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      Principios de una nueva gastronomía, el subtítulo del libro, quería por el contrario ser cualquier cosa menos banal, y por eso subió un poco el listón. Aquel subtítulo había nacido del deseo de poner negro sobre blanco que estamos ante una auténtica ciencia —inexacta, tal vez, pero con poco que envidiar a otras ciencias humanas que académicamente se consideran más nobles—. ¿Y realmente sirvió todo esto para hacer de la gastronomía una ciencia liberada? La tríada BLJ, en buena medida, sí; a los Principios quizá les haya costado un poco más. Lo digo porque me doy cuenta de que, mientras que el título ha tenido un eco que era inimaginable para nosotros, gran parte del contenido del libro todavía no ha llegado a hacerse realidad, en especial por lo que se refiere a los proyectos que se proponen. De vez en cuando vuelvo a leerlo y me sorprende el hecho de que algo escrito hace casi diez años mantenga su actualidad en las dinámicas del movimiento internacional Slow Food y de todo el mundo de la gastronomía, aunque en parte sigue sin cumplirse. También compruebo cómo y hasta qué extremo algunas de las medidas urgentes que allí se expresaban continúan siendo imprescindibles para completar aquella forma de liberación que hoy distinguimos mejor, pero que todavía se conoce poco entre quienes no han hecho del caracol su bandera.

      A Slow Food le quedan todavía algunos pasos que dar, pocos pero decisivos. No siempre sabemos poner en valor la diversidad, biológica y humana, que nos sirve de motor creativo y que es una energía fundamental para la red que representamos, así como para aquella en la que nos estamos convirtiendo: Terra Madre. Una red que sigue creciendo año tras año y que intentamos orientar con paciencia y determinación, pero con cuidado de no limitarla, ni siquiera bajo la insignia de Slow Food, como prueba nuestra voluntad de que Slow Food esté «en» la red y no «sobre» la red —ya que de otro modo estaría fuera de ella—. También nos preguntamos si la fórmula asociativa sigue siendo válida, ya que es típicamente occidental y no existe en muchas otras culturas del mundo. Es un tema sobre el que volveremos más adelante, a lo largo de estas páginas, pero valorar hoy el impacto de Bueno, limpio y justo es ciertamente un ejercicio interesante, entre otros motivos porque nos brinda la oportunidad de subrayar cómo determinados procesos que han tenido lugar en territorios gastronómicos menos complejos no son un fenómeno tan espontáneo como puede parecer y cómo estos procesos, por otra parte, todavía no han dado los pasos esperados para alcanzar cierta forma de liberación.

      Pero volvamos a 2005. En las conclusiones del libro escribí:

      Soy gastrónomo.

      No, no el glotón que no tiene sentido del límite y disfruta de un alimento solo cuanto más abundante sea o cuanto más prohibido esté.

      No, no el necio entregado a los placeres de la mesa al cual le importa un bledo cómo haya llegado esa comida hasta ahí.

      Me gusta conocer la historia de un alimento y del lugar del que procede, me gusta imaginar las manos de quienes lo han cultivado, transportado, manipulado y cocinado, antes de que me lo sirvan.

      Deseo que la comida que tomo no prive de comida a otros en el mundo.

      Me gusta la gente del campo, su modo de vivir la tierra y de saber apreciar lo bueno.

      Lo bueno es de todos; el placer es de todos, porque está en la naturaleza humana.

      Hay comida para todos en este planeta, pero no todos comen. Los que comen, además, a menudo no disfrutan, se limitan a echar gasolina en un motor. Y los que disfrutan, por su parte, con frecuencia no se preocupan de nada más: de los agricultores y de la tierra, de la naturaleza y de los bienes que nos puede ofrecer.

      Pocos conocen lo que comen y disfrutan con ese conocimiento, fuente de placer que une con un hilo imaginario a la humanidad que lo comparte.

      Soy gastrónomo, y si eso les produce una sonrisa, sepan que no es sencillo serlo. Es complejo, porque la gastronomía, considerada una cenicienta en el mundo del saber, es, por el contrario, una verdadera ciencia, que puede abrir muchos ojos.

      Y en este mundo de hoy es muy difícil comer bien, es decir, como mandaría la gastronomía.

      En esta «declaración espontánea», con la que cerraba el último capítulo del libro, sostenía que la ciencia gastronómica es una ciencia de la felicidad. Debo decir que entre mis viejos amigos gastrónomos hubo hasta quien casi se ofendió por las primeras frases, llegando a lanzar alguna acusación pública en mi contra, aunque años después se dejaría conquistar por la «cocina de producto» o el «nuevo localismo» gastronómico que hoy, por suerte, tiene tanto éxito en los restaurantes más de moda (y en los que mejor se come) del mundo. En cuanto a la fórmula en sí, siempre he dicho que «Bueno, limpio y justo» no es un dogma sino una aspiración a la que deberían apuntar agricultores, cocineros, productores y ciudadanos. Una tríada a partir de la cual construir una alianza. Y, en efecto, en casi diez años no son pocos los productos que hemos encontrado a lo largo del camino, de nuestro recorrido por los territorios italianos más problemáticos y también más olvidados, por las periferias urbanas de todo el mundo, en las regiones más áridas y más húmedas, en África y en los nuevos y contradictorios paisajes del centro y el sur de América, a todo lo largo y ancho de Estados Unidos —la patria del fast food—, que reúnen los tres atributos.

      Hay

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