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hago? —se preguntó en voz alta.

      Como si el bosque la hubiese escuchado, los árboles agitaron sus ramas y un revoltijo de hojas se extendió por un camino alternativo al sendero que Marina seguía. Sin siquiera dudar, decidió seguirlas. Parecía que las hojas bailaban al compás del viento sureño y que los ríos, a lo lejos, las acompañaban cantando. Marina observó la sodalita y advirtió que la pulsación de su resplandor aumentaba a medida que atravesaba el bosque. ¿Acaso era posible? ¿El bosque le hablaba? La vegetación se hizo cada vez más tupida y le costaba seguir el camino dibujado por el remolino de hojas. La tierra estaba tan húmeda que de a poco adquiría más aspecto de barro que de sendero definido. Sus pies comenzaban a hundirse cuando advirtió que el pequeño torbellino de hojas se deshacía al final de unos alerces. Marina quedó paralizada, ¿qué haría para continuar sin la guía del bosque? Entonces creyó que se había dejado engañar por una falsa corazonada, por una impresión equivocada. ¿Cómo creía posible que el bosque le estuviese hablando? Quizás la muerte de sus padres la había afectado más de lo que creía. Se encontraba perdida en medio de cientos de árboles y tierra pantanosa, sin tener la menor idea de cómo regresar. Miró la sodalita nuevamente; titilaba con mayor intensidad. Sin saber muy bien qué hacer, pero con la única certeza de que más perdida ya no podía estar, decidió caminar hacia unos alerces. Con dificultad llegó hasta ellos, dio un par de pasos más adelante y, en ese momento, todo cambió. Rodeado por árboles milenarios se encontraba un claro de bosque; una circunferencia perfecta con cientos de margaritas en el pasto. A Marina la invadió una serenidad que nunca antes había sentido. Unos pájaros pequeños de color azul plateado cantaban sobre los álamos del claro. ¿Acaso lo hacían para ella?

      En el centro, logró distinguir una roca de forma rectangular que medía alrededor de un metro. Se acercó lentamente hacia la piedra y, a medida que lo hacía, la naturaleza parecía inquietarse: la brisa se convirtió en un vendaval, el correr de los ríos se transformó en un sonido ensordecedor, el cantar de los pájaros, en una verdadera sinfonía. Todo el bosque estaba ahí con ella. Podía sentir la vibración de la sodalita azul dentro de su pecho, como si cada titilar fuera un latido de su corazón.

      Llegó frente a la gran roca que alcanzaba su cintura, así que se acercó más para saber qué había sobre ella. Su color era de un gris opaco y la superficie rugosa parecía corroída por el paso del tiempo. Y ahí, entre el granito y el hollín, observó cuatro extraños símbolos grabados en el medio de la roca:

      Uno de ellos llamó su atención: aquel que asemejaba el movimiento del agua. Entonces, como si le hubiese sido revelado un misterio, supo de inmediato qué debía hacer: tomó la piedra y la encajó con seguridad dentro del círculo correspondiente en la roca. La sodalita se acopló perfectamente en el agujero ennegrecido y, una vez dentro, un rayo azul emanó de él hacia lo más alto del cielo. Marina fue cegada por el destello y cuando pudo abrir los ojos, se dio cuenta no solo de que la sodalita había dejado de titilar, sino que, además, el cielo se había nublado abruptamente como si una tempestad fuera a caer justo encima de ella en pocos segundos. El viento se colaba con fuerza por entre los árboles y llegaba borrascoso hasta el centro del prado, agitando de un lado a otro el vestido blanco de su madre. Una lluvia poderosa comenzó a caer desde las nubes negras.

      A lo lejos, pudo escuchar los gritos de su familia llamándola, buscándola.

      Y en un susurro creyó escuchar la voz de Milena pronunciando su nombre.

