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—exclamó mientras corría en ayuda de Ciara, quien aún convulsionaba desafiando todas las leyes de gravedad.

      Entonces, de manera tan abrupta como habían comenzado, los temblores de su cuerpo se detuvieron. Ciara quedó tendida de espaldas. Su voz era solo gemidos. Cayla se arrodilló a su lado y puso la cabeza de la mujer sobre sus piernas.

      —Tranquila, todo estará bien, mi señora —le repetía entre sollozos—. Todo saldrá como lo habíamos planeado...

      —Cayla —alcanzó a decir en un último respiro—, tú continuarás mi legado.

      —No me deje sola —repetía la niña entre lágrimas.

      —No estarás sola, Cayla. El Fuego siempre te acompañará.

      La mirada de Ciara se apagó y su piel se tornó más blanca.

      —Que el espíritu del Fuego sea contigo, madre —murmuró la niña, mientras le cerraba los párpados sin vida.

      En ese momento el dolor también cerró los ojos de Cayla.

      Cuando volvió a abrirlos ya era una mujer.

      1 “Oscuro el fuego, oscura mi alma, oscura la magia que aquí me resguarda”.

      2 “Que el espíritu del fuego sea contigo”.

      3 “Bienvenidas.”

      4 “Magia Oscura, alimenta este fuego que te pertenece”.

      Cambios

      Los aviones siempre habían sido incómodos para Marina, hija menor de la familia Azancot. La primera vez que subió a uno, cuando apenas tenía cinco años, el miedo y la angustia de no tocar tierra firme se apoderaron de ella y nunca más la abandonaron. Hoy, luego de doce años sin volar, Marina emprendía un nuevo viaje.

      La desesperación la invadía lenta pero fuertemente. Cada tres minutos miraba el reloj que sus padres le habían regalado para su último cumpleaños. Quizás así llegaría puntual al colegio. “Poco importa eso ahora”, pensó. “Solo necesito entrar rápido a ese avión para salir pronto de ahí”. Comenzó a dar zancadas de una esquina a otra dentro de la sala llena de asientos grises. Con la vista pegada en el suelo, se preguntó si quizás el color rojo del tapiz no sería un presagio funesto. “No puedo estar pensando estas cosas. Nada malo va a pasar. Lograremos bajarnos todos intactos”. Sus pensamientos se vieron interrumpidos con el sonido de una voz que inundó la sala de espera: “Pasajeros del vuelo 314, por favor pasar a la puerta de embarque número 12”. Su corazón se aceleró y sintió que sus piernas sucumbían ante el pavor de acercarse a ese monstruo con alas. Caminó tambaleante por la manga que desembocaba en la puerta del avión y sintió cómo sus músculos perdían fuerza. Apenas puso un pie dentro de la nave, un intenso olor a plástico la sofocó. Además, hacía un calor impropio para una ciudad como Santiago de Chile en pleno invierno. Inspiró profundo y apuró el paso hacia su asiento. Una azafata, vestida con traje azul y peinada de forma excesivamente prolija, le dio la bienvenida, le deseó un buen viaje y le dijo:

      —Si necesita algo, por favor no dude en avisarme —apuntó con su dedo índice el distintivo dorado que tenía en el pecho—. Mi nombre es Susana.

      —Gracias... ¿Usted sabe cuánto se demora en partir el avión? —le preguntó intentando contener las ansias de salir corriendo.

      —Poquito, como quince minutos.

      La azafata le guiñó un ojo y Marina no pudo hacer más que esbozar una sonrisa torcida. Poquito. No entendía cómo quince minutos podrían ser “poquito”.

      No llevaba bolso de mano, pues sabía que apenas se podría mover durante el viaje y no quería tener otro estorbo más que ella misma. Además, nunca había sido muy buena para leer, por lo que si no lograba concentrarse cuando estaba detrás de su escritorio, mucho menos lo haría en esos momentos. Se sentó torpemente en el puesto que daba hacia el pasillo, no sin antes cerrar la persiana del asiento contiguo. Lo que menos necesitaba era observar el despegue del avión o, peor aún, ver cómo se iría a pique por culpa de algún mecanismo averiado o por la negligencia del piloto. Se acordó del hundimiento del Titanic y de la escasa cantidad de botes salvavidas que había para toda esa gente. Por lo menos tenían botes, acá con suerte habría mascarillas de oxígeno y dudó que tuvieran paracaídas. Además, aunque hubieran, no tenía ni la menor idea de cómo usar uno. Estaba perdida.

