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¿vale?

      Kelly sonrió encantada. Aquello sonaba divertido de verdad.

      —Pero ¿solo fotos o también vídeos?

      —Los vídeos dan más puntos.

      —¿Cuántos?

      —A ver, las fotos cuentan un punto, pero consigues un punto por cada segundo de vídeo.

      —Yo creo que deberían ser cinco puntos —dijo Kelly. Lo estuvieron debatiendo un rato y al final acordaron que cinco puntos por cada foto y diez por cada segundo de vídeo.

      —Si nos escondemos las dos a la vez, ¿cómo vamos a encontrarnos? —preguntó Kelly.

      Emily no había pensado en eso.

      —Bueno, pues primero te escondes tú y yo intento encontrarte.

      Kelly ya se había puesto de pie.

      —Tienes que contar hasta quinientos. Y no cinco, diez, quince, veinte..., sino uno, dos, tres...

      —Eso es demasiado. Hasta cien.

      —Vale, pero no muy deprisa —insistió Kelly—. No un-dos-tres-cuatro..., sino uno, dos, tres...

      —¡Vale! ¡Venga! ¡Vete!

      Kelly, con el teléfono bien sujeto en su mano cerrada, salió corriendo a toda prisa de la habitación. Corrió por todo el pasillo, preguntándose dónde podría esconderse, y miró un momento en el baño, pero la verdad es que ahí no había ningún sitio bueno. Si estuviera en su casa, podría meterse en la bañera, quedarse allí de pie muy quieta y cerrar las cortinas, pero los Slocum tenían una ducha con mampara de cristal. Abrió una puerta, que resultó ser un armario de ropa de cama; las baldas sobresalían demasiado y no le dejaban sitio para esconderse dentro.

      Abrió otra puerta y vio una cama del mismo tamaño que la de sus padres, aunque ahora su padre la tenía toda entera para él solo. La colcha era de un blanco roto y la cama tenía columnas de madera en las cuatro esquinas. Debía de ser la habitación del señor y la señora Slocum. Tenía cuarto de baño propio, pero también allí la ducha —el mejor sitio para esconderse— tenía mampara de cristal, y la bañera estaba descubierta, sin ninguna cortina.

      Kelly atravesó corriendo la habitación y abrió el armario. Estaba lleno de ropa que colgaba de perchas y tenía todo el suelo cubierto de zapatos y bolsos. Entró y se hizo un sitio entre las blusas y los vestidos que la envolvían. No cerró la puerta del todo. Dejó una abertura de cinco centímetros para que, cuando Emily entrara, pudiera grabarla buscándola por la habitación. Y entonces, cuando abriera la puerta, Kelly gritaría: «¡Sorpresa!».

      Se preguntó si Emily se lo haría encima del susto.

      Abrió el teléfono y la pantalla se iluminó. Activó la función de cámara y apretó el icono del vídeo.

      Su pie tropezó con algo. Supuso que debía de ser un bolso. Al golpearlo se había oído un ruido metálico. Kelly se arrodilló y metió la mano, tocó lo que creía que había producido aquel sonido y lo sacó.

      Entonces oyó algo que se movía. A través de la rendija vio abrirse la puerta de la habitación.

      No era Emily la que entraba en el dormitorio. Era su madre. Ann Slocum.

      Oh, oh, pensó Kelly.

      Pensó que a lo mejor se había metido en un lío por haberse escondido en el armario de la mujer. Así que se quedó allí muy quieta mientras la madre de Emily rodeaba la cama y se sentaba en el borde, alcanzaba el teléfono que había en la mesita de noche y marcaba un número.

      —Hola —dijo Ann Slocum sosteniendo el auricular muy cerca de su boca—. ¿Puedes hablar? Sí, estoy sola... Vale, pues espero que tengas mejor las muñecas... Sí, ponte manga larga hasta que desaparezcan las marcas... Me preguntaste cuándo podría ser la próxima vez... Podría el miércoles, a lo mejor, ¿a ti te iría bien? Pero voy a decirte una cosa, tienes que darme más para... gastos y... Espera, tengo otra llamada, vale, hasta luego... ¿Diga?

