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favor, llámenme Meche.

      —Meche, la verdad es que yo no estoy cansada. Me gustaría conversar un rato antes de ir a dormir. Si tú quieres, claro.

      —Por supuesto, querida. Como les conté, tengo una rica leche con miel, ideal para matar el frío y conciliar el sueño.

      —A diferencia de ustedes —replicó Manuela seriamente—, yo sí estoy cansada, así que si me disculpas... abuela... pero no tengo intención de quedarme a conversar.

      —Como prefieras. Te llevaré a tu pieza.

      —No te preocupes, solo dime dónde está y sabré llegar.

      —Manuela, haz un esfuerzo y acompáñanos, ¿ya? Luego te vas a dormir —dijo Magdalena con la mezcla perfecta de mandato y petición.

      Su hermana accedió desganada y Mercedes las guió por el pasillo derecho del primer piso. La luz era tenue y no se veía qué había en el fondo, aunque Marina creía recordar que la cocina y las piezas de servicio se encontraban cerca de ahí. Frente al pórtico de entrada estaba el living, alumbrado por el fuego que ardía en la chimenea bajo una repisa de piedras. Un sillón Matta de felpa café ocupaba casi la mitad de una muralla y, al frente, dos sitiales de cuero oscuro con patas torneadas lo miraban a la cara. Entre ellos había una mesa de pino Oregón que combinaba con la banqueta dispuesta frente a la mesa de centro, la cual tenía unos pocos adornos de plata sobre ella. Uno en especial llamó la atención de las hermanas. Se trataba de un plato delgado que tenía labrado un símbolo extraño. Manuela, que era la más letrada de las cuatro, supo en seguida que se trataba de la Rueda del Ser, aunque la falta de confianza le impidió preguntar qué relación tenía con la anciana.

      —Por favor, espérenme aquí —declaró su abuela—, iré a buscar sus leches y el té de Marina.

      Mercedes abrió otra puerta y apenas Marina vio que desaparecía tras ella, les dijo a sus hermanas:

      —¿Alguien me puede explicar cómo sabe que no me gusta la leche?

      —No sé —respondió Magdalena igual de confundida—. Se suponía que solo nosotras lo sabíamos.

      —El papá le debe haber contado —dijo Manuela.

      —Te equivocas —interrumpió Matilde—. Si había alguien que sabía guardar secretos, ese era nuestro papá.

      —¿Por qué lo dices? —preguntó Marina.

      —El hecho de que estemos aquí puede que se deba a un secreto, ¿o no? De lo contrario, ¿por qué ese testamento?

      Mercedes interrumpió la conversación, entrando a la sala con una bandeja en sus manos. Marina fue hacia ella para ayudarle, pero su abuela le pidió a todas que se sentaran. Las cuatro hermanas obedecieron mientras ella dejaba la bandeja al centro de la mesa rodeada por sillones.

      —Meche —dijo Matilde—, me gustaría saber por qué no supimos de ti durante tanto tiempo.

      —Estamos recién llegando —declaró Magdalena—, no creo que ahora sea el momento.

      —Sí, lo es —afirmó su abuela—. Estamos aquí para aclarar algunas dudas, ¿verdad?

      Marina se emocionó ante las palabras de su abuela. Al fin alguien le explicaría qué estaba sucediendo.

      —Dejamos de vernos por algunas diferencias —Mercedes observó el rostro de las cuatro hermanas y entendió que no estaba esclareciendo dudas, sino aumentándolas—. Verán, sus padres, en especial su mamá, quería oportunidades para ustedes que ella jamás tuvo. La ciudad les daba a ustedes esa posibilidad. Yo, por mi parte, quería verlas crecer donde debían hacerlo...

      —¿Debían? —interrumpió Matilde.

      —Esta casa y esta tierra les pertenecen, las mantienen conectadas con sus antepasados, con tradiciones muy importantes que solo se viven acá. Su madre rompió con todo eso; le dio la espalda a lo que era, a lo que siempre hemos sido y, de paso, las privó a ustedes de ese vínculo.

