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Zelanda y las islas del Pacífico en julio; y finalmente a África central, occidental y oriental, Europa oriental y el Caribe en agosto (Dunn, 1958). En aproximadamente seis meses, la epidemia había infectado al mundo, a través de rutas terrestres y marítimas, con los viajes aéreos aún desempeñando un pequeño papel en la propagación. Como en la gripe española de 1918, esta gripe asiática reapareció de forma impredecible. Cuando en otoño en el hemisferio norte, las escuelas reabrieron, hubo una contaminación más amplia, con tasas de contagio en los entornos escolares entre el 40 y el 60 por 100.

      Al igual que con la gripe española, los grupos de edad más jóvenes dominaron las tasas de contaminación, lo que sugiere que los grupos de mayor edad ya tenían inmunidad. La hospitalización en la mayoría de los hospitales aumentó dramáticamente durante esta pandemia, aunque los hospitales pudieron acomodar a la mayoría de los infectados, utilizando varias medidas: reutilización de camas, reasignación de médicos, cancelación de cirugías electivas, etc. Estas medidas se complementaron con el esfuerzo por promover la recuperación de los infectados en el entorno familiar, para casos de gripe no complicados (Henderson, 2009), medidas que se están utilizando para contener la pandemia de la covid-19.

      Para el control de la gripe asiática, se utilizó por primera vez la vigilancia integral, buscando rastrear la propagación y el impacto de la infección. El carácter «suave» de la pandemia dio lugar a intervenciones mínimas de carácter no farmacéutico, como el cierre de establecimientos educativos, restricciones de viaje, prohibición de reuniones masivas o cuarentena. A pesar de ser considerada una pandemia leve, la gripe asiática sirvió como recordatorio de la persistente amenaza de la propagación mundial de enfermedades emergentes. Una década más tarde, surgió una nueva pandemia de gripe, ahora en Hong Kong (1968-1970), del subtipo H3N2. La primera advertencia también se dio en China en julio de 1968, cuando la epidemia se extendió rápidamente por Europa, América del Norte y Australia, ya a principios de 1969 (Saunders-Hastings y Krewski, 2006). Aunque las tasas de mortalidad se mantuvieron relativamente bajas, la pandemia se habría cobrado entre 500.000 y 4 millones de vidas.

      En abril de 2009 surgió la pandemia de gripe porcina. Causada por la cepa H1N1, comenzó con brotes casi simultáneos en México y Estados Unidos, antes de extenderse por todo el mundo en aproximadamente seis semanas. Ante la presencia de la enfermedad infecciosa en más de 75 países y en varios continentes, en junio la OMS determinó que se trataba de una pandemia. En total, en 2009-2010, entre el 11 y el 21 por 100 de la población mundial fue infectada por este virus (Roos, 2011). Las medidas profilácticas tomadas para sofocar esta pandemia, en un contexto en el que muchas personas tenían autoinmunidad, ayudan a explicar la baja tasa de mortalidad asociada a ella: 284.000 muertes en todo el mundo.

      En cualquier caso, varios expertos han expresado reiteradamente su preocupación por las formas de comunicación en relación a las incertidumbres sobre el nuevo virus, que no fue tan mortal como se anticipaba (Mcneil Jr., 2009). Uno de los temas polémicos de esta pandemia tuvo que ver con el uso de la mascarilla. En ese momento, EEUU recomendaba usar mascarillas faciales sólo en casos excepcionales: personas enfermas con el virus cuando estaban cerca de otras personas y personas en grupos de alto riesgo mientras cuidaban a alguien con gripe. Como afirmaron en su momento algunos expertos, las mascarillas pueden dar una falsa sensación de seguridad y no deben reemplazar otras precauciones importantes (Roan, 2009). Otro elemento problemático tuvo que ver con la recomendación, por parte de la OMS, del uso de antivirales (GAR, 2009). La forma en que la OMS manejó esta crisis fue cuestionada en 2010 por Fiona Godlee. Ella, entonces editora del prestigioso British Medical Journal, publicó un editorial criticando a la OMS. Según ella, un estudio había expuesto los nexos financieros existentes entre algunos de los expertos que habían asesorado a la OMS sobre la pandemia y las compañías farmacéuticas que producían antivirales y vacunas, un tema al que dedico más atención en el Capítulo 6.