      Ancestros

      “Tenías razón, mamá: el frío del sur es muy distinto al de la ciudad —pensó Marina—, este se impregna en los huesos y no te deja”. Todavía podía sentir la lluvia colándose a través de su piel. Había estado un tiempo largo bajo la tormenta con la esperanza de sacar la sodalita azul de la roca, pero a pesar de todos sus intentos, se mantuvo firmemente adherida como si una vez acoplada ya no pudiese salir de ahí. Un vendaval azotaba sin piedad el claro de bosque y cuando ya no pudo escuchar la voz de Magdalena, su regreso a la casona se hizo impostergable. Encontró a su hermana a mitad de camino y juntas corrieron hasta llegar empapadas al pórtico de entrada. Sin alcanzar a elaborar mayores explicaciones, ambas subieron raudas las escaleras para tomar una ducha caliente y así entrar en calor. Una vez en su pieza, tendió el antes incólume vestido blanco sobre el respaldo de la silla; las gotas de agua que caían al suelo formaron un charco pequeño bajo él. No quiso seguir viendo cuánto había ensuciado el vestido de su madre, así que decidió llevar su pelo hacia delante y la vista al suelo. En seguida tomó el secador y se dejó adormilar por el sonido fuerte y monótono. El aire caliente retumbaba en sus oídos, pero aun así estaba más concentrada que nunca. Lo que sucedía a su alrededor no podía ser verdad y, sin embargo, lo era. Pero ¿qué era, exactamente? Un golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos.

      —Pase, está abierto —contestó mientras apagaba el secador de pelo.

      —Con esto entrarás en calor —dijo su abuela, sentándose al borde de la cama y dejando un té con miel sobre el velador.

      —Gracias, Meche —respondió Marina mientras tomaba el tazón.

      —Estuviste un buen tiempo allá afuera.

      —Sí. No sabía dónde estaba y me costaba escuchar la voz de la Maida, porque la lluvia caía muy fuerte.

      —Es extraño, ¿no crees? —le preguntó Mercedes con los ojos clavados en los suyos—. No tendría por qué llover así de fuerte, como de la nada.

      —Estamos en el sur, Meche. Esas cosas pasan.

      —No sabía que conocías tanto el clima de este lugar.

      —No lo conozco, pero es invierno así que...

      Marina no terminó la oración: su abuela parecía tener un tic nervioso y eso la distraía. Cada cierto tiempo miraba hacia la puerta, como si temiera que, en algún momento, fuese a entrar alguien por ahí. ¿Acaso entendía lo que había ocurrido? ¿Estaría al tanto de algo que ella desconocía y solo esperaba el momento más adecuado para contárselo? Desde la mañana había querido hablar a solas con Mercedes para preguntarle qué era esa sodalita azul y ahora, más que antes, quería averiguar qué significaba ese claro. Llevaba horas aguardando la ocasión perfecta para conversar con ella, pero con la lluvia como cientos de saetas sería imposible salir de la casona. Sus hermanas no irían a ninguna parte, Pedro tampoco; ella y su abuela se quedarían ahí, junto a todos los demás. Las opciones que tenía, por lo tanto, eran dos: cerraba la puerta con llave y resolvía el asunto ahí mismo o seguía a la espera del momento ideal. Como nunca se había caracterizado por su paciencia, cruzó la pieza, cerró el pestillo y, despacio, le preguntó a su abuela:

      —¿Qué está pasando?

      —Siempre supe que serías la primera en conectarte, Marina. Desde que eras una niña. Lo supe porque, desde que naciste y cada vez que fui a verlos a Santiago, me pedías que los llevara conmigo al bosque.

      Marina recordaba eso. Fragmentos, pequeñas escenas difuminadas. Como si tomara una cámara fotográfica, soplara sobre el lente y apretara el obturador. La imagen que tendría sería un recuerdo borroso. Ella queriendo ir al bosque. Ella en el bosque. Ella y el agua del bosque.

      —Le rogabas a tus papás que se vinieran a vivir conmigo, les decías que ninguno de ustedes pertenecía a la ciudad. Y eras una niña. Lo supe ahí mismo, Marina. Nunca pude explicarme por qué, pero era como si nunca hubieras estado lejos de tus raíces. Y esto... —dijo levantando las manos y señalando el cielo— esto es una prueba de que estaba en lo cierto: de todas tus hermanas, tú fuiste la primera en conectarte.

      Puso todo su peso sobre una pierna. Luego, sobre la otra. Fue hasta uno de los ventanales y lo abrió apenas. Escuchó el zumbido del viento y de alguna manera, eso la tranquilizó. Apoyó su espalda en la ventana y, por fin, se atrevió a hablar.

      —No entiendo lo que quieres decir.

      —El

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