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una molestia para el resto mientras yo tendré que sanar a gente como tú —le respondió Manuela mirándola con aires de superioridad.

      —“Sanar a gente como tú”. ¿Escucharon eso? —preguntó Matilde, burlona.

      —Ya, paren —dijo Marina, intentando concentrarse en lo que quería decirles, y no en el miedo que sentía.

      Magdalena le aferró más su mano, mientras atrás de ellas todo era silencio. Parecía que los pasajeros se habían sumergido en un sueño profundo, ya que nadie emitía sonido alguno. Esto aumentó el terror que sentía Marina mientras el avión se movía con violencia. Y tan repentinamente como habían comenzado las turbulencias, de la misma forma se acabaron.

      —Se terminó —le recalcó Magdalena disminuyendo un poco la presión sobre la mano de Marina.

      —Sí —suspiró—. Gracias.

      La menor de las hermanas se atrevió a observar las miradas que la rodeaban y advirtió que la mayoría de los pasajeros estaban tiesos y asustados al igual que ella. Incluso Magdalena había palidecido ligeramente.

      —Ya no aguanto más estar aquí encerrada, menos si el avión se transforma de nuevo en una batidora —masculló Marina.

      —Oye, Marina... date vuelta —comentó Matilde y su hermana menor giró apenas el cuello—. Te pedí que te dieras vuelta, no que me mostraras tu perfil. Dale, atrévete.

      —Sí, supérate —agregó Manuela.

      Marina se volteó, más por la ironía de Manuela que por la petición de Matilde. Luego, levantó sus cejas en son de pregunta.

      —¿Quieres que te cuente cómo era el chiquillo que conocí ayer en la noche? —le preguntó Matilde, picarona.

      “El viejo truco de la distracción”, pensó Marina. Si había alguien que sabía cómo desviar la atención hacia temas poco relevantes, esa era Matilde. Entonces, se dio cuenta de que, quizás, esa era su mejor opción para terminar el último trayecto del viaje. Asintió y Matilde se lanzó a hablar. Le contó que sus amigas de la universidad le habían organizado una despedida, así que habían ido a un bar para tomar mojitos y comer quesos. Los mojitos fueron dos, tres, y antes de tomar el cuarto, decidieron ir a bailar a la discoteque más cercana. Primero, bailó con sus amigas; después, bailó sola y, antes de irse, decidió bailar con un tipo que, según ella, la había mirado toda la noche.

      —Tenía el pelo oscuro y los ojos negros, y cuando...

      —Nadie tiene los ojos negros, Mati —intervino Marina.

      —Él sí los tenía negros, totalmente negros y hermosos. De hecho, yo he visto varios hombres con los ojos negros y esos son los mejores.

      —Probablemente eran café oscuro, pero bueno, sigue...

      —Cuando le pedí que bailara conmigo, justo pusieron esa canción de The Cure que le gusta a la Manuela, In between days...

       Hizo una pausa para ver cómo reaccionaba Manuela, pero ella se limitó a seguir con la vista fija en una de las alas del avión.

      —¿Y? —preguntó Marina.

      —Y la canción me sacó de onda, así que lo dejé botado en la mitad de la discoteque.

       Las dos hermanas menores rieron. Manuela sacó su reproductor del bolsillo del asiento delantero, se puso los audífonos y cerró los ojos. Luego, Magdalena se dio vuelta, miró a Matilde y a Marina, y les dijo:

      —Después no se quejen si la Manu las molesta.

      —Ya, ella puede sacar de quicio a todo el mundo, yo digo una broma y me queman en el infierno. ¿Dónde quedó la igualdad entre hermanas, me pregunto yo? —contestó Matilde con una risita que le devolvió Marina.

      —¿No puedes estar a la altura de las circunstancias, ni siquiera por esta vez?

