Скачать книгу

se vino abajo entonces. Papá había dejado por escrito que iba a donar todo lo que tenía porque quería que mi hermana y yo nos abriéramos paso en el mundo, como él lo había hecho, pero no contó con la poca suerte que tendríamos y que el orgullo dividiría a la familia. Ahora, Kendra trabaja doble turno en un café y yo tengo que pasar más tiempo del que quiero con mi madre para ayudarla con la renta y colaborar con la escuela de Kassian.

      Kass no debería tener la familia que tiene ni vivir en las condiciones en las que vive. Se supone que los más pequeños no son conscientes de los problemas que acarrea la adultez porque están demasiado ocupados siendo niños, pero algunos son obligados a crecer de golpe y, a veces, se pierden una etapa a la que no se puede regresar.

      Tener que crecer por las circunstancias y no por los años es injusto.

      Saber eso, me mata; pero por más que lo intento, sé que él ve los problemas que su madre y yo intentamos ocultarle.

      Cansado e impotente de pensar, busco con manos inquietas entre las gavetas de la cocina hasta encontrar mis pinceles y dejarlos en la cama. De vez en cuando, me dan ganas de llorar por no ser capaz de facilitarle la vida a mi familia. Arrastro el caballete que hay bajo la mesada y tomo un lienzo en blanco de los que se apilan sobre el asiento del copiloto. Me siento al borde de la cama con un vaso de agua y acuarelas.

      Cierro los ojos y espero una imagen, una palabra, la melodía de una canción o el recuerdo de un roce. El pincel tiembla entre mis dedos hasta que una cicatriz parpadea en mi mente.

      Esta noche la pinto a ella para no tener que pintar un entorno que no puedo cambiar.

      Primer fragmento de una carta

      Él tenía a su alcance las estrellas, pero la eligió a ella. Contra todo pronóstico social, juntos, brillaron más que todas las constelaciones del cielo.

      Él en ella vio la suavidad de un abrazo dado con los ojos; ella en él, un propulsor de sueños.

       Los detalles quedaron cerrados herméticamente en los años que compartieron. Ahora son custodiados por memorias a las que no tengo acceso, pero, aunque no pueda decirte más de lo que vi, te aseguro lo siguiente:

      Ella hubiera renunciado a su vida por él.

      Él hubiera renunciado a su memoria por ella.

      Y uno de los dos lo hizo.

      Capítulo V

      Escudo en un vestido

      Blake

      Con cuatro horas de sueño y medio café en el estómago —porque no me alcanzó para preparar una taza entera—, afronto el sábado. Dejo la autocaravana para esperar por el coche de mi madre. Si tuviera dinero para la gasolina, una bicicleta o la oficina quedara cerca, iría por mi cuenta, pero es el único capricho que le permito darme.

      Hay un par de chicas que parecen regresar de una fiesta, pero luego, la zona está desolada. No son muchos los que osan salir en épocas de exámenes.

      No entiendo cómo es que me mantengo en posición vertical. Anoche, el sueño no llegaba, pero parte es mi culpa por quedarme pintando. Cualquier artista sabe lo que es caer en las garras de la obsesión, ceder ante la tentación de la imaginación, y aceptar el desafío de trasladar vida del mundo interno al externo. Quedé atrapado entre el lienzo y mis recuerdos, me perdí en algún lugar que tiene boleto de ida, pero que no te asegura uno de vuelta.

      Como si la invocara, Zoe sale a tropezones de Los Hígados, envuelta en un vestido floreado y un delgado abrigo de lana. Lleva los borceguíes desatados y arrastra una cartera por el piso. Tantea, somnolienta, el pórtico hasta que se clava el manubrio de una bicicleta en el estómago y la arrastra por los escalones mientras bosteza.

      Se da cuenta de que la estoy mirando y trata de esconder el bostezo.

      —Demasiado tarde. Ya vi tu úvula, tu lengua y hasta lo que desayunaste.

