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forma de democracia, rechaza de plano la existencia de cualquier perfil de ingreso (cualquier distinción entre personas educables y no educables) y, al mismo tiempo y con igual fuerza, la hegemonía de un perfil de egreso único en virtud del cual todo estudiante deba ser moldeado. Muy por el contrario, a través de la institución del acceso universal a la educación y la promoción de una variedad indeterminada de formas de ser, todas igualmente válidas, el proyecto inclusivo intenta pavimentar el camino para la construcción de una sociedad en la que los valores democráticos puedan florecer genuinamente y ningún ciudadano quede excluido de la participación política equitativa.

      El propósito de este capítulo es desarrollar en detalle la normatividad de esta nueva propuesta escolar, en particular las concepciones de normalidad, diversidad y democracia supuestas en ella. Esperamos mostrar además que la educación inclusiva es la vía regia para el desarrollo de un proyecto escolar orientado a la justicia educacional. Comenzaremos describiendo la normatividad que inspiró el proyecto escolar de la modernidad desde sus inicios, las dos formas de normalidad propugnados por este y un uso bastante particular del término “diversidad” asociado a ambas. Luego presentaremos el horizonte normativo de la democracia participativa, así como su conexión con otra forma bien distinta de entender la diversidad. Posteriormente, expondremos brevemente en qué consiste el proyecto inclusivo en educación tal como lo concebimos nosotros, a la luz de una propuesta que hemos defendido en otro lugar (Gaete y Luna, 2019), mostrando su profunda conexión con la democracia participativa. Finalmente, nos referiremos a la relación entre educación inclusiva y justicia educacional.

      “NORMALIDAD” Y “DIVERSIDAD” EN EL PROYECTO ESCOLAR MODERNO

      La idea de un perfil de ingreso, esto es, de una normalidad de entrada al sistema escolar, aparece desde los inicios mismos de la escuela moderna. El supuesto de base es que no todas las personas son “educables”, porque no todas tienen las capacidades o disposiciones requeridas para beneficiarse de la educación. Tal como apunta Baker (2002), “lo que distingue históricamente y en la actualidad a la educación escolar pública es que no es y jamás ha sido un lugar para todos los niños” (p. 680). Baker está pensando sobre todo en la discriminación por características cognitivas, pero está claro que esa no es la única fuente de exclusión. En Chile, por ejemplo, apenas unas décadas después del inicio del proyecto escolar, se generó un intenso debate respecto de si tenía sentido extender la instrucción primaria a los sectores más pobres, considerando, entre otras cosas, “la incuria de que está dominado el proletariado” (Serrano, de León y Rengifo, 2012, p. 90). Durante la primera mitad del siglo XX, Hazlitt (1934) diagnosticaba públicamente la supuesta ineducabilidad de las mujeres, y en Australia había serias dudas sobre la educabilidad de los indígenas (Grace y Platow, 2017).

      Gracias al giro antisegregacionista iniciado por los movimientos integracionistas y consolidado posteriormente por el proyecto inclusivo en educación (Parrilla, 2002), en la actualidad existe amplio consenso de que prácticamente cualquier persona puede aprender en la escuela y es, por tanto, educable. Esto se ha traducido en la eliminación o cuasi eliminación del perfil de ingreso en los sistemas de educación pública de buena parte del mundo. Sin embargo, sigue presente la idea de que algunos niños, usualmente identificados por medio de alguna etiqueta, no son “normales”, en el sentido de que tienen “necesidades educativas especiales” y, por tanto, requieren de ayudas especiales para poder beneficiarse de la escolaridad. Es en este sentido del término “normal” que un profesor comentó, en el contexto de una investigación sobre formación inicial docente, que a él no lo habían preparado para educar a todos los niños sino solo a los “normales” (Gaete, Gómez y Bascopé, 2016); y en este mismo sentido un estudiante de pedagogía preguntó en un curso: “OK, OK, hemos hablado suficiente sobre los niños diversos; ¿cuándo empezaremos a hablar de los niños ‘normales’?” (Darling-Hammond, 2011, p. ix).

      Así concebida, la normalidad apunta a un conjunto de características, habitualmente asociadas a ciertas capacidades físicas y mentales, que se espera que los estudiantes hayan desarrollado en cierto grado fuera de la escuela (por “maduración biológica” o porque “las traen de la casa” o por una combinación de ambas situaciones). Sin este desarrollo previo, la instrucción escolar tradicional es sencillamente inefectiva. Por eso se crearon las escuelas “especiales” y, más tarde, los proyectos de integración escolar en el aula regular: para proveer de apoyo especial a niños y niñas que no pasaban la “prueba de normalidad de entrada”; y por eso, también, el éxito y el fracaso escolar son a menudo los indicadores de normalidad más relevantes durante la niñez y la juventud temprana. De hecho, el mal rendimiento y la mala conducta en la escuela forman parte de los criterios diagnósticos de varias condiciones psicopatológicas en la infancia (véase American Psychiatric Association, 2013). Adaptarse a la escuela y aprender en ella sin ayudas especiales es considerado lo normal.

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