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y la participación con que los sistemas educativos producen y mantienen la exclusión (Ainscow y Miles, 2008; Booth y Ainscow, 2002; Echeita, 2007; Florian, 2008). Este marco favorece una pedagogía centrada en la facilitación de oportunidades de aprendizaje para todos los estudiantes a través de actividades en las que nadie queda excluido de la participación. De ahí que, desde la óptica inclusiva, es la enseñanza la que debe adaptarse a las características de los niños (más que los niños a la enseñanza, como ocurre en la escolaridad tradicional). Independientemente de las diferencias físicas, psicológicas, culturales o de cualquier otra índole que pueda haber al interior del estudiantado, todos tienen derecho a participar de manera equitativa en los procesos de aprendizaje. Más aún: desde una perspectiva inclusiva, esas diferencias son recursos para el aprendizaje. La diversidad se valora, pues, no solo a nivel ético-político, sino también a nivel pedagógico propiamente tal9. (Más adelante explicitaremos cómo esto se conecta con la búsqueda de justicia educacional.)

      En cuanto a la normalidad de salida, la educación inclusiva, también en línea con el marco político que la motiva, promueve la existencia de una variedad de formas de vida en un marco de igualdad socio-política, de modo que ninguna de esas formas pueda arrogarse mayor validez que otra ni, mucho menos, la representación exclusiva de lo normal. Lejos de la normatividad promulgada por la escolaridad moderna, la inclusión propone un horizonte normativo orientado hacia la construcción de una sociedad en la que lo normal esté dado por la valoración de la diversidad y el rechazo de la inequidad. En tanto instrumento al servicio de estos ideales de la democracia participativa, una escuela inclusiva debiese ofrecer a sus estudiantes una multiplicidad indefinida de alternativas para “ser normal”. Porque solo un contexto normativo con esas características ofrece a cada estudiante la posibilidad de autorrealizarse, de desarrollar su unicidad, su diferencia, su propia identidad.

      En suma, la educación inclusiva puede describirse como un proyecto político, epistemológico y pedagógico que contiene esencialmente, pero al mismo tiempo trasciende largamente, la idea de que toda persona es educable y debe tener acceso a la escolaridad. Esa idea es solo el punto de partida (fundamental, sin duda) de un proyecto mucho más ambicioso que comprende también el reemplazo de nociones explicativas estigmatizadoras y/o esencialistas (tales como, por ejemplo, el concepto de necesidades educativas especiales) por la detección y el desmantelamiento de barreras para el aprendizaje y la participación. Además, este trabajo epistémico-pedagógico orientado a transformar radicalmente la normalidad de entrada del proyecto escolar moderno se extiende hacia la transformación de su normalidad de salida y, con ello, se inscribe como dispositivo social para la producción de condiciones tanto estructurales (institucionales) como agenciales (individuales) para el florecimiento de una nueva democracia, en la que la igualdad no degenere en homogeneización y la diversidad no degenere en desigualdad.

      Por último, cabe señalar que de ningún modo el proyecto inclusivo debe pensarse como reducido únicamente a la escuela: también la educación de párvulos y la educación superior o posescolar pueden y deben abordarse desde una mirada inclusiva (atendiendo a las particularidades de cada caso, por supuesto). Pensando en lo primero es que, por ejemplo, desde hace algunos años se ha intentado posicionar el concepto de barreras para el aprendizaje, la participación y el juego (Booth, Ainscow y Kingston, 2006). Respecto de lo segundo, cabe señalar que en el debate internacional se ha venido instalando con fuerza la idea de que la educación superior o, de modo más general, la educación durante toda la vida es un derecho universal (véase, por ejemplo, McCowan, 2012; Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 2015). Recientemente, un estudio realizado por el Centro Universitario de Desarrollo CINDA, que agrupa diversas universidades chilenas, introduce el concepto de “barreras para el aprendizaje y la participación” también en el contexto de la educación superior, abogando por la necesidad de un enfoque de derecho que busque en este nivel educativo la “transformación de la cultura institucional para posicionar los temas de valoración de la diversidad, equidad y justicia social” (Lapierre et al., 2019, p. 55).

      EDUCACIÓN INCLUSIVA Y JUSTICIA EDUCACIONAL

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