      —Lo siento y buenos días para ti también. —Se rinde y deja caer su brazo con una sonrisa.

      Ella apoya la bici en su cadera mientras se recoge el cabello en un moño alto, dejando a propósito varios mechones sueltos para que cubran su cicatriz.

      Me acerco con las manos escondidas en los jeans:

      —¿Qué tal tu primera noche en…?

      —¡Mal día para usar vestido! —chilla cuando la brisa le sube la falda.

      Una de sus manos se dispara a su entrepierna y la otra a su trasero. La bicicleta rebota contra el asfalto y me debato entre levantarla o apartar la mirada al percibir la vergüenza en su risa. Opto por lo segundo mientras reprimo una sonrisa que no sé en qué momento quiso manifestarse. Una vez que el viento deja de intentar mostrarme en qué nalga dijo que se tatuaría mi mural, alcanzo la bici.

      —Elvis tiene auto. Te lo prestará si lo necesitas —le aviso mientras se abotona el abrigo que le roza las rodillas—. Aunque si mal recuerdo, tú también tienes auto.

      —Recuerdas bien. Mi Jeep está familiarizado contigo. Perdón por eso, otra vez. Te hará feliz saber que no lo volveré a usar. Tú y toda la población están a salvo, de momento.

      Nadie se disculpó tantas veces conmigo en la vida como ella en dos días.

      Extiende las manos y le cedo el manubrio. Sus dedos rozan los míos y, ante tan sencilla e insignificante acción, se tensa de pies a cabeza. Retrocedo para darle espacio, pero no lo suficiente para dejar de tenerla cerca.

      —No es necesario que dejes de conducir por haberme atropellado. Fue un accidente.

      —No lo hago por ti.

      Enarco las cejas con interés.

      —Bueno, sí, tal vez una mínima parte es por el hecho de que no quiero matar a nadie, pero en realidad lo hago por el medioambiente. Estoy en contra del uso innecesario de los vehículos motorizados por combustible fósil y a gas natural, ¿sabías que son los responsables de alrededor del 15 % de la contaminación? No es tanto comparado el que emiten las fábricas y la producción de electrodomésticos, pero...

      —Ecologista —reconozco, pero apenas logra asentir antes de que algo a mi espalda llame su atención.

      Me giro hacia Phi Beta Sigma y, de todos los chicos que viven ahí, es Larson el que sale con ropa deportiva y una botella de agua en mano. La aversión fluye a través de mí mientras él le sonríe. Trato de que ella no lo note, pero la sonrisa que le devuelve decae cuando desliza la mirada entre ambos. Es difícil ignorar a dos polos que se repelen.

      —Felicitaciones por sobrevivir a tu primera noche en Los Hígados, Zoe —dice y después añade—: Hensley.

      Asiento ante su precavido intento de saludo. Nos ignoramos todos los días, pero esta vez sé que es educado porque no estamos solos. Intento no recordar lo que hizo, pero fallo. Si mi pasado portara un rostro, tal vez, los ojos serían los suyos.

      La chica de la bicicleta no es tan despistada como parece. Sus dedos se enroscan y desenroscan alrededor del manubrio con incomodidad ante la tensión, pero su sonrisa no desaparece. Siento que se convierte en mi escudo antiodio cuando le dice a Larson algo que lo hace reír y, cuando él se ríe, recuerdo la época en la que éramos amigos.

      El familiar sonido del motor del coche de mi madre rompe mi momento de paz con la presencia de Larson. Espero que se eche a correr antes de que me suba al auto. No confío en él porque es mejor amigo de Wendell, el padre de Kassian. Es sabido que las amistades pueden arrastrarte a lugares peligrosos y el escrúpulo se instala hasta en mis huesos. No lo quiero dejar a solas con Zoe.

      Él sabe que mi resentimiento es demasiado grande, lo ve en mis ojos,

Скачать книгу