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Zahorí 1 El legado. Camila Valenzuela
Читать онлайн.Название Zahorí 1 El legado
Год выпуска 0
isbn 9789563634020
Автор произведения Camila Valenzuela
Серия Zahorí
Издательство Bookwire
—Me estaba acordando de su leche con miel.
—La que nunca probaste —replicó Magdalena con una sonrisa de complicidad luego de semanas de completa tristeza—. Va a estar todo bien. La abuela siempre fue buena con nosotras, no deberíamos tener problemas con ella, mucho menos ahora.
—Además, Puerto Frío es bonito —dijo Marina, tratando de convencerse de que estaban haciendo lo correcto.
—Eras muy chica la última vez que fuimos. ¿Todavía te acuerdas?
—No recuerdo detalles, pero sí sensaciones, lugares y cosas generales como esos árboles inmensos.
—Sí, es muy lindo el lugar. Vamos a recorrerlo cuando lleguemos, así te acordarás de todo.
Mala idea. Por el momento, no tenía ganas de recordar el pasado. No quería pensar. Solo quería estar quieta en el espacio y quedarse ahí. Inmóvil.
—O mejor no —se retractó su hermana y luego, enmudeció: una vez más, sabía qué era lo adecuado.
Ninguna de las dos volvió a hablar por un buen rato. Marina pensó lo distinto que habría sido el viaje si nada hubiera pasado, aunque probablemente de no haber sucedido, no estaría arriba de ese avión. Estaría en Santiago, en el curso de matemáticas con el profesor Ortúzar, quien en realidad nunca la dejaba estar más de media hora dentro de la sala. “Después de todo, de repente no es tan malo el cambio de vida”, se dijo a sí misma. Podría dejar atrás su fama de estudiante que llegaba siempre tarde y no hacía las tareas, de niña olvidadiza que se quedaba dormida y que la echaban por comer en clases. Podría adquirir el nuevo hábito de levantarse temprano y estudiar, nada mal para alguien que ya estaba en su penúltimo año de colegio.
—Ahora que tendré una pieza para mí sola —le dijo a Magdalena—, me voy a comprar un escritorio. Uno grande, espacioso. Y va a estar siempre ordenado, te lo prometo. Me levantaré temprano y haré todos los trabajos del colegio.
—Ya era hora —interrumpió una voz somnolienta desde el asiento trasero.
Dos brazos se estiraron y un bostezo inundó el ambiente: Manuela, una de las hermanas del medio, había despertado. A su lado seguía durmiendo Matilde, la tercera hija de la familia Azancot. Los ojos verdes de la primera se asomaron entre la ranura de los asientos de adelante donde estaban sentadas sus hermanas.
—¿Cómo están? Imagino que la Marina no ha parado de sufrir —comentó mirando a Magdalena.
—Ya está mejor.
—Qué bueno, porque está grandecita como para tenerles miedo a los aviones.
—No tiene nada que ver una cosa con la otra —le respondió Magdalena con el ceño fruncido—. Tú que estás a punto de egresar de psicología deberías saberlo mejor que nosotras.
—Lo que pasa es que ustedes la siguen viendo como una niñita de dos años. La cuidan demasiado. Déjame decirte que con eso no van a lograr nada.
—¿Y quién le tiró maní al mono?—preguntó irritada Marina.
—Qué horror tu vocabulario. Ojalá la educación fuera gratis en el país, así no gastaríamos plata por nada.
—Sí, también podría tener calidad, así no tendríamos psicólogos como tú atendiendo pacientes.
—Por lo menos tendré un cartón universitario, algo difícil para ti considerando el promedio que tienes en el colegio.
—Ya, paren —interrumpió Magdalena—. No se van a poner a pelear ahora.
Manuela tenía veintidós años, tres menos que Magdalena y dos más que Matilde. Era, sin lugar a dudas, la más introvertida y seria de las cuatro. Acostumbraba a permanecer días completos encerrada en su pieza leyendo y rara vez hablaba más de la cuenta, por lo que nunca se sabía muy bien lo que hacía o pensaba. Tenía una biblioteca enorme en la casa de Santiago, donde su estante cubría una pared completa. Cuando estaba por cumplir quince años y ante su completa negativa a realizar una fiesta como era habitual entre las niñas de su edad, su padre decidió darle en el gusto y construir el mueble con el que siempre había soñado. Una vez terminado, le vendó los ojos y la llevó a su pieza junto con el resto de la familia. Ahí, en una de las paredes, se encontraba un gran armazón café que iba de lado a lado. En la primera corrida estaba la colección completa de los trágicos griegos, los primeros libros con los que comenzó a llenar el estante que, a esas alturas, ya debía estar fijo en una de las piezas de la casona en Puerto Frío. Probablemente allí no alcanzaría a llegar ni a la mitad de la muralla. Manuela sentía un poco de ansiedad al no saber las circunstancias exactas en que habían sido trasladados el estante y sus libros, por lo que su mal genio usual se acrecentaba conforme pasaba el tiempo.
—¿Cuánto llevamos arriba del avión?
—¿No puedes preguntar cuánto llevamos de viaje, Manuela? —gruñó Magdalena al ver que su hermana menor se retorcía en el asiento que daba al pasillo.
—No importa —intervino Marina, cansada de que hablaran de ella como si no estuviera presente—. Ya no queda mucho.
—¿Ves? —dijo Manuela mirando a su hermana mayor.
—¿Y qué pasa con Matilde? —preguntó Marina.
—No sé cómo tuvo fuerzas para salir a bailar —comentó Manuela.
—No las tiene, es su forma de enfrentar las cosas —respondió Magdalena dándose vuelta para observar, preocupada, cómo dormía su otra hermana.
A diferencia de las demás, Matilde parecía no tener ataduras con nadie. De todas sus hermanas, era la que tenía menos diferencia de edad con Marina y, sin embargo, nunca había logrado hablar seriamente con ella. Siempre que se acercaban era para divertirse y, en cada una de esas ocasiones, el propósito se cumplía: las bromas de Matilde eran únicas. Todo en ella lo era: sus modos y gustos, su forma de vestir, la música que escuchaba. Incluso parecía que su manera de hablar era diferente a la del resto de sus hermanas. Hoy, a sus veinte años, se definía a sí misma como un espíritu libre que nunca podría ser encerrado. Era espontánea y alegre, por lo que rara vez tenía inconvenientes con alguien y, en el caso de que los tuviera, se enfrentaba a ellos justificando que el conflicto no era suyo. Simplemente no se hacía problemas con nada. Al parecer, ni siquiera con la muerte.
—Ya es momento de que empiece a enfrentar la vida, sobre todo ahora. Nada justifica que haya salido a bailar después de la semana que tuvimos.
—Yo creo que luego tomará conciencia de lo que pasó. Pronto todas lo haremos —comentó su hermana mayor.
De súbito, el avión se comenzó a mover. La azafata anunció que estaban experimentando una leve turbulencia y que era necesario ponerse de nuevo el cinturón de seguridad. Marina tocó su abdomen para corroborar que la hebilla se mantuviera tan ajustada como al inicio del vuelo, pero eso no la reconfortó.
—Marina, quédate tranquila —le dijo Magdalena tomándole la mano mientras el avión se sacudía de arriba abajo y de un lado para otro—. Es normal que pase esto, la mayoría de los vuelos tienen turbulencias...
—Sí y ninguno se cae —interrumpió Manuela desde atrás.
—No puedo creer que la molestes ahora —comentó Matilde, quien acababa de despertar debido a los movimientos—. ¿Por una vez en tu vida, podrías dejar de ser