      Los estudios existentes sugieren que las epidemias anuales de influenza afectan normalmente entre el 5 y el 15 por 100 de la población mundial. Aunque en la mayoría de los casos la infección gripal sea leve, estos brotes epidemiológicos pueden causar enfermedades graves en 3 a 5 millones de personas, resultando, en promedio, entre 290.000 y 650.000 muertes en todo el mundo. En los países industrializados, las enfermedades graves y las muertes ocurren principalmente en poblaciones de alto riesgo: bebés, ancianos y enfermos crónicos, aunque el brote de gripe H1N1 de 2009-2010 (como en el caso de la gripe española de 1918) ha mostrado una tendencia a afectar a personas más jóvenes y saludables (Biggerstaff, 2014). Estos estudios apuntan claramente a la dificultad de anticipar el comportamiento de las epidemias; además, muestran la importancia de identificar los mecanismos locales de afrontamiento y «resiliencia» que permitan combatir estas pandemias y que contribuyan, en el largo plazo, a afrontar algunos de los grandes desafíos que plantean las recurrentes crisis de salud y las injusticias epistémicas, ontológicas y políticas que las acompañan.

      Conclusión

      En la primera década del siglo xxi, los espacios urbanos –un entorno propicio para la rápida propagación de infecciones– ya albergaban a más de la mitad de la población mundial, en comparación con el 30 por 100 en 1918 (Smil, 2011). En el contexto actual, dominado por el gran capital global, el tráfico de mercancías (incluidos animales vivos y otros productos agrícolas) y de personas es mucho más voluminoso y rápido que a principios del siglo xx (Santos, 2018). Estas condiciones son el escenario ideal para la propagación de infecciones por todo el mundo, como nos enseñan las lecciones de las pandemias en la historia. La pandemia de la covid-19 y, antes, el SIDA y las tuberculosis resistentes a los antibióticos, nos han venido a recordar que las enfermedades infecciosas no han desaparecido, lo que contradice la posición de Frank Macfarlane Burnet y David White (1972), para quienes las enfermedades infecciosas eran cosa del pasado. La idea de que el conocimiento científico por sí solo protegería la salud pública sugería implícitamente que la exportación del modelo de salud hegemónico garantizaría la salud del planeta. Sin embargo, hoy en día hay muchas más enfermedades infecciosas nuevas, como el SARS, el VIH-SIDA y la covid-19. En total, su número casi se ha cuadriplicado en el último siglo (Smil, 2011). La discrepancia entre la afirmación del control de enfermedades, que dominó en el siglo xx, y la ignorancia sobre el futuro de la salud mundial, es cada vez más evidente.

      Por otro lado, la preocupación de la medicina colonial se centró principalmente en proteger la salud de los colonos europeos, en garantizar la superioridad militar y en apoyar el carácter extractivista de la relación capitalista-colonial (Arnold, 1993). Aunque los médicos y científicos coloniales contribuyeron sustancialmente al avance de la biomedicina, su trabajo dio prioridad, casi exclusivamente, a la salud de los colonos, y sólo secundariamente a la de los colonizados, y sólo en la medida en que era importante asegurar el mantenimiento y la reproducción de esta fuerza de trabajo (Schiebinger, 2005). Esta opción se reflejó, en los espacios metropolitanos, en una competencia por el conocimiento y la influencia utilizando el material disponible en las colonias. Así, se creó la idea de que el foco de las enfermedades infecciosas se encontraba sólo en las colonias, tema que sigue impregnando los estudios de salud en la actualidad. El conocimiento local fue utilizado, como siglos antes en las Américas, como mera «información» y no como otro conocimiento que podría haber sido de gran utilidad en la búsqueda

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