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Zahorí 1 El legado. Camila Valenzuela
Читать онлайн.Название Zahorí 1 El legado
Год выпуска 0
isbn 9789563634020
Автор произведения Camila Valenzuela
Серия Zahorí
Издательство Bookwire
—¿Y por qué se fueron? —Marina sabía que estaba incomodando al ayudante de Mercedes, pero la curiosidad la invadía y le era imposible dejar de hacer preguntas.
—Simplemente se fueron... hace muchos años atrás.
—¿A dónde?
—¡Usted sí que salió buena para la pregunta, oiga! —le contestó Pedro con una sonrisa forzada—. Son cosas antiguas, historias de viejos... la doña de seguro querrá contárselas. Mejor espérese a llegar, no más.
Marina comprendió que el mayordomo no quería seguir hablando y decidió, entonces, que era mejor callar.
El silencio reinaba dentro de la camioneta. Todas dormían a excepción de Marina, quien se daba vueltas en preguntas sin respuesta. ¿Por qué sus padres, la noche anterior a su muerte, parecían haberse despedido de todas sus hijas? ¿Por qué habían estipulado que se fueran a vivir a la casa de un familiar al que no veían hace más de diez años? Marina se sentía en la mitad de la nada, a oscuras y con niebla, sin la capacidad de ver más allá de su propia nariz. Sabía que algo se ocultaba detrás de la serie de eventos ocurridos en los últimos días y pensó que quizás había pistas dejadas mucho tiempo atrás.
La oscuridad ya inundaba Puerto Frío cuando dejaron atrás el pueblo. A lo lejos, Marina pudo observar múltiples luces pequeñas y difuminadas que bordeaban la costa. A medida que avanzaban, la vegetación se hacía cada vez más espesa. Al cabo de unos minutos, la camioneta se internó en un empinado camino de ripio, marcado por curvas estrechas y la naturaleza que no daba tregua. Marina no podía ver más allá de las luces del automóvil y a las polillas que chocaban contra el vidrio delantero, aunque, de todas formas, pudo advertir que el sonido del mar se había acallado para dar paso al correr de los ríos.
—¿Cómo puedes manejar con esta oscuridad, Pedro? —comentó Marina rompiendo el silencio.
—Pareciera que hace siglos hago el mismo recorrido, mija.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando con mi abuela?
—Veinte años, más o menos...
—Qué raro, no me acuerdo de ti. La última vez que vine, no estabas.
—Es que hubo un tiempo en que dejé de trabajar en la casona —reconoció Pedro con el semblante vacío—. Mi cabro estaba recién nacido y decidí dejar de trabajar para su abuela y así criarlo mejor. Mantener esa casona es duro y no hay nadie más que ayude. Pero bueno, usted sabe: quien se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen.
—¿Y la mamá de tu hijo?
—A cada santo le llega su día, señorita Marina.
Se produjo un silencio largo y Marina notó que, nuevamente, sus preguntas habían incomodado a Pedro. No tuvo tiempo de pedir disculpas o continuar la conversación: el capataz disminuyó la velocidad para cruzar un puente pequeño y angosto, iluminado principalmente por la luna. Luego, se adentró en un camino estrecho rodeado por helechos que colindaba con un portón de hierro forjado, sostenido por dos pilares de ladrillos. Pedro detuvo la camioneta, bajó y abrió una de las puertas de hierro primero; en seguida, la otra y volvió a subir. Pasó la Chevrolet por el umbral y repitió la misma acción, esta vez para cerrar el portón. Una vez más, entró al auto para continuar el camino. Poco a poco, las luces delanteras dejaron entrever la silueta de una gran casona inserta en medio del bosque. Entonces, Marina pegó un codazo a cada lado para despertar a Matilde y a Manuela.
—Llegamos. Maida, despierta.
Pedro detuvo la camioneta frente a la entrada de la casona. Justo en ese momento, las hermanas vieron que una de las puertas principales se abría. Del interior salió corriendo una mujer de pelo blanco con los brazos abiertos.
—¡Bienvenidas a Puerto Frío, queridas! —les gritó.