       Matilde no dijo nada. Marina tampoco respondió. Una vez más, su hermana mayor tenía razón. No era el momento para generar divisiones, sino para estar unidas. Magdalena también quedó muda y luego corrió hacia arriba la persiana de la ventana. La había tenido cerrada desde el inicio del viaje para que Marina no tuviera que mirar una de las alas del avión, pero ahora pensaba que estaban llegando y, creyendo que podría reconocer el lugar, la abrió para asegurarse de que fuera así. Curiosamente para un día de invierno en la Región de Los Lagos, el cielo estaba casi totalmente despejado; se podían distinguir un par de nubes, pero más abajo, el bosque se desplegaba a lo largo y ancho de las montañas. En algunos sectores, donde los árboles se alejaban unos de otros, Magdalena observó hilos de agua que se deslizaban entre los cerros y, a medida que el avión avanzaba, algunos de ellos se unían para desembocar finalmente en el mar. “Hemos llegado”, suspiró Magdalena para sus adentros, dándose cuenta de lo entusiasmada que estaba a pesar de todo. En seguida, repitió fuertemente para que sus hermanas pudieran escucharla:

      —¡Llegamos!

      —¿En serio? —dijo sorprendida Matilde, mientras se arrojaba sobre Manuela para mirar por su ventana—. Se me hizo muy corto el viaje.

      —Eso fue porque dormiste todo el camino —comentó Manuela, ofuscada— ¿Puedes salir de encima, por favor?

      —Maida, ¿cómo sabes que ya estamos en Puerto Frío? —preguntó Matilde, ignorando por completo el comentario de su hermana—. ¿No deberían avisar que llegamos?

      —Te aseguro que lo harán en unos minutos, no me cabe duda de que estamos aquí: el bosque, los ríos, la forma en que van a dar al mar —le contestó Magdalena, sonriendo—. Me acuerdo como si fuera ayer.

      —¿Tantas veces lo viste desde arriba?

      —No, no muchas, pero nunca se me olvidó. No podría olvidarlo. Hay algo en este lugar...

      —Sí, el frío mortal y el olor a pasto mojado durante todo el año.

      —¡Manuela! —le gritaron las tres al unísono.

      En ese momento se escuchó el anuncio de la azafata señalando que estaban próximos a aterrizar en Puerto Frío.

      —¡Tenías razón! —exclamó Marina, aliviada—. Al fin llegamos.

      —Sí. Y todo va a estar bien.

      “Sí”, pensó Marina, “todo estará bien”. A pesar de que llegaba a un lugar que no visitaba desde hacía más de diez años; a pesar de que toda su vida anterior se había desvanecido frente a sus ojos sin poder hacer nada. Incluso a pesar de la muerte de sus padres.

      Puerto Frío

      Luego de la muerte de sus padres, Manuela había acrecentado su actitud hostil. Por más que Magdalena intentaba hablar con ella, poco y nada conseguía. Todas querían entenderla, pero si desde niñas les había sido difícil hacerlo, ahora era peor. Su gran y único confidente dentro de la familia siempre había sido su padre, ambos tenían una relación muy cercana: si Lucas estaba triste, Manuela era la primera en percibirlo y viceversa. Parecía que solo con él Manuela era capaz de ser ella, de contarle sus problemas e inquietudes. Y así, podían pasar tardes completas tomando café, conversando. Lucas en el sitial del comedor, Manuela en la banqueta escuchando sus historias; Lucas viendo el partido de la Selección Chilena, Manuela gritando a su lado, y los dos comiendo papas fritas. Las hermanas bañándose en el mar con Milena; Lucas y Manuela acostados sobre la toalla leyendo un libro. A veces, incluso, Marina había llegado a pensar que Manuela era más hija de Lucas que todas las demás juntas. Y ahora que Lucas no estaba, Manuela parecía más sola que nunca.

      Una vez que bajaron del avión, las cuatro hermanas se sorprendieron ante la vista. Estaban acostumbradas al esmog de Santiago, a los edificios de espejos y a la cordillera lejana y perdida entre las casas del barrio alto y la contaminación. Estaban acostumbradas al cemento devorador, a los árboles escasos, la mayoría devastados por centros comerciales o autopistas.

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