      Kelly no se enteró de la mitad de la conversación, porque la señora Slocum estaba susurrando todo el rato. Ella escuchaba, conteniendo la respiración, petrificada de miedo por si la descubrían.

      —¿Por qué llamas a est...? ... Tengo el móvil apagado... No, no es buen momento. La niña ha invitado a una amiguita... Sí, él está... Pero, mira, ya sabes cómo va esto. Pagas y a... consigues... marcas... un nuevo trato si tienes algo más que ofrecer.

      Ann Slocum se detuvo y miró hacia el armario.

      De pronto, Kelly tuvo mucho miedo. Una cosa era esconderse en el armario de la madre de una amiga. Eso podría hacer enfadar a la señora Slocum. Pero escuchar sus conversaciones privadas, eso sí que podía ponerla furiosa.

      Kelly dejó caer los brazos a los lados del cuerpo y los apretó allí rígidos, como un soldado, como si con eso pudiera hacerse mágicamente más delgada, menos visible. La mujer empezó a hablar de nuevo.

      —Vale, ¿dónde quieres hacerlo?... Sí, lo tengo. Pero no hagas ninguna estupidez... acabar con una bala en el cerebro... Pero ¡¿qué narices...?!

      Esta vez, Ann Slocum miraba directamente a la rendija del armario.

      —Espera un segundo, hay alguien... ¿Qué narices estás haciendo ahí dentro?

      Capítulo 5

      Estaba sentado tomándome una cerveza, mirando la fotografía enmarcada que tenía en mi escritorio: Sheila y Kelly, hacía dos inviernos, acurrucadas para protegerse del frío, con nieve en las botas y unos mitones de color rosa, las dos a juego. Estaban de pie delante de una exposición de árboles de Navidad, el de la izquierda fue el que finalmente elegimos para llevárnoslo a casa y colocarlo en el salón.

      —La llaman «Borracha» —dije—. Me ha parecido que debías saberlo. —Levanté una mano hacia la foto, rechazando cualquier posible protesta imaginaria—. No quiero oírlo. No quiero oír nada de lo que tengas que decirme, maldita sea.

      Di un trago de la botella. Solo era la primera. Iba a necesitar unas cuantas más para llegar hasta donde yo quería.

      La casa estaba muy solitaria sin Kelly. Me pregunté si sería capaz de dormir cuando llegara la hora de recogerse. Normalmente acababa levantándome a eso de las dos de la madrugada, bajaba al salón y encendía la tele. Detestaba el momento de subir arriba y acostarme solo en esa cama tan grande.

      Sonó el teléfono. Arranqué el auricular de la base.

      —Diga.

      —Hola, Glen, ¿qué tal va todo? —Doug Pinder, mi segundo de a bordo en Garber Contracting.

      —Hola.

      —¿Qué estabas haciendo?

      —Pues tomarme una cerveza —dije—. He dejado a Kelly hace un rato en casa de una amiga. Es la primera noche que estoy sin ella desde..., ya sabes.

      —Mierda, ¿estás solo? —preguntó Doug con entusiasmo—. Deberías hacer algo. Es viernes por la noche. Sal, vive la vida. —Doug era la clase de persona que le habría dicho a la señora Custer, una semana después de la última batalla de su marido, que bajara un rato al saloon, se tomara unas cuantas copas y se relajara un rato.

      Miré al reloj de la pared. Poco más de las nueve.

      —No me apetece. Estoy hecho polvo.

      —Venga. Tampoco tenemos por qué salir a ninguna parte. Yo también estoy aquí sentado sin hacer nada. Betsy ha quedado, tengo toda la casa para mí solo, así que súbete a la furgoneta y date una vuelta hasta aquí. A lo mejor podrías alquilar una peli o algo así por el camino. Y trae cerveza.

      —¿Adónde ha ido Betsy?

      —Quién sabe. Nunca pregunto cuando suceden cosas buenas.

      —Es que no me apetece, Doug, pero gracias por el ofrecimiento. Creo

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