      —Es bien romántica tu mirada, abuela —dijo Manuela de manera irónica, al sentir que sus padres estaban siendo atacados y que no tenían cómo defenderse—, pero no creo que sea algo malo darles a tus hijas una mejor oportunidad en la ciudad.

      Por primera vez en mucho tiempo, ninguna de las hermanas confrontó a Manuela. Al contrario, todas miraron a Mercedes esperando una respuesta. Hundida en el sillón, bebió un poco de leche con miel y miró el fuego de la chimenea antes de hablar nuevamente.

      —Puerto Frío es mucho más que robles, vacas y ríos, Manuela. Espero que lo lleguen a entender con el paso del tiempo.

      —Nosotras queremos respuestas, Meche —insistió Matilde—. Necesitamos respuestas.

      —Deben ser pacientes....

      —¿Pacientes? —intervino Manuela—. Hace unas semanas los papás fueron asesinados a sangre fría. Después, recibimos un testamento aun más raro que su muerte en el cual se nos pedía que viniéramos a vivir a este pueblo olvidado, aunque fuese por un año. Llegamos en búsqueda de respuestas, porque créeme que si estoy acá es solo por eso. ¿Y qué se te ocurre hacer? ¡Criticar las decisiones de nuestros padres, aumentar el número de preguntas y no decir nada relevante!

      Manuela se levantó del sillón y quedó de espaldas a sus hermanas con la mirada fija en el fuego de la chimenea. Se sentía compenetrada con él. Todas sabían que finalmente Manuela había explotado, pero ninguna se atrevió a consolarla. Nunca le había gustado que la vieran llorar. La verdad era que sus hermanas pensaban lo mismo que ella.

      —Lamento mucho lo que pasó, niñas —dijo Mercedes con profunda tristeza—. No olviden que Milena era mi única hija.

      —Una hija con la que no tuviste contacto durante diez años—replicó Manuela, aún dándoles la espalda.

      —Las cosas no son como aparentan.

      —Explícanos cómo son, Meche —pidió de pronto Marina—. Explícanos qué está pasando...

      —Podrías empezar respondiendo esto —dijo Manuela con los ojos llorosos—: si nuestra mamá, tu hija, fue capaz de no hablarte durante años, ¿por qué dejó estipulado que debíamos venir para acá y no quedarnos en la ciudad donde siempre quiso que viviéramos?

      —Te equivocas. El deseo de Milena era que estuvieran aquí, pero solo bajo circunstancias especiales. Esta es su tierra, Manuela. Siempre lo ha sido. Fue de sus antepasados, ahora es de ustedes y más tarde será de sus descendientes.

      —Estupideces.

      —Sé que todo esto es muy difícil, pero les aseguro que acá encontrarán las respuestas que están buscando. Verán que cuando llegue el momento, todo se aclarará.

      —¿Es decir que hay cosas que sabes y que nos estás ocultando, Mercedes? Dinos qué hacemos acá, sin acertijos.

      Su abuela bebió el último trago de leche con miel e hizo una pausa antes de volver a hablar:

      —Con el tiempo ustedes sabrán responder esa pregunta. Yo no las obligué a venir, tampoco lo hicieron sus papás. Según sé, la única menor de edad aquí es Marina, lo cual significa que el resto decidió venir por voluntad propia.

      —Para buscar respuestas —masculló Manuela.

      —Así es. Qué curioso que pretendan encontrarlas en esta tierra llena de vacas. ¿Verdad?

      Las cuatro hermanas quedaron mudas y la habitación se sumergió en silencio.

      —Bueno, creo que ya es suficiente por hoy —declaró Mercedes—. Las guiaré a sus respectivas piezas. Antes, eso sí, me gustaría decirles los horarios: el desayuno se sirve a las siete y media en el comedor, pero asumo que deben estar agotadas así que mañana será a las diez. Luego, me encantaría llevarlas a recorrer el Sector de Los Ríos. El almuerzo está listo todos los días a la una. En la

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