Acertijos
Magdalena bajó y cerró la puerta de la camioneta tras de sí. En seguida, sus tres hermanas hicieron lo mismo y se pusieron en fila, una al lado de la otra. La oscuridad de la noche, un poco atenuada gracias a las luces que se propagaban desde el interior de la casona, delineaba la silueta de Mercedes: a pesar de la edad, aún conservaba el porte; “ni atisbo de joroba”, pensó Marina. Su abuela parecía igual de alta como cuando ella era niña y debía mirarla hacia arriba, era como si el tiempo no hubiera pasado por ella: los mismos colores en su ropa, el mismo caminar erguido y elegante. Quizás lo único distinto eran sus ojos rodeados de surcos marcados y firmes. Y aun con todas esas arrugas, Marina pudo distinguir a su madre en aquella mirada: la perspicacia, la valentía. Las palabras que no se dicen. Los secretos. Fue su abuela quien se atrevió a romper el silencio:
—Espero que hayan tenido un buen viaje. ¿Qué les parece si entramos? Les tengo una rica leche con miel para que puedan descansar.
Matilde le pegó un codazo disimulado a su hermana menor.
—Y no te preocupes, Marina —continuó Mercedes, guiñando un ojo—. Para ti hay té con miel.
La abuela se dirigió hacia donde estaba ubicado el capataz. Marina aprovechó ese momento para mirar extrañada a Magdalena, quien subió sus hombros dándole a entender que tampoco sabía cómo Mercedes se había enterado de que no le gustaba la leche.
Pedro se retiró y Mercedes caminó en dirección a la casona que estaba frente a ellas. Las cuatro hermanas la siguieron expectantes.
Antes de llegar a la puerta principal había un par de escalones que daban a una larga galería de madera, decorada con una mesa y sillas de mimbre a un costado y, al otro, un par de maceteros con peperomias y orquídeas. Unas cuantas polillas de considerable tamaño revoloteaban alrededor de los faroles de muro y una mezcla de sonidos envolvía el ambiente: los pasos de las cinco mujeres, el aleteo de los insectos, los ríos a la distancia y el viento que mecía las hojas de los árboles suavemente.
Mercedes giró las antiguas manillas de vidrio y las puertas dobles de la entrada se abrieron. Fueron recibidas por un vestíbulo amplio y austero que tenía una escalera a cada lado. La decoración era simple: un perchero, un arrimo de madera y un antiguo teléfono negro. Una lámpara pequeña lograba iluminar la corrida de ventanales, divididos por parteluces, que unían dos pasillos desplegados a ambos lados. Hacía mucho tiempo que Mercedes había decidido no taparlos para así permitir que se viera el patio interior que unía las dos alas de la casa. Marina se acercó a un vidrio y puso sus manos alrededor de los ojos para mirar hacia fuera, pero la oscuridad era tal que no pudo ver nada.
—Mañana podrán recorrer la casa, el jardín y sus alrededores —dijo Mercedes al percatarse de la curiosidad de su nieta—. Ahora es mejor que descansen.
—¿Dónde están nuestras piezas? —quiso saber Marina antes de que continuaran avanzando.
—En el ala derecha del segundo piso —contestó su abuela.
—¿Y la tuya dónde está?
—Marina, no seas desubicada —intervino Magdalena nerviosa.
—No lo es —repuso Mercedes—. Antes de responderte, Marina, me gustaría pedirles a todas que, por favor, no tengan miedo de preguntar lo que quieran. Yo estoy aquí para apoyarlas y darles todo el cariño que necesiten. Además, tengan presente que esta casa es tan mía como de ustedes.
—¿Cómo es eso? —volvió a preguntar Marina.
—Bueno, la historia de esta casa es muy antigua. Vamos a necesitar varias noches para contársela, para explicarles por qué les pertenece.
—Es obvio: por herencia —intervino Manuela con desdén—. Somos la única familia que te queda.
—Con el tiempo, lograrán entender que esto es más que una simple herencia familiar —contestó Mercedes.
Su abuela hizo un silencio corto para volver a hablar luego de unos segundos.