ¿Qué estúpido hijo de puta...?

      —En el otro coche iban tres personas. Uno de ellos ha sobrevivido. Un niño, en el asiento de atrás. Los que han muerto son su padre y su hermano.

      —Dios santo, pero ¿qué tipo de hombre se pone al volante borracho

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