      Observó al resto de los pasajeros y vio hombres y mujeres de todas las edades. Ninguno de ellos tenía el rostro deformado de miedo como el suyo. Se encendió una pequeña luz roja y todos comenzaron a ponerse el cinturón de seguridad. Quedaba poco para el despegue. De pronto, el sonido arrollador de las turbinas la sorprendió bruscamente. Lo podía sentir retumbando en sus oídos. Fuerte, cada segundo más fuerte en una justa proporción a su creciente angustia. Su corazón se aceleró aún más y sintió un nudo en el pecho que no la dejaba respirar, como si una piedra le impidiera el paso del oxígeno. El avión comenzó a moverse y sintió que el pánico la consumía. Se impresionó de la agudeza de sus sentidos, no solo por la cercanía con que escuchaba las turbinas, sino porque además podía percibir el roce de las ruedas contra el pavimento conforme la gran mole se movía. Cerró los ojos e intentó llevarse la máxima cantidad posible de aire a los pulmones para ver si con ello lograba tranquilizarse un poco, pero de nada servía. Marina aferró sus manos empapadas al asiento como si eso la pudiese mantener en tierra. Pasados unos segundos, pudo advertir cómo el avión comenzaba a curvarse. A acelerar. A elevarse. Esta vez, el terror la invadió por completo. Sintió que sus órganos se quedaban abajo mientras el resto de su cuerpo subía, su respiración se detuvo como si estuviera bajo el agua. Probablemente, su corazón haría lo mismo. No quería morir arriba de un avión.

      —Tranquila —su pensamiento se vio interrumpido por la voz de Magdalena—. Todo va a estar bien.

      Le hubiera gustado darle las gracias a su hermana mayor, pero el nerviosismo se la comía por dentro y temía romper en un llanto interminable, como el que había tenido a los cinco años. Así, tuvo que conformarse con devolver una sonrisa en la cual ninguna de las dos creyó. En otra ocasión, Magdalena le habría contado historias sobre los pacientes que atendía en el hospital, todo con el fin de calmarla y distraerla. Sin embargo, sabía que los acontecimientos vividos durante los últimos días habían dejado huellas difíciles de superar y, esta vez, Magdalena no podía hacer más que decir unas cuantas palabras alentadoras y tomarle la mano en señal de apoyo. Por eso y por todo lo demás.

      ***

      El iPod de Marina tenía más de mil canciones y quince listas de reproducción diferentes, sin embargo, en ese momento solo una le serviría para relajarse: los clásicos familiares. Había tenido una infancia feliz, que recordaba con facilidad gracias a la banda sonora que sus padres repetían en una hermosa colección de vinilos. Supertramp, The Beatles, Neil Young, Joan Baez, eran algunos de los artistas que estaban presentes en cada viaje y reunión familiar. Así, no sabía cuánto tiempo había pasado desde que había subido al avión, pero Let it be la ayudaba a distraerse. Tampoco quería preguntar cuánto faltaba para llegar al que sería su nuevo hogar: Puerto Frío, un pueblo de pocos habitantes y mucha naturaleza, ubicado en el sur de Chile. Ahí, entre bosques y ríos, estaba la antigua casona de su abuela materna, Mercedes Plass. La última vez que la vio fue precisamente para su primer viaje en avión. Recordaba que siempre llevaba consigo un poncho de lana beige y unos aros dorados que se apretaban en sus orejas, dejándolas rojas cuando llegaba el final del día. Recordaba, también, que cuando hacía frío (lo cual era día por medio en el verano y todos los días en invierno) se paseaba por las piezas para repartir tazones de leche con miel. Marina tenía que ir a escondidas a dejarle el tazón a su papá, porque nunca le ha gustado la leche y quería demasiado a su abuela como para decirle en la cara que le producía náuseas. Ahora, ya no sabía siquiera si la reconocería.

      —Parece que estás mejor —le dijo con una sonrisa su hermana mayor.

      —Sí —respondió sorprendida al percatarse de que, en